Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

Hace cincuenta años, en febrero, México ya se preparaba para ser anfitrión de los Juegos Olímpicos, los movimientos estudiantiles del «68 todavía no comenzaban —ni aquí ni en Francia—, mis papás aún no se conocían —como quien dice, yo no era ni siquiera un proyecto—, y en Apan, Hidalgo, una pareja de jovencitos se disponía a casarse.
Por supuesto que no fueron los únicos que se amarraron en ese año, incluso, debieron ser decenas las parejas que optaron por casarse ese mismo día, y más allá de las varias diferencias que pudieran existir entre ellas, además de la fecha de la boda, tenían en común el ignorar todo lo que su unión habría de ocasionar.
En el caso de la pareja que les cuento, tuvieron un hijo y tres hijas, una de ellas, la mayor, decidió estudiar la universidad en Puebla, y allá nos conocimos. Nunca fuimos compañeros de clases, en cambio fuimos «compañeditos» —así, con «d», porque le robamos la palabra a un niño de kínder— de aventuras, alegrías, hambres, desvelos y hasta de familias, porque yo siempre fui maravillosamente bien recibido en su casa y cuando ella nos visitaba en Chiapas, había una pequeña fiesta.
Y fue mi compañedita quien a principios de año me escribió para contarme que sus papás pensaban celebrabar el primer medio siglo de casados. Ella había decidido atravesar un océano para ir a la fiesta, y me retaba a trasladarme al centro del país para hacer lo mismo.
No dudé en juntar los montoncitos de ahorros para pagar el viaje, convencido de que ya me hacía falta una buena charla con ella y con su esposo, amén de que era la oportunidad para que se conocieran nuestros hijos. Además, con sosegada emoción, consideré que era la oportunidad de encontrarme con sus familiares —que también lo son un poco míos— y con amigos que tenía rato de no ver.
Debí predecirlo, pero no pude, que el reencuentro con tantas personas queridas tendría una fuerza sísmica, en la que nos abrazaríamos con el ímpetu de un cariño guardado que siguió creciendo con el tiempo, así como con la nostalgia de recordarnos cómo éramos hace veinte años.
Tal cual suele pasar con las amistades sinceras, pronto comenzamos a convivir como si nos hubiéramos dejado de ver hace unos días. La pareja de novios —con una vitalidad de apariencia intacta— nos convocó a la pista, y al rato estábamos bailando todos, festejando la vida.
Fue inevitable que se recordaran a las ausencias definitivas, pero también fue avasallante cómo nuestros querubines nos demostraron que hace rato están listos para ocupar su lugar en el mundo. Corrieron hasta cansarse, se convirtieron en el alma de la fiesta y nos obligaron a los papás a seguirles el paso con canciones que nosotros cantábamos en la secundaria.
En algún momento me descubrí con dos de mis amigos bailando muy cerca entre nosotros, teniendo como compañeros de baile no a nuestras esposas, sino a nuestros hijos, mientras a lo lejos los novios sonreían satisfechos.
Quizá —me permito elucubrar— estaban haciendo un recuento de las tormentas, triunfos y tiempos de calma que caben en diez lustros. O tal vez simplemente estaban disfrutando de que ahí, en ese pequeño salón, veían reunidos a muchos de los cariños que han cosechado desde aquella lejana tarde en que comenzaron a escribir su historia juntos.
Hasta la próxima.

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