Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

Apenas iba en el kínder y uno de mis tíos ya intentaba ampliar mi vocabulario. Recuerdo la ocasión en que me dijo que a las «chanclas» además podía decirle «sandalias de baño», y cuentan que cuando me explicó que la «sierra» podía ser una montaña o una herramienta típica de la carpintería, yo le contesté que esa palabra también la usaban los papás para mandar a los niños a «sierrar» la puerta.
La verdad es que en un principio lo saqué de onda, entró apurado a su casa y luego regresó, diccionario en mano, a explicarme que en primer lugar esa palabra se escribía con «C», y además no se decía «cierrar» sino «cerrar».
Conforme los sobrinos fuimos creciendo, el tío hizo un esfuerzo por aumentar su vocabulario y contagiarnos su gusto por el lenguaje, fue así como nos cautivó explicándonos términos como concatenado, simbiosis y el origen del nombre de algunos objetos como la flauta de pan.
Es así también omo desde niño aprendí a admirar a ese señor que no terminó la primaria, vivía en un pueblo, y que para cultivar su afición de coleccionar palabras, echaba mano de aquel diccionario antiguo y de cuanta publicación lograba conseguir.
En contrasentido, hace pocos días tuve la oportunidad de escuchar a unos estudiantes universitarios, quienes construían la mayoría de sus frases principalmente con dos palabras. La primera deriva del toro castrado, pero se la dirigían entre ellos sin importar el sexo del interlocutor. La otra era una alegoría del pene, nada más que enarbolándolo al tamaño de mástil de barco y que, dependiendo del contexto de la frase, podía tener distintos significados: destino físico, calidad de una acción, objeto de castigo, sinónimo de persona e incluso nivel de autoestima.
No le tengo miedo a las palabras, trabajo con ellas y uno de mis grandes objetivos es no sólo conocer muchas, sino saber emplearlas. Todo este palabrerío para explicar que no me espanta escuchar o escribir güey o verga, sino que me descorazonó ver el limitado bagaje léxico que tenían esos futuros profesionistas.
Poco después visité a mi tío y le comenté la decepción que me llevé con esos chicos.
—Pobres—me dijo él—, no se dan cuenta de que un vocabulario reducido implica una limitación mental.
Creí que lo de «limitación mental» era exagerado y así se lo hice saber.
—Mira —me respondió—, si se descompone mi camioneta y la llevo con el ingeniero Roque, él va a sacar aparatos electrónicos, un escáner, su caja con mil herramientas. De entre su arsenal él podrá elegir la más adecuada para realizar el arreglo. En cambio, si llamo al chafirete del pueblo, que es quien más sabe de autos por aquí, va a llegar con un desarmador, una pinza, un martillo, ¡y capaz hasta un azadón!, porque eso es lo que tiene. Está limitado, igual que esos muchachos, nomás que uno con sus herramientas y los otros con las palabras para nombrar su mundo.
Cambiamos el tema, el tío me regañó por andar de chismoso escuchando charlas ajenas y yo le dije que estaba volviéndose un gruñón.
Ya en casa volví a pensar en el tema, reflexionaba sobre lo fácil que puede ser romper la limitación de la que hablaba mi tío. Sólo hay que practicar la lectura para dotar de herramientas a nuestro cerebro y, asimismo, hacer conciencia de que una mente limitada ayuda a generar personas frustradas, sin un destino claro, porque nadie puede construir lo que ni siquiera puede enunciar. Hasta la próxima.

 

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