Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

Junto con el puente de marzo, llegaron los festivales de la primavera, para los cuales mamás y papás deben improvisar disfraces y vestuarios que los niños nunca más utilizarán, y que terminan arrumbados en cualquier rincón de la casa, hasta que años después, días antes de que el chamaquito entre a la universidad, se acepte que eso es basura.
Por suerte, en medio de ese jolgorio mercantil, las maestras del querubín se lucieron, pues acompañaron a sus alumnos en el proceso de crear las máscaras para el espectáculo primaveral, pensaron en actividades que nos mostraran otras habilidades de nuestros hijos y nos invitaron a pintar una playera juntos.
Creo que todos salimos contentos, se notaba en el ambiente entre los adultos y en las carreras y los gritos del chamaquitaje, y aunque nuestro niño ha demostrado tener una buena memoria, la dueña de mis quincenas me preguntó:
—¿Tú crees que al paso de los años, él también recuerde estos momentos?
No le respondí porque no sabía qué decirle. Además, unos amigos llegaron a despedirse de nosotros, y entre las bromas y los abrazos cambiamos de tema. Eso sí, para rematar la experiencia, nos fuimos a desayunar a un café cercano.
Ahí me esperaba una pequeña sorpresa; me encontré con una vecina de cuando yo era niño y a quien tenía muchísimos años de no ver.
Por su sonrisa al reconocerme, comprendí que también ella guardaba buenos recuerdos de aquella época.
En ese entonces pasaba mucho tiempo en casa de mi abuela paterna, en una colonia reciente, construida por personas de trabajo, honradas y con espíritu de guerreros, que bien podían protagonizar una batalla entre ellos, y al mismo tiempo se habrían jugado el pellejo por proteger a los niños y niñas que corríamos en aquella calle empedrada.
A veces la música de cualquier casa inundaba el ambiente, sin embargo los adultos no se quejaban de ello, en todo caso murmuraban el deseo de que pusieran una canción que les gustara y pudieran tararear.
En ese tiempo hice amistades que creí serían para siempre, pues así como se tejían complicidades para perpetrar travesuras, nos sabíamos con el derecho de entrar hasta el patio de las casas de nuestros amigos, bajo la certeza de que en realidad compartíamos un territorio común.
Mientras estuve en el café, tan cerca de aquella ex vecina, no pude dejar de evocar a doña Lupita y a doña Alicia, a doña Aída y a don Aníbal, a doña Esperanza y al maestro Santos, y también recordé a mi abuelita y a mis tíos jóvenes, y por supuesto, a cada uno de aquellos amigos con quienes conformé una pandilla inocente, capaz de encontrar el lado divertido de la vida aún en la tarde más tediosa.
En aquel entonces yo no pasaba de los cinco años, es decir, era más chico que mi hijo ahora, y sin embargo en menos de media hora resucité una avalancha de recuerdos que fueron capaces de hundirme en el pasado no con nostalgia, sino con una sonrisa.
No le conté todo esto a mi esposa en ese momento, ya no teníamos tiempo y el trajín diario nos esperaba. Aun así, antes de despedirnos y como si no viniera al caso, le dije que el querubín habría de guardar en la memoria muchos de los instantes que pasábamos juntos, pues los grandes recuerdos tienen el temple para resistir los embates del olvido.
Hasta la próxima.

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