Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

Estábamos a media temporada de lluvias, acababa de caer uno de esos aguaceros sorpresivos que te hacen correr por la ropa tendida en el patio, y mi esposa entró al estudio llevando de los hombros a una amiga de la familia, quien hace cinco años todavía era una niña de doce.
—Tienes visita —dijo la dueña de mis quincenas y escapó lanzando una sonrisa burlona, que en mi ingenuidad creí coqueta.
La visitante sostenía el gesto con palillos, pero en la mirada se le notaba que dentro de ella seguía lloviendo.
—¿Cómo has estado? —se me ocurrió preguntarle.
Hagan de cuenta que le pisé el dedo chiquito del pie, encendí una sirena y además desperté a la llorona, nomás que todo junto al mismo tiempo.
Entre moco y llanto me contó que estaba enamorada, que se trataba del amor de su vida, el chico rubio ideal para ella, sólo que el muy insensato no la pelaba por estar enamorado de otra chica y ella no sabía qué hacer:
—¡No tienes idea! —me dijo— Toda las noches ruego que deje de gustarle esa imbécil y mejor de enamore de mí, su siempre amorosa gurrumina.
Bueno, no uso precisamente esas palabras, pero la idea era esa.
—Cambia tu estrategia —le sugerí—, mejor ruega que sea a ti a quien le cambien los gustos y así te fijas en otro chico. Total, de los seis mil millones de habitantes que hay en el mundo, la mitad son hombres y alguno habrá a tu medida.
Ahí se le metió el espíritu de Victoria Ruffo y señalándome como si yo fuera un criminal, me reprochó:
—No sabes lo que es el amor.
Confieso que se me escapó un «Ay, no manches» del cual me arrepiento, pero que reflejaba mi sincera impresión del momento.
Fue entonces también cuando, cansado de la escena de telenovela de bajo presupuesto que me tocó vivir, me eché una perorata bastante larga.
Le expliqué que todos y todas, chiquillos y chiquillas (dijera Fox), pasamos por entre las garras del enamoramiento, que en esos momentos idealizamos tanto a la otra persona que nos da la impresión de que no hay nadie igual, lo cual no impedía que termináramos por superar ese trance, nos diéramos cuenta de que ni valía tanto la pena el objeto de nuestro dolor y nos encontráramos con otra persona que quizá nos despertaría emociones similares, a la que también era probable que la termináramos viendo como si oliera feo.
La chica, mientras negaba con la cabeza, me dijo:
—Me quiero morir…
Ahí si me encabrité y le hice ver que ni los poetas románticos se morían de amor. Se agarraban a cuchilladas, a balazos o tomaban veneno, pero el amor puro, y peor si sólo era enamoramiento, nomás los dejaba con cara de perrito trasnochado, como la que traía ella.
—Se te va a pasar —rematé el largo discurso—, eso sí, mientras tanto apela a tu inteligencia y no tomes decisiones que no tengan caminos de regreso.
Por supuesto que no la convencí. Aunque me quedó la tranquilidad de que dejó de llorar para ponerse furiosa (conmigo), y además pude compartirle ideas poco románticas sobre el amor que me habría gustado conocer a su edad.
El fin de semana pasada nos encontramos en una plaza. Ella fingió no verme, supongo que en parte lo hizo para no romper el momento que venía disfrutando con un chico moreno, y yo también seguí de largo.
Se veían enamorados, y me dio gusto que así fuera, pues así comienzan los grandes amores, esos que se construyen colocando un ladrillo diario para con el tiempo conformar no un edificio, sino una gran obra.
Pero si eso no ocurriera, si todo quedara en un destello romántico entre adolescentes, usted y yo lo sabemos, tampoco pasa nada. Para ellos será uno de los tantos y deliciosos momentos agridulces de que está hecha la vida y que luego, al pasar de los lustros, recordarán con una sonrisa.
Hasta la próxima.

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