Crnica: Señorita Clara Luz

Fue acostumbrada por su propia madre a atender a los hombres de la casa, a quienes servía la comida, lavaba y planchaba la ropa y lustraba el calzado. Ellos eran los reyes y ella, con su madre, eran las esclavas, porque así lo dictaba la tradición. No se conocía otra forma

Óscar Aquino/Colaboración

[dropcap]D[/dropcap]esde que tuvo uso de razón aprendió cada detalle y memorizó todos los pasos que convirtieron a su madre en la señora Etelvina Valdiviezo, dueña de la Finca «Las Guirnaldas» y gran matriarca de la familia Montes Valdiviezo, de la que la niña Clara Luz fue hija única.
Doña Etelvina creció junto con sus dos hermanos, en una familia donde sólo tuvieron las cosas más básicas. Nunca gozaron de poder económico ni de lujos. Los tres hijos trabajaron la tierra de sus padres desde pequeños. Etelvina sabía perfectamente lo que significaba pasar días sin comer y aguantar jornadas extenuantes, casi eternas, arando la tierra y cosechando para la sobrevivencia familiar.
De niña, casi siempre tenía la cara manchada, ya fuera en el arado, con la tierra que brincaba hacia su rostro durante todas las horas de trabajo; o con la ceniza del carbón, que tiznaba su rostro a la hora de atizar el fuego en el pequeño horno de barro, conservado durante mucho tiempo en el corredor izquierdo de la casa, a un costado de la cocina. En ese horno, la madre de Etelvina solía preparar los alimentos de su familia. Ella, la hija, aprendió todos los menesteres del hogar. Todas las noches, Etelvina se encargaba de avivar las brasas adentro del horno. Con un trozo de cartón soplaba hacia el montón de carbón aún vivo, pero con brasa débil, a la que había que regresar la fuerza. La niña Clara Luz atendía ese quehacer mientras su madre terminaba de cocinar la comida con el fuego ya avivado y listo. Clara Luz fue acostumbrada por su propia madre a atender a los hombres de la casa, a quienes servía la comida, lavaba y planchaba la ropa y lustraba el calzado. Ellos eran los reyes y ella y su madre eran las esclavas, porque así lo dictaba la tradición. No se conocía otra forma.
Los padres de Clara Luz, a pesar de la complicada situación económica que enfrentaban, hicieron un esfuerzo monumental para poder inscribirla en un colegio católico, en el que toda la comunidad estudiantil estaba compuesta por mujeres. Las clases eran impartidas por un grupo de monjas de edad avanzada, mujeres que por entregar sus vidas a Dios, se olvidaron de todo lo demás. Ellas enseñaban a todas las niñas a sumar, restar, leer, escribir, deducir, contar, hablar correctamente, tejer, rezar y les impartían el divino arte de la devoción.
A la edad de 12 años, Clara Luz ingresó en ese colegio, en una ciudad cercana al pueblo donde vivían. La familia podía llegar a visitarla únicamente los domingos, de 10 de la mañana a 6 de la tarde. El resto del tiempo, la niña era una estudiante más.
En ese colegio, Clara Luz pasó los siguientes tres años de su vida, hasta que concluyó los estudios de secundaria y todo el catecismo que recibió de las monjas.
Durante el tercer año, se generó un revuelo por todo el colegio. Fue el día en que de sorpresa llegó el sacerdote Facundo Molina, quien oficiaba las misas en una parroquia cercana a la escuela; iba acompañado por su monaguillo Alberto Cisneros, un joven de 16 años de edad. Ambos eran originarios de España y habían llegado a esa ciudad como misioneros. Ellos y otro grupo de prelados, se hicieron cargo de restaurar la parroquia y devolverla a la actividad eclesiástica cuando todos pensaban que el inevitable destino de ese templo, sería su demolición.
La madre superiora, Cleotilde Covarrubias, directora del colegio para niñas, en un afán de ser cortés con los visitantes, los dejó pasar a su oficina, hasta el fondo de la escuela. Para llegar con la directora, les fue necesario caminar por todas las instalaciones, pasar por las aulas donde se impartía la catequesis, después por los salones de primer grado y antes de llegar a la oficina de la directora, se cruza la zona de los sanitarios.
Alguna alumna los vio desde la planta alta mientras caminaban por el patio, a un costado de la fuente azul en la que Clara Luz se sentó muchas veces a leer la Biblia o a pensar en cómo sería la vida más allá de su encierro.
