Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

De niño viví varios años en el corazón del barrio de San Roque, a muy pocos metros de la iglesia. En aquella época, los días de feria eran para mí días de diversión constante, porque para llegar a los primeros puestos sólo debía bajar tres escalones y caminar unos pocos pasos, así que no había tarde en que no terminara en el juego de las canicas —donde ganaba cualquier baratija, alejada de los grandes premios—, en los carritos chocones que manejaba un primo mayor, en el carrusel, comprando jocote curtido o, con menos frecuencia, sintiéndome un soldado implacable que abatía figuras de metal con rifles de balines.
Sin embargo, los mejores momentos ocurrían durante la noche, cuando llegaba la marimba, había concursos para trepar el palo encebado, quemaban castillos, salía el torito con fuegos pirotécnicos, y lo mejor, vendían unas copas de chocomilk riquísimos, interminables para un niño en su primer lustro de vida.
Con el tiempo me fui a vivir a otros territorios, y la fiesta de barrio en la que más o menos conoces a todos los que por ahí se asoman, quedó en el recuerdo.
La última ocasión que llegué a la feria de San Roque, fue cuando estaba por entrar a segundo de secundaria. Por casualidad coincidí con una amiga de la escuela, y los dos adolescentes, avergonzados de encontrarnos en una zona de «juegos para niños», inventamos veinte pretextos para justificar que estuviéramos ahí.
Claro que con el tiempo fui a otras ferias, como las de Chiapa de Corzo —donde bailé vestido de parachico ocho años seguidos—, Zinacantán, Cholula, y las Expos de Tapachula y Tuxtla, pero en ninguno de esos casos encontré el romanticismo que evocaba mi concepto infantil de feria.
Tal vez no habría recordado nada de esto, si no es porque el fin de semana pasado, ya para rematar las vacaciones escolares, decidimos viajar a San Cristóbal de Las Casas.
En el centro de la ciudad nos encontramos con que en el teatro del pueblo, como parte de las actividades de la Feria de la Primavera y de La Paz, había una noche de mariachis.
Ahí estaba nuestro amigo, el violinista Oscar Hernández, afinando detalles e instrumentos para su participación, y las familias coletas caminaban con gusto por la zona, disfrutando de la música, comiendo elotes, compartiendo algodones de dulces y tarareando canciones.
Los típicos juegos mecánicos estaban en otra zona, muy lejos de nosotros, pero aun así, entre la alegría y el desenfado con que las personas estaban disfrutando esos eventos preparados para ellos, no pude sino evocar aquel concepto que creí olvidado.
Pretendí seguir adelante con la caminata —los recuerdos son de uno, y no tienes por qué obligar a tu familia a revivirlos—, sin embargo la dueña de mis quincenas ya estaba platicando con una gran amiga, y el querubín fue incorporado sin recelos a los juegos de dos niños mayores que él, quienes al principio estaban concentrados armando un juguete, pero luego se dedicaron a perseguirse por la placita. Además, comenzó el espectáculo del mariachi Mexicanísimo, de pronto hubo fuegos artificiales —que las familias festejaron con aplausos— y, como correspondía, entre nosotros compartimos un algodón dulce.
Nos quedamos ahí por casi dos horas, disfrutando del aire fresco, de la música, de los amigos y de la alegría que todavía se puede encontrar en ferias como ésta, a la que le deseo una muy larga vida.
Hasta la próxima.

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