California continúa siendo detractor de Trump

El estado se ha enfrentado al presidente desde el día uno, en aspectos como la sanidad, la protección a los inmigrantes y la lucha contra el cambio climático

Agencias

[dropcap]E[/dropcap]ra un viernes cuando Donald Trump dio su discurso de inauguración, el 20 de enero de 2017. El martes siguiente, el gobernador de California, Jerry Brown, debía dar en el Capitolio de Sacramento su discurso anual sobre el estado del Estado. Lo que debía ser un relato protocolario de logros y objetivos se convirtió en un desafío a lo que acababa de suceder en Washington. Brown dejó claro que California no va a perseguir a los inmigrantes, que no piensa recortar la sanidad a aquellos que la han conseguido gracias a Obamacare y que piensa seguir en la vanguardia de la lucha contra el cambio climático. Brown acabó bramando, entre aplausos: «California no va a volver atrás. Ni ahora, ni nunca».
Se va a cumplir un año de ambos discursos y todas las precauciones del gobernador Brown se han visto justificadas. Con un 39 por ciento de población latina (la mayoría, por encima de los blancos) y vecindad con México, California no necesitaba mucho para sentirse ofendida por Trump desde el minuto uno de su campaña. Pero en este año de presidencia se ha convertido además en el campo de tiro donde caen todos los misiles del presidente contra políticas que en este estado se daban por sentadas e irreversibles. La respuesta de California ha sido dar la batalla en todas y cada una de las iniciativas del presidente, con resultados ambiguos por ahora, pero con gran rendimiento político.
Nada más ganar Trump, los máximos cargos del Estado prometieron levantar un muro jurídico para protegerse de la agenda de la Casa Blanca. Desde finales de enero hasta principios de diciembre, poco más de 10 meses, el fiscal general de California, Xavier Becerra, había presentado 21 demandas en los tribunales contra acciones de Trump. Su mayor éxito hasta el momento llegó la semana pasada, cuando un juez de San Francisco ordenó continuar el programa DACA (protección para inmigrantes sin papeles llegados cuando eran menores) como medida cautelar pedida por Becerra. Uno de cada cuatro jóvenes con DACA vive en California.
Además de las demandas propias, que van desde el veto migratorio a musulmanes (en Los Ángeles vive la comunidad emigrante iraní más grande del mundo), hasta intentar frenar la construcción del muro, Becerra se ha sumado a otras 20 demandas de otros Estados. Durante el Gobierno de Barack Obama, el Estado de Texas se convirtió en la bestia negra jurídica de la Casa Blanca. El entonces fiscal general y hoy gobernador, Greg Abbott, bromeó una vez diciendo que su trabajo era: «Voy a la oficina, demando al Gobierno federal y me voy a casa». California se ha convertido en la Texas de Trump. Hasta el propio Becerra ha utilizado esa comparación.
Becerra, como muchos altos cargos del Estado es hijo de inmigrantes. Quizá no haya un punto de enfrentamiento más evidente que el de la protección a los inmigrantes. El 27 por ciento de la población de California, unos 10 millones de personas, ha nacido fuera de EE UU. De ellos, la mitad son ciudadanos naturalizados, una cuarta parte tiene estatus legal de algún tipo y otra cuarta parte son indocumentados, según datos de 2015 del Public Policy Institute of California. Uno de cada cinco sin papeles de Estados Unidos vive en California, la economía más grande del país.
Esta realidad hace que todas las grandes ciudades del Estado, como todas las grandes ciudades de EE UU, hayan adoptado políticas llamadas de santuario, un término mal definido que viene a significar que las policías locales no persiguen a los inmigrantes irregulares. Con la llegada de Trump, California ha llevado esta política al extremo. El pasado septiembre, se aprobó la ley SB54, llamada ley del Estado santuario. Su verdadero nombre es Ley de los valores de California. Prácticamente prohíbe a todas las administraciones del Estado colaborar con la policía de inmigración federal.
La ley fue promovida por el presidente del Senado estatal, Kevin de León. Hijo de una madre soltera inmigrante guatemalteca, De León se ha convertido en el rostro de los inmigrantes y en un furioso oponente del nuevo Gobierno, y ahora está aprovechando ese perfil para presentarse al Senado de Washington contra la veterana Dianne Feinstein. Hace solo un año era impensable que le saliera un contendiente en primarias a Feinstein, pero el efecto de Trump en California está siendo tan poderoso que los demócratas empiezan a medirse por cómo de duros son con el presidente.
California votó masivamente por Hillary Clinton en 2016. La diferencia fue de 3,4 millones de votos a favor de la demócrata, prácticamente toda la diferencia total nacional. La primera elección tras las presidenciales fue en el distrito centro de Los Ángeles y la ganó el demócrata Jimmy Gómez, con el discurso de la resistencia completamente interiorizado. «Yo llegué con esa actitud», comenta Gómez a EL PAÍS. «Fui el primer elegido en California después de Trump. Creo que muchas de sus políticas están dirigidas contra nosotros y tenemos que mantenernos fuertes. Si no podemos pararlo en Washington, tiene que pararlo el estado y las ciudades. Cada uno tiene que hacer su papel».
En la lucha contra el cambio climático, por ejemplo, la retirada de EE UU del Acuerdo de París ha sido completamente ignorada por la primera economía del país. California, con el gobernador a la cabeza, no solo ha participado en todas las conferencias internacionales este año, además está promoviendo su propio acuerdo de reducción de emisiones entre administraciones subnacionales. En junio, Brown viajó a China, donde fue recibido prácticamente como el representante de EE UU en una conferencia sobre energías verdes y se reunió con el presidente Xi.

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