Asesinos contra tiranos / Angel Mario Ksheratto

En la ciudad de Panamá, escenario de una de las más terribles masacres perpetradas por los Estados Unidos contra la población civil indefensa, Raúl Castro y Barak Obama, estrecharon sus manos tras largos años de distanciamiento entre sus respectivas naciones. Los dos mandatarios debieron estar conscientes que al final, ninguno ganó el conflicto. Debieron también, estar seguros que si hubo un perdedor, ése fue el pueblo cubano, aislado y acosado tanto por los gobernantes estadounidenses, como por los hermanos Castro a quienes en todo esto, solo debe reconocérseles un mérito: la capacidad retórica para mantener a raya a los norteamericanos y para someter a sus conciudadanos.
El acercamiento entre Obama y Castro, tuviera otras connotaciones de no ser porque en el proceso para reconstruir las relaciones diplomáticas, políticas y comerciales entre Cuba y Estados Unidos, otros gobernantes latinoamericanos quedan a la deriva, al perder la única fuente moral de la que bebían el poco convincente socialismo que habían implantado en sus administraciones.
Supone éste, el fin del apoyo de La Habana a acciones antiestadounidenses que desde La Paz, Quito, Buenos Aires, Managua, pero principalmente de Caracas, se lanzaban contra el gobierno estadounidense, en un afán por, aparentemente, evitar la tradicional injerencia gringa en asuntos internos de los países del continente. ¿Qué tanto afecta el fin del distanciamiento Cuba-USA a gobernantes como Nicolás Maduro, por ejemplo, que ya preparaba casi una ofensiva militar contra Estados Unidos?
Hay que recordar que el nivel de confrontación entre Venezuela y EE.UU, había tomado un perfil de alto riesgo para la estabilidad latinoamericana; a ésa reyerta, se había sumado Ecuador y Bolivia e incluso, se tenía la percepción de que no solo los gobiernos socialistas latinoamericanos se sumarían en apoyo de Venezuela, sino también, algunos países islámicos que mantienen históricos desacuerdos con el país más poderoso del mundo.
Hoy la perspectiva es distinta; sin los hermanos Castro a la cabeza de un movimiento antiyanqui, el estridente griterío de Maduro, Correa y Morales, no pasará de ser anecdótico; se reconoce, entonces, la autoridad moral y el liderazgo de dos hermanos que hoy, han estrechado la mano de un adversario superior que, con todo, nunca pudo doblegar a un régimen que, exhausto, parece haber cedido más por autocampasión, que por cerrar, necesariamente, un ciclo improductivo para los dos pueblos.
Este reencuentro, no ha sido visto por buenos ojos por buena parte de los estadounidenses, principalmente por los militantes del Partido Republicano, cuyos dirigentes han criticado duramente a Obama por el gesto de complacencia que ha tenido con Raúl Castro.
La mayoría de éstos acusa al presidente norteamericano de actuar con debilidad y de estrechar la mano de un dictador cruel y sanguinario. Uno de los principales críticos ha sido Jeb Bush, exgobernador de Miami y aspirante republicano para suceder a Obama. Sus críticas han sido demoledoras, desde la perspectiva yanqui.
«Cruel dictador de un régimen represivo», ha sido el calificativo más suave que Bush ha lanzado contra Castro. Es desde luego, una crítica inaceptable, subida de tono que no corresponde a él ofrecerlo, en virtud de la sede del encuentro entre ambos mandatarios. Decíamos al principio que Panamá, especialmente su capital del mismo nombre, fue escenario de la invasión norteamericana en diciembre de 1989.
La sangrienta incursión militar, ocasionó la muerte de miles de panameños que dormían en sus casas, especialmente en barrios pobres donde el ejército norteamericano, suponía la presencia de Manuel Antonio Noriega, exasesor de la CIA y en ese entonces, dictador en aquel país. Nunca se supo el número de muertos, heridos y desaparecidos. Fue, esa invasión, como si un gigante patease a un recién nacido.
Siguen vivas las imágenes de aquella atroz arremetida; cuerpos de niños y mujeres mutilados por sonrientes soldados norteamericanos que presumían a sus víctimas como presas de caza. Casas incendiadas y saqueadas por «los libertadores» que fueron enviados para asesinar con total impunidad. ¿Quién ordenó aquel genocidio? George Herbert Walker Bush, quien entonces, fungía como presidente de Estados Unidos.
Como a Jeb Bush, hijo de George H. W. Bush, a ningún republicano le asiste la moral para condenar un encuentro que se antoja esperanzador para América Latina, pero principalmente, para el pueblo cubano. El diálogo razonable, debe seguir siendo el instrumento para alimentar la paz en el continente.

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