Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

Viví en Buenos Aires a principios de este siglo. Allá presencié la devaluación del peso argentino, el corralito financiero que impedía a los cuentahabientes usar sus ahorros, los cacerolazos como protesta contra el gobierno, las manifestaciones multitudinarias en las calles, saqueos a comercios, que ese país tuviera hasta cinco presidentes en una semana y, quizá lo más doloroso, vi cómo individuos caían en la desesperación más profunda por su situación financiera familiar.
En ese ambiente complejo, tuve la fortuna de conocer a personas maravillosas que me abrieron las puertas de sus casas y sus corazones para invitarme, así fuera por un ratito, a formar parte de sus familias.
Con ellos recordábamos la entonces reciente devaluación mexicana con Zedillo, así como el catastrófico efecto tequila, y también explorábamos todas las condiciones y herramientas con que contaban para remontar la crisis.
Mentiría si dijera que la sensación de angustia y dolor era permanente. Entre el caos, mis amistades sacaban chistes de la nada, organizaban un asadito en el que todos poníamos algo y se daban la maña para armar una fiesta de cualquier encuentro casual.
Hace unas semanas recibí un mensaje de Elsa —la madre de una amiga argentina y que a su vez se convirtió en una amiga mía—, me contaba que ella e Ignacio, su esposo, pensaban venir a México y pretendían visitarnos.
—¿Te parece buena idea? —me preguntó ella.
—Me parece fantástico —le respondí, y en familia comenzamos los preparativos para recibirlos.
Teníamos trece años de no vernos y si bien en el abrazo de bienvenida se desparramaron energías positivas, éstas quedaron cortas frente a las emociones que tuvimos los días siguientes.
Rondan las siete décadas, pero la fuerza con que avanzan hacia sus objetivos y la jovialidad contagiosa con que se mueven, debería provocar sonrojo a varios ancianos treintañeros que conozco.
Los descubrí compartiendo asombros con el querubín, quien al igual que ellos, por primera vez veía el Cañón del Sumidero y visitaba la iglesia de San Juan Chamula, y disfrutaron sinceramente —no ocultaban que se les ponía la piel de gallina— ante las muestras de afecto.
Gozaron compartiendo cariño y también dejándose querer.
En una de las muchas charlas que tuvimos, le pregunté a Ignacio si ese era el secreto para seguir viéndose jóvenes.
—No lo sé —respondió él, pensativo—, no lo tengo claro. Lo que sí te puedo decir es que disfruto sacándole una sonrisa a las personas, cuando lo logro, yo también sonrío y entonces quedo encantado. Así soy feliz todos los días.
Con ellos también comprendí cómo en el tono que le das a tus palabras, va tu manera de encarar lo cotidiano. De esa forma, mientras yo me quejaba rabioso «¡¡Hoy hay mucho tráfico!!», él decía como aceptándolo —o tal vez sólo describiéndolo— «Ché, hoy tocó tráfico». Sin que esto implique mansedumbre o conformismo, al contrario, disfrutan de paladear el éxito, nada más que, al mismo tiempo, están convencidos de que no todo te puede salir perfecto:
—Es como en el fútbol, siempre tenés goles a favor y goles en contra. Si te hacés mala sangre por cada gol que te meten, dejarás de disfrutar el juego, y no se trata de eso. Entonces, aceptá que hay goles en contra y seguí jugando. Eso sí, tratá de que el siguiente gol sea tuyo.
Después de cinco días de convivencia, los viajeros siguieron su camino, ahora de vuelta a casa. Pareciera poco tiempo el que pasamos juntos, sólo que la experiencia fue tan intensa y nos compartieron tanto de su forma de ser y de ver la vida, que al final fue irremediable terminar queriéndolos más todavía.
Muchas veces he pensado que las personas somos un poco como los arroyos, y mientras a algunos los pasas con un salto, otros te dejan enseñanzas y añoras volver a ellos. Ignacio y Elsa, para nosotros, son un río grande, con el cual esperamos volver a encontrarnos.
Hasta la próxima.

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