La alumna vio el rostro del monaguillo, de tez blanca, con el cabello castaño, rizado y con unos ojos del color de la inocencia, que la hicieron sentir como si en ese preciso momento estuviera saliendo el sol adentro de su cuerpo.
Otra alumna, desde uno de los salones, vio la reacción de su compañera y notó en ella un sonrojo inaudito. Sentada a un costado de la curiosa, estaba sentada Clara Luz.
—Mírala cómo se puso— dijo la estudiante llamada Cecilia Goncalves.
Agregó —Debe haber algo muy bueno allá abajo—.
Clara Luz respondió —Voy a ver qué es—. Enseguida se levantó de su lugar, fue hacia el frente del salón y pidió permiso de salir para ir al baño. La monja que estaba dando su clase de aritmética en ese momento, con tono de molestia por la interrupción, autorizó la salida a Clara Luz, ésta se dirigió a toda prisa hacia los baños de la planta baja, cerca de la dirección general. Corrió tratando de no hacer ruido. Todos los salones estaban en clases y en el patio lo único que se escuchaba eran los pájaros matutinos cantando sus melodías y el murmullo en cada una de las aulas.
Clara Luz llegó al baño antes que el sacerdote y el monaguillo. Escondida adentro, esperó a que la pareja de visitantes pasaran por ahí. Estaba dispuesta a constatar la razón por la que su compañera se puso tan inquieta y sonrojada. Clara Luz salió del cuarto de baño y se encontró de frente con el sacerdote y su acompañante. Sintió un calor que jamás en la vida había experimentado. El joven y el sacerdote la saludaron al unísono:
—Buenos días hermana, que Dios esté contigo—.
Clara Luz, con mucho trabajo, contestó:
—Amén padre, Amén hermano. Con permiso—.
En ese momento, el joven monaguillo la vio directamente a los ojos por un segundo y le sonrió. Clara Luz esbozó una pequeña y tímida sonrisa, bajó la mirada al pasar junto al muchacho. La situación dejó a Clara Luz fuertemente abochornada. Tras caminar unos pasos y dejar a sus espaldas a los visitantes, corrió hacia su salón. Subió las escaleras rápidamente, se sentía con ganas de gritar de la emoción y al mismo tiempo se sentía pecadora y se autoreprochaba por tener pensamientos relacionados con hombres.
Clara Luz quiso dejar atrás el incidente, pero le fue difícil porque en los días siguientes, muchas otras estudiantes del colegio se acercaron a ella para preguntarle qué había sentido cuando vio al monaguillo y cuando éste le sonrió. Otras le preguntaron si sintió algo más en alguna parte específica de su cuerpo. El tema se volvió recurrente en toda la escuela y la situación llegó a oídos de la Madre Superiora. Por ello, doña Cleotilde decidió enviar una carta al sacerdote pidiéndole de la manera más atenta que no volviera a llegar al colegio con su monaguillo y que, en todo caso, si hubiera necesidad de platicar algún tema, se lo hiciera saber por otro medio y ella con todo gusto acudiría a la parroquia a atender el llamado. La madre Cleotilde quería evitar que sus alumnas tuvieran ese tipo de distracciones banales o que fueran a caer en pensamientos lascivos.
Meses antes de que Clara Luz concluyera el tercer y último año de la secundaria en ese colegio, sucedió algo inesperado en su familia. Su madre, doña Etelvina y su padre, don Florindo Montes, cayeron en una crisis matrimonial de gran dimensión pues se rumoraba que don Florindo era el padre del bebé que esperaba la niña Gracielita, una jovencita de la misma edad que Clara Luz. Se dijeron muchas cosas que nunca se comprobaron, pero fueron suficientes para que la pareja se divorciara.
En el pueblo donde nació Clara Luz y durante el tiempo que pasó en el colegio estudiando la secundaria, la hacienda «Las Guirnaldas» creció. Su padre consiguió expandir su terreno, lo llenó de árboles frutales y se convirtió en un importante productor y vendedor, antes de que su matrimonio quedara destruido por completo. Cuando se fue, acordó que la mitad de las ganancias que dejaran las frutas serían para Etelvina y su hija Clara Luz. La otra mitad la usaría para tratar de recomenzar su vida a los 58 años de edad.
