Doroteo y su periplo musical

Nadie se imaginó nunca que, quizá, el niño tenía algún tipo de habilidad para ser músico. En cierta parte porque era difícil suponer algo así cuando nadie en su familia, al menos en las tres anteriores generaciones, se dedicó a la música y tomando en cuenta que desde el día en que nació hasta ese momento, él nunca había tenido contacto alguno con ningún tipo de instrumento

Óscar Aquino / colaboración

A las 3:26 de la madrugada, Doroteo volvió a despertarse súbitamente, con la respiración agitada por el recrudecimiento del mayor anhelo que había tenido en sus ocho años de vida. Era un niño enclenque, su piel era tan oscura que en toda la comunidad donde vivía, sólo otro niño podía presumir ser el negro más negro de toda la región.
La madre de Doroteo, doña Hortencia, tenía otros seis hijos, todos al lado del hombre que fue el amor de su vida, el Almirante Severiano Montemayor, héroe de la Revolución, combatiente aguerrido junto al Comandante Supremo de la Nación. En su casa, todos, incluida su esposa, lo llamaban «Papá Severiano», era el único lugar donde relajaba un poco su inquebrantable marcialidad y su espíritu invulnerable. La suya era una pequeña casa en la que a duras penas cabían los nueve integrantes de la familia. Era apenas un reducto de toda la grandeza que ostentó cuando lograron el derrocamiento de la dictadura y declararon la independencia de su país. Esos fueron los tiempos gloriosos del Almirante, quien 50 años después sólo era un viejo decrépito que vivía de sus recuerdos, todos reducidos a la medalla militar de oro que le entregó el Comandante Supremo aquella inolvidable noche, cuando, a orillas del mar, bajaron de sus embarcaciones tras varios días enfrascados en la guerra y decretaron la independencia. Esa medalla era todo para el Almirante, por eso la guardaba en un lugar que sólo él sabía. De hecho, cuando quería ver la medalla y acariciarla con añoranza, se cercioraba de que no hubiera nadie cerca, ni siquiera de su propia familia. Algo realmente complicado si se considera que la casa realmente era muy pequeña y que en ella vivían nueve personas, entre ellos siete niños inquietos, gritones y desesperados de hambre. Así que no tuvo más opción que rendirse y dejar que todos los de la casa supieran el lugar donde guardaba su presea, aunque nunca permitió que nadie más la tocara.
-El Comandante Supremo fue como el hermano que nunca tuve- decía el Almirante Severiano Montemayor a toda la gente. Le gustaba presumir sus hazañas revolucionarias, aunque poco platicaba sobre las más de cien órdenes de ejecución que de su boca salieron para terminar con hombres y mujeres que se opusieron al régimen.
Sin embargo, con el paso del tiempo nacieron nuevas generaciones en toda la isla y la idea de que la Revolución había sido un acto heroico, fue cambiando hasta convertirse en un tema aborrecido por los más jóvenes, quienes veían al Comandante Supremo como el principal causante de la miseria en la que estaban obligados a vivir; y como el Comandante ya había muerto, la única imagen viva de la Guerra de Independencia que había en toda la isla, era precisamente el Almirante Severiano Montemayor. La juventud lo despreciaba; si lo veían por las calles le gritaban insultos de todo tipo, incluso, una vez, el nieto de un hombre al que supuestamente mandó asesinar el Almirante, al verlo caminando por la calle, le arrojó una piedra que le causó una herida en la cabeza. El niño huyó inmediatamente de la escena y nadie lo denunció.
Toda la antipatía social que despertaba en sus paisanos, le hizo darse cuenta de que lo mejor para él era irse a vivir lejos de la capital, a un lugar donde hubiera poca gente, donde nadie lo conociera y donde pudiera sobrellevar el dolor de saber que en su patria ya no era visto como un héroe, sino como un criminal.
Por eso se fue a vivir a la Pingüica, esa comunidad en la que nunca hubo más de 20 casas ni más de cien habitantes. En esa pequeña aldea, la mayoría de los hombres se dedicaban a pescar ilegalmente para alimentar a sus familias, ya que por el régimen del Comandante Supremo, que aún prevalece, nadie puede tener acceso a alimentos como el pescado, el pollo o la carne de res. Pero el Almirante toda la vida se rehusó a trabajar. Decía que por su carácter de alto mando militar y héroe de la Revolución, no podía rebajarse a trabajar como el resto de la gente. Algo en lo más profundo de su orgullo le hacía pensar que su pasado lo avalaba como un ser superior.
Ahí, en la Pingüica, el Almirante conoció a doña Hortensia, ella nació ahí poco después de la gran inundación que convirtió la aldea en un enorme lodazal. Heredó la tradición santera que proviene desde su tatarabuela. Siendo muy niña aprendió a comunicarse con los santos africanos, a hacer rituales de limpieza energética y hechizos de todo tipo para cosas del bien y el mal.
Fue una tarde de mayo cuando el Almirante acudió a Hortensia por recomendación de un conocido, quien le dijo que ella le podría ayudar a descifrar su destino y quizás a contactar con el Comandante Supremo en el más allá. El Almirante se sentía tan solo que tomó como buena la opción de buscar hacer contacto con su compañero de batallas y único amigo de toda su vida, aunque éste ya estuviera muerto.
Por eso recurrió a la santera Hortensia, con quien sintió algo especial desde el primer día. Ella también sintió algo raro dentro de sí cuando escuchó por primera vez la voz del Almirante con su tono tajante y educado.
Hortensia no tuvo un solo novio en sus primeros 30 años de vida. Según ella, cada vez que intentaba conocer a algún hombre o permitir que alguno de ellos se le acercara con fines de seducción, los santos la alertaban y le indicaban que no era el adecuado. Ella hizo caso siempre de esos mensajes místicos que sólo se escuchaban dentro de su cabeza. Nunca se involucró con nadie. Hasta que vio al Almirante. Entonces supo que ni todos los santos la salvarían de entregarse en los brazos de ese hombre que la cautivó.
El amor floreció rápidamente entre el Almirante y Hortensia. Él sintió cómo poco a poco se calmaba el dolor que sentía por dentro, ocasionado por el odio de los jóvenes de todo el país hacia su persona. Ese rechazo, dentro del Almirante, se convirtió en miedo, el miedo en paranoia y la paranoia en esquizofrenia. Hasta antes de conocer a Hortensia, el Almirante salía poco de su casa por el temor de que en cualquier momento pudiera encontrarse con algún desconocido que pudiera estar dispuesto a acabar con su vida. Hortensia lo hizo sentir a salvo. Con ella, por primera vez el Almirante dijo un «te quiero» y mostró su lado sensible, ese lado que era completamente desconocido para el resto de la gente.
Hortensia, desde pequeña vivió en permanente comunicación con todos los santos que le fueron enseñados y explicados por su madre. Siempre fueron ellos, los santos, quienes determinaron los actos y los pensamientos de Hortensia, a tal grado que en su casa y en toda la aldea se corrieron dos rumores, uno decía que, de tanto practicar esa religión y la magia negra, había sido poseída por alguno de los santos que tanto mencionaba; el otro rumor decía que en realidad ella no sabía nada de santería ni hablaba con deidades africanas sino que simple y llanamente estaba loca.
El amor por el Almirante se convirtió en su principal manera de recordarse a sí misma que estaba viva sobre la tierra, hecha de carne y huesos que vibraban de energía cuando tenía cerca a su hombre.
De ese intenso amor nacieron siete hijos. En orden de mayor a menor edad son: Darinel, Loyda, Magdalena, Robinson, Zoila, Santo José y Doroteo.
En la Pingüica nunca hubo una escuela, hasta que el