Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

Hace algunas semanas, apenas encendí la computadora, recibí un correo confirmándome que no sería posible llevar a cabo cierto proyecto editorial en el que había trabajado varios meses. La razón era fácil de entender: el alza del dólar (esa devaluación que «nos afecta pero poquito») tuvo consecuencias directas en los costos de los procesos de edición y transporte de material (por cuestiones de ahorro, muchas editoriales imprimen en el exterior, y según dicen les sale más barato aún con el traslado), y si no alcanzaban los recursos para terminar el proyecto, no se podía pensar en iniciarlo.
Podría decir que fue un gancho al hígado del alma, porque amén de las horas invertidas y las noches de desvelo, también le pusimos muchísimas ilusiones (y habló en plural porque si bien yo desarrollé el proyecto, siempre son una apuesta familiar), y esos activos intangibles ni quién te los devuelva.
Apenas estaba tomando aire y meditando cómo darle la noticia a la dueña de mis quincenas, cuando recibí una llamada, en la que con palabras cariñosas y suspiros de consternación, me avisaban que frenara los avances en otro proyecto, pues los recortes presupuestales de la federación en el rubro de cultura, nos había afectado más de lo que se consideró en un inicio y quién sabe si habría lana para llevarlo a cabo algún día.
Antes del medio día de ese jueves negro, ya había recibido una llamada más, en esta ocasión avisándome que quedamos fuera de un concurso, en el que participamos con una organización que suelo trabajar, esa vez para producir videos dirigidos a niños.
La verdad es que no lo podía creer, y hasta revisé el calendario para ver si no en abril se festejaba otro tipo de inocentada.
Cuando por fin acepté que esa era mi realidad, entonces fui a buscar en la Sección Amarilla un curandero experto en rameadas contra la mala suerte o una hechicera que lanzara conjuros para alejar a los espíritus chocarreros y estropea chambas.
Por suerte en el camino me encontré en el querubín. Por su mirada comprendí que notó algo raro en mí, de hecho me detuvo tomándome de la mano, me obligó a agacharme para colocar mi rostro a la altura del suyo y, aunque notó mi gesto apesadumbrado, quiso estar seguro y preguntó:
—¿Estás triste?
—Un poquito —le contesté.
Entonces él, sabiéndome vulnerable, se encarreró para meterme un golpe en el estómago, luego intentó derribarme y gruñendo como enloquecido anunció que ahora sí, Iroman vencería a Hulk sin ningún problema.
Apenas pude balbucear «méndigo escuincle», porque medio minuto después, con las máscaras puestas, tuvimos una batalla épica, en la que las broncas laborales y la pesadumbre por lo que no iba a ser fueron ubicadas en el lugar que les correspondía: el olvido.
Y no implicaba que fuera yo un desobligado o un irresponsable, sino que comprendí que de poco me iban a servir esas emociones para encontrar salidas a los problemas, y al contrario, estorbaban. Más cuando nos estábamos divirtiendo tanto.
Además, de lo que me urgía echar mano en ese momento era de la creatividad, del ingenio y del coraje para encontrar nuevos caminos a estos proyectos, no de melancolías que me invitaran a llorar por mí mismo.
Tan bien luché, que a pesar de resultar vencido, el poderoso y siempre generoso Iroman me invitó una de sus gelatinas, y luego me pidió que fuéramos a la calle, para ahora tener unas competencias corriendo pero cuesta arriba en una pendiente que debe tener una inclinación de sesenta grados.
Claro que a la media hora, además de empapados de sudor, terminamos sin ganas ni de mover un dedo. Sin embargo, mis obligaciones como padre no habían terminado, debí cargar con el querubín para bañarlo y, feliz con su ingenua malicia, también terminé empapado ante sus estridentes carcajadas.
Esa noche, cuando el niño dormía y mientras le contaba a la dueña de mis quincenas las peripecias del día, ya había encontrado nuevas rutas a explorar para seguir adelante. Siendo sinceros, a la fecha ninguna se ha materializado (en eso estamos trabajando), pero en ese momento me sirvieron como estímulo para vencer al desánimo y para no rendirme.
¿Fue el querubín quien me inspiró esas nuevas ideas? Honestamente, no. La realidad no es tan poética. Pero si fue —y es— él un poderoso acicate para invitarme a ser mejor y para seguir avanzando hacia el frente.
Y no creo que mi caso sea extraordinario, pues la gran mayoría de los padres hemos aprendido con los hijos a conocer el amor más desinteresado y a crecer en distintos ámbitos más allá de lo que alguna vez supusimos posible.
Ahora, aprovechando que se acerca el día del padre, invito a los papás a abrazar con cariño a sus hijos e hijas, porque amén de que ellos no dan ese título familiar, ustedes lo saben, sin los querubines la vida no sería tan deliciosa. Hasta la próxima.

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