Clara Luz se enteró del divorcio hasta que terminó el tercer año y regresó a la hacienda. La encontró diferente en muchos aspectos. Había más árboles, el ambiente olía a la mezcla de todos los tipos de frutos que ahí crecían. Los corredores se veían más amplios, pero faltaba algo; la felicidad estaba apagada. Los hermanos de su madre se fueron dos años antes, cada uno con su nueva esposa. Ahora su padre se había ido, siendo, quizás, víctima de una calumnia; aunque tal vez no era tan víctima al final porque la niña de 15 años que resultó embarazada, dio a luz a un niño del que la gente sigue diciendo que tiene todos los rasgos de don Florindo.
Doña Etelvina quedó a cargo de la hacienda. Ella se tuvo que ocupar de reordenar al personal que seguiría trabajando en la cosecha de frutos. Clara Luz ahora era la niña de la casa. A sus 15 años de edad volvía al lugar donde pasó los primeros años de su vida. Pero esta vez, todo era bajo nuevas circunstancias.
Clara Luz pasó un año acompañando a su madre en todas las actividades de la administración de la casa. Cuando doña Etelvina se recuperó del golpe anímico sufrido por la separación de su esposo, la decisión de ambas fue que Clara Luz tenía que volver a la ciudad para continuar sus estudios de preparatoria.
Uno de los hermanos de doña Etelvina vivía en esa ciudad; ahí se casó y tuvo dos hijos. Él se llamaba Genaro. Aceptó darle alojo a Clara Luz en su casa el tiempo que fuera necesario.
Fue entonces que a los 16 años de edad, Clara Luz ingresó en una escuela preparatoria, en donde estudiaban hombres y mujeres por igual. Era un concepto completamente desconocido para ella, sobre todo con la experiencia que vivió en el colegio de niñas.
La vida de Clara Luz tomó un rumbo distinto a partir de entonces. Al verse conviviendo cotidianamente con jóvenes de su edad, recordó la sensación que experimentó el día que se vio de frente con el monaguillo que llegó acompañando al sacerdote, de visita a la Madre Superiora. Recordó el calor que le recorrió el cuerpo cuando el monaguillo le sonrió. En la escuela nueva, pensar y sentir no era considerado pecado, sin embargo, Clara Luz siempre se recató y dejó sus pensamientos para ella misma nada más.
Con su madre, cuando se veían, solían platicar de esos temas. Doña Etelvina, con cierto resquemor escuchaba las inquietudes de su hija. La señora sólo sabía que era inútil evitar que su hija viviera el proceso de convertirse en una mujer. El principal consejo que doña Etelvina le dio a su hija es que el amor se entrega una vez en la vida, porque, si es verdadero, sólo es de una persona, así como don Florindo fue el único amor para doña Etelvina, a pesar del final que tuvo su largo romance.
Doña Etelvina hacía lo posible por viajar de la hacienda hacia la casa de su hermano, donde estaba hospedada Clara Luz. La mayor parte del tiempo, la señora lo ocupaba en atender el negocio de las frutas y administrar la hacienda.
En el segundo año de la preparatoria, Clara Luz era ya una señorita de 17 años. Su cuerpo había cambiado, como su mente y sus expectativas de la vida. En ese tiempo conoció a Ambrosio Cela, joven estudiante de tercer año, con quien tuvo su primer contacto una mañana en que ambos llegaron, cada uno por su lado, al comedor de la escuela. Se vieron un segundo a los ojos y después cada uno volteó hacia otro lugar.
Desde ese día comenzó algo entre ellos, aunque ninguno sabía con exactitud qué estaba pasando. Pero cada vez eran más frecuentes los encuentros en el comedor y en otros lugares de la escuela. Él, deliberadamente buscaba los lugares a donde Clara Luz solía llegar. Ella se hacía la desentendida pero, en el fondo, cada vez que veía a Ambrosio, sentía que el corazón se le saldría del pecho dando de brincos hasta llegar a las manos de él.
Después de algunas semanas, Clara Luz y Ambrosio se hicieron amigos. Rompieron el hielo, comenzaron una amistad prometedora y la fueron cultivando poco a poco. En unos meses, él terminó el tercer y último año de la preparatoria y a Clara Luz le restaba un año más en esa escuela. Pero Ambrosio se esforzó por mantener viva la amistad con Clara Luz. Una vez que egresó, empezó a llegar tres veces a la semana a visitar a Clara en la puerta de la escuela. Sostenían encuentros breves, sólo unos minutos antes de que el tío de ella llegara a recogerla para ir a casa. Pero esos pequeños espacios de tiempo fueron suficientes para que los dos comenzaran a sentir cosquilleos profundos en el estómago, extrañas sensaciones que los hacían buscarse mutuamente.
