Crnica: La larga noche del 7 de septiembre

A las 23:49 horas se cimbró el piso. Como vivo cerca del paso de camiones pesados, no le di importancia a la primera sensación. Sin embargo, el movimiento no cesó. Al contrario, iba en aumento paulatinamente…

Osiris Aquino/Colaboración

[dropcap]F[/dropcap]altaban 11 minutos para que se terminara el jueves 7 de septiembre de 2017. Por lo general yo estoy despierto a esa hora. Y esa noche no fue la excepción. A las 23:49 horas se cimbró el piso. Como vivo cerca del paso de camiones pesados, no le di importancia a la primera sensación. Sin embargo, el movimiento no cesó. Al contrario, iba en aumento paulatinamente…
El Servicio Sismológico Nacional, perteneciente a la Universidad Nacional Autónoma de México, determinó finalmente que el terremoto tuvo una magnitud de 8.2 y su epicentro se localizó a 133 kilómetros al suroeste de Pijijiapan, municipio en la costa pacífico de Chiapas, México. También precisó que hasta las 22:00 horas del domingo 10 de septiembre se habían registrado mil 18 réplicas de las cuales la mayor fue de 6.1.
Me levanté del escritorio para comprobar que Blanca, mi esposa, ya estuviera despierta y lista para salir de casa. Cerré mi lap y busque a Truman, nuestro basset hound que, por cierto, ya estaba muy inquieto en la salida.
En Chiapas estamos acostumbradas y acostumbrados a los movimientos telúricos. A veces basta esperar unos minutos para que la vida vuelva a su normalidad. Casi siempre nos quedamos sentados o acostados o a la expectativa o a que el instinto nos ponga a salvo. Esa noche fue diferente. Justo cuando no podía ser peor, se fue la energía eléctrica. Afortunadamente tenía el celular en la mano y encendí la lámpara. No había opción: pese a la negativa de Blanca quien era presa del pánico, le indiqué que era necesario salir.
No me dio tiempo de buscar la correa de Truman, lo sujeté de su collar y abrí la puerta mientras intentaba tranquilizar a Blanca para que pudiéramos salir a la calle. Afuera, en la banqueta, el movimiento parecía aumentar. El piso se movía como si fuera de goma. Los tres nos hicimos bolita, en cuclillas mientras observaba destellos en el cielo, entre las nubes, allá atrás de las copas de los árboles que se movían por el terremoto y por el viento. Nunca había sentido tanto miedo como esa noche.
Pensé que el terremoto no se iba a detener. La percepción fue mayor a tres minutos. Datos más conservadores hablan de dos. Un zumbido se mantuvo por unos segundos en mis oídos. El terremoto había terminado pero la sensación del movimiento permaneció varios segundos más. Los vecinos empezaban a salir de sus casas. Vi el pánico en sus rostros. Los instantes de angustia habían terminado pero el miedo permaneció varias horas.
Aún no regresaba la energía eléctrica. Mi vecina de al lado y su hijo estaban muy asustados. Ya estábamos sentados en la banqueta mientras observaba que los vecinos no salían del asombro. Fui a las casas más cercanas para preguntar si estaban bien. «Asustados, pero bien», «sí, gracias», «Dios mío»… Regresé a la casa por una botella de mezcal. Y empecé mi primera labor de ayuda: curarlos del espanto.
Hubo quienes rechazaron mi ofrecimiento de mezcal, pero también quienes casi me arrebataron la botella y le dieron un trago, como si al ingerirlo, buscaran que les regresara el alma al cuerpo. Recorrí dos cuadras, las vecinas no podían contener el llanto mientras intentaban comunicarse con sus familiares. La incertidumbre nos tomó por los hombros. Pero fue menos cuando se restableció la energía eléctrica. Regresé por la cámara y empecé a hacer un recorrido por las cuadras más cercanas a mi casa. Familias enteras estaban en las banquetas temerosas. Vi que se habían caído tejas, repello, pero nada de gravedad. No había personas lesionadas.
Encontré a una familia sentada en la calle, en la televisión ya hablaban de sismo pero no de nosotros. El centralismo noticioso se ufanaba de que en la Ciudad de México no se reportaran daños considerables ni pérdidas humanas.
Al Sur del país, vivíamos algo muy distinto. Especialmente en Juchitán y Unión Hidalgo, en Oaxaca. En Chiapas, los primeros reportes hablaban de fallecidos en San Cristóbal de Las Casas, Villaflores, Cintalapa, Jiquipilas y Pijijiapan. Éstos últimos, municipios cercanos al epicentro. No, no me victimizo. Es sólo que los servicios informativos voltean a vernos sólo si la tragedia les genera rating (para sus anunciantes). Y la tragedia se asomó con las primeras luces del viernes 8 de septiembre, después de una larga noche de terremoto.
Eran las 2 de la mañana y seguíamos en la banqueta. Del miedo pasamos a una especie de fiesta. Y estábamos dispuestos a pasar toda la noche afuera ya que las réplicas empezaban a suceder de manera frecuente. Pero la lluvia nos obligó a meternos a nuestras casas. Me mantuve en vigilia un rato más. A las 5 de la mañana, el sueño pudo más que mi preocupación. Dormí.
Para las 7:30 am ya estábamos recibiendo los primeros mensajes y llamadas de la gente que se enteró de lo sucedido hasta ese momento en que vieron las noticias. Fue imposible seguir durmiendo. El flujo de información empezó a dimensionar la gravedad de la situación. De pronto, éramos el epicentro noticioso. Ironía. Después del desayuno salí a hacer un registro de los daños ocurridos en la capital de Chiapas.
Las réplicas se volvieron parte de la rutina de ese día. No nos acostumbramos. El corazón se aceleraba con cada episodio. Hasta que llegó la noche y se cumplieron las 24 horas del terremoto: volvió a temblar con una magnitud considerable. Fue el turno de Salina Cruz, Oaxaca, como epicentro de un nuevo sismo. La segunda noche de desvelo, estaba por comenzar.

 

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