Al siguiente año, Clara Luz terminó la preparatoria con excelentes calificaciones y una mención especial por su buen comportamiento. En la ceremonia de graduación, en primera fila estuvieron doña Etelvina, sus dos hermanos con sus respectivas familias y en el fondo del salón, sentado como tratando de pasar inadvertido, Ambrosio veía todo, pero principalmente veía a Clara Luz sentada en el escenario, esperando la hora de recibir sus papeles y aventar los birretes hacia el cielo, en señal de libertad y de haber concluido satisfactoriamente la preparatoria.
Cuando eso sucedió, Clara Luz no pudo ocultar su emoción. Se le salieron las lágrimas, corrió a abrazar a su familia y se fundió en un abrazo cariñoso con todos ellos, mientras Ambrosio se sintió conmovido con la escena feliz. Quiso correr a abrazarla, aunque quizá no era la mejor idea. Se quedó en el sitio donde estaba y fue hasta el final de todo el acto, cuando Clara Luz ya se iba, que Ambrosio la interceptó en su camino. Ella dibujó una enorme sonrisa. Al verlo, sintió un furor interno, inexplicable, hermoso, inquietante y difícil de controlar. Él estaba igual. Cuando la tuvo de frente, sin dudar, la tomó de la mano y le entregó una rosa roja que llevaba consigo. Tomó las manos de ella entre las suyas y le dijo:
-Te felicito por este éxito. Estoy orgulloso de ti-.
Clara Luz se estremeció por dentro de la emoción. No se contuvo y abrazó a Ambrosio con un gesto de ternura. Él correspondió. Los dos cerraron los ojos en el momento de fundirse en ese abrazo.
El momento no duró más de tres minutos. Fue breve y conciso. Se terminó cuando desde la puerta del lugar, se escuchó la voz de doña Etelvina diciendo amablemente:
-Clara Luz, despídete de tu amigo. Nos tenemos que ir-.
Ambrosio se anticipó a responder. Dirigiéndose a Clara Luz, dijo:
-Te llama tu mamá. Es mejor que vayas con ella. Yo te busco después-.
Clara Luz no respondió con palabras, sólo con una sonrisa sincera. Después alcanzó a su madre en la puerta del lugar. Ambas salieron de ahí con ánimo festivo por el logro que acababa de concluir la chica que, para ese momento ya tenía 18 años de vida.
La señora Etelvina no sabía qué hacer después de que Clara Luz concluyó la escuela. Pensaba que su hija podría permanecer en esa ciudad y estudiar la universidad o enviarla a la capital del país a cursar la carrera profesional en la institución más grande del país. La tercera opción era que Clara Luz volviera a la hacienda «Las Guirnaldas» y entrara de lleno en los negocios de la familia.
En los días posteriores, mientras Clara Luz conversaba con su madre y sus tíos, en la puerta se escucharon pequeños golpes. Martina, esposa de Genaro, atendió el llamado. Al abrir, encontró a Ambrosio, vestido con un pantalón formal, zapatos negros y camisa blanca abotonada hasta el cuello. En la mano derecha llevaba una docena de guirnaldas.
Desde uno de los sofás de la sala, Clara Luz vio el rostro de Ambrosio asomándose cuando Martina abrió la puerta. Clara sintió que le explotó el pecho. Se paró inmediatamente y se dirigió a él. Lo recibió con un rostro de sorpresa. Martina, sin decir una sola palabra, se dio la vuelta y volvió a la sala.
Los dos se quedaron ahí. Él entregó la docena de guirnaldas. Ella las recibió con alegría. Platicaron por unos minutos, mientras adentro, en la sala, los tres adultos siguieron su conversación, aunque repetidamente voltearon a ver qué sucedía entre los dos jóvenes. Etelvina sintió algo muy semejante a la nostalgia cuando vio a su hija, y lo que parecía ser el primer enamoramiento de su vida. La madre de Clara Luz se preguntó si ella se veía igual cuando descubrió que estaba enamorada de Florindo. Pero también recordó la manera tan inesperada en la que tuvieron que terminar su relación. Etelvina, muchas veces le recordó a Clara Luz que el primer amor es el único verdadero y puro. También le aconsejó que por mucho o muy grande que fuera el amor, siempre había que poner límites muy estrictos a los varones; evitar que quisieran llegar profundo físicamente.
-Sólo se besa al hombre cuando ya eres su esposa- decía doña Etelvina.
En la puerta de la sala, Ambrosio y Clara Luz terminaron de conversar. Se despidieron con un abrazo discreto. Los dos vibraban de alegría.
Esa tarde influyó fuertemente en la decisión que tomó Clara Luz acerca de su futuro.
-Me quiero quedar en esta ciudad-. Le dijo Clara Luz a su madre, en medio de un silencio que se hizo entre ambas a la hora del desayuno.
-Es por ese muchacho, ¿verdad?-. Increpó doña Etelvina.
Clara Luz sintió que no era necesario ocultarle nada a su madre, a quien le tenía confianza plena. Le dijo que efectivamente, Ambrosio era la razón principal por la que quería permanecer en ese sitio. Clara explicó que, aunque todavía no se lo habían pedido, seguramente dentro de muy poco, Ambrosio le solicitaría que lo aceptara como su novio. Y ella pensaba decirle que sí, porque estaba segura de que era el indicado, al que entregaría su amor. Etelvina se sintió acorralada. Tuvo que anteponer la felicidad de su hija a la tranquilidad propia y aceptó la propuesta. También le dio muchos consejos y le repitió los que ya sabía.
Clara Luz se quedó en la ciudad. Sin embargo, pasó algún tiempo y, aunque seguía frecuentando a Ambrosio, éste no le había pedido lo que ella tanto esperaba. Incluso, ya había comenzado a pensar que eso jamás sucedería.
En total, Ambrosio se tomó dos años en proponerle a Clara Luz comenzar una relación como novios. Argumentó no haberlo hecho antes por no contar con la suficiente solvencia económica para satisfacer a su amada como ella lo merecía.
Durante ese tiempo, Clara Luz aprendió cocina internacional. Decía que de esa manera no la sorprenderían los platillos tradicionales que comerían en todos los países a donde soñaba viajar junto con Ambrosio.
Comenzó el amor, el primero, el más puro. Clara Luz estaba feliz. Ambrosio pensaba en el futuro y soñaba con el momento de disfrutar el primer beso de la boca de su amada. Sin embargo, Clara Luz siguió al pie de la letra los consejos de su madre. Lo máximo que toleró fue que un día Ambrosio le diera un beso en la mejilla sin pedirle permiso. Todo el tiempo, la relación se basó en la mutua compañía y las interminables horas de conversación sobre los más variados temas. Platicaban de los asuntos más delicados de la vida y también de los sinsentidos que a veces depara el destino.
Durante los siguientes cinco años, Ambrosio y Clara Luz siguieron fortaleciendo su relación y la confianza el uno en el otro. Por su parte, doña Etelvina vio que su hija estaba encaminada a formalizar su amor.
Para Ambrosio, lo único malo en medio de tanta felicidad era que seguía sin poder besar los labios de Clara Luz, pues ella le repetía una y otra vez que el primer beso se lo daría una vez que un sacerdote los hubiese declarado marido y mujer.
Él se sentía un tanto desesperado por probar el primer beso de su vida. Él, como Clara Luz, tenía guardado ese momento especial para una mujer especial, pero ahora que ya la tenía no la podía besar y le preocupaba que cuando llegara la fecha anhelada, él fuera a resultar un mal besador y Clara Luz se arrepintiera de pasar toda la vida a su lado.
Un amigo le aconsejó a Ambrosio buscar una mujer que le enseñara a besar antes de que probara los labios de su amada. Ambrosio, un tanto incrédulo, escuchó toda la propuesta. Ésta consistía en que el amigo que estaba aconsejando, le pediría a una prima suya que fuera quien practicase con Ambrosio el aprendizaje de los besos.
Concretar la cita para eso tomó mucho menos tiempo del que Ambrosio consideró. Así que su amigo, un día, sin avisar, llegó por él y juntos se fueron al parque «Acueducto», un lugar de esparcimiento familiar, en donde por las tardes solían hacerse algunos sitios oscuros, entre los árboles, donde parejas de novios solían dar vuelo a sus pasiones.
A las cuatro de la tarde de ese viernes, los dos amigos acudieron al parque. Ahí los estaba esperando la chica que enseñaría a Ambrosio a besar. Los tres se encontraron, el amigo de Ambrosio se fue y éste se quedó solo, frente a frente, con la chica.
Media hora antes, Clara Luz y su madre entraron en un almacén, cercano al parque «Acueducto», donde compraron cosas de comer y para limpiar la casa. A las cuatro de la tarde, salieron caminando del almacén, cada una con dos bolsas en las manos. Desde que salieron de su casa acordaron que irían y volverían caminando. Así lo hicieron, avanzaron hasta llegar al parque, el cual atravesaron. Cuando caminaban, Clara Luz identificó a Ambrosio a la distancia. Ella se preguntó qué estaba él haciendo ahí a esa hora, se lo comentó a su madre y siguieron andando. Unos pasos más adelante, Clara pudo ver que Ambrosio estaba sentado junto a una mujer joven. Dos pasos después, la chica desconocida inclinó su cabeza y besó la boca de Ambrosio. Clara Luz y su madre lo vieron todo. Clara quiso correr a reclamar, su madre lo impidió. Las dos se fueron del parque a la casa de Genaro.
Durante todo el trayecto, Clara Luz lloró sin consuelo, gritó, maldijo a Ambrosio. Se sintió devastada. Su madre, al verla, intentó calmarla, pero fue inútil. El corazón de Clara Luz estaba despedazado y sin esperanzas. Ambrosio prefirió besar primero a otra mujer que a su novia.
Llegando a casa, Clara Luz se encerró en su cuarto. De ahí no salió en los próximos seis días. No atendió a nadie, apenas aceptó comer alguna fruta de vez en cuando. Se dio al encierro. Comenzó a despreciar el mundo.
Ambrosio llegó buscarla unos días después al notar su inusual ausencia. Él no sabía que ella lo había visto en la escena del parque. Cuando llegó a la casa de Genaro, doña Etelvina lo vio en la entrada; sin hacer aspavientos, la señora llegó hasta donde él estaba y le dijo con voz baja, pero con tono firme, que se fuera de ahí y que no volviera a buscar nunca más a Clara Luz.
Fue tal el impacto emocional que tuvo ese incidente en la vida de Clara Luz, que en los siguientes meses se avejentó. Le pidió a su madre que se fueran a vivir de regreso a «Las Guirnaldas» y que no volvieran nunca a esa ciudad.
Clara Luz se dedicó de lleno a la vida en la finca. Sintiéndose vacía, casi muerta por dentro, tratando de sobrellevar el enorme dolor que aún pesaba sobre ella y que la hizo convertirse en una chica sin luz ni sonrisa. Su humor se volvió seco, tajante, intolerante. En la finca se volvió una capataza con todos los empleados, de los que antes fue amiga.
Dos años después, doña Etelvina vio llegar la muerte el día en que una pequeña pero mortal araña la picó en el tobillo derecho, mientras platicaba con uno de sus empleados, en el terreno donde estaban los árboles frutales. En ese lugar, pocas veces se había sabido de un caso tan trágico como el de doña Etelvina, quien, merced de la poderosa ponzoña, falleció en su cama, con su hija Clara Luz a un lado.
Una nueva desgracia asomó en la vida de Clara Luz. La muerte de su madre la obligó a quedarse como única encargada de la finca y de los negocios. Para ella fue como recibir una condena de cadena perpetua en su propia casa.
Comenzaron a pasar los años y la vida se fue haciendo menos. Clara Luz se volvió una señora de permanente mal humor. Sus negocios siguieron adelante, pero su vida emocional quedó completamente extinguida. En su interior guardó un rencor de tal tamaño que le impedía encontrar un sentido verdadero o una real motivación para seguir viviendo.
Cuando Clara Luz cumplió 56 años, un señor empresario con quien había hecho negocios alguna vez, se atrevió a invitarla a salir y conocerse. Cuando Clara Luz lo escuchó diciendo eso, su respuesta fue lanzarle un vaso de cristal que tenía en la mano y exigirle a gritos que se largara de la finca. Su corazón quedó cerrado para siempre. Nunca más aceptó querer a ningún hombre.
Una vez, un joven llegó a trabajar por primera vez en la finca. Cuando Clara Luz, en su papel de jefa, se presentó, él le dijo –Mucho gusto, a sus órdenes señora-. Clara Luz lo corrió del lugar y le dejó muy claro que ella era y seguiría siendo para siempre, la señorita Clara Luz.
Una tarde de invierno, a los 79 años de edad, Clara Luz falleció de una pulmonía. En la abrumadora soledad que la rodeó por mucho tiempo, agotó sus días. Murió en su amargura, recordando lo que para ella fue una traición cometida por la única persona que le generó una ilusión en la vida, Ambrosio, hombre con el que aprendió que quizás, al final de todo, el amor es algo que no vale la pena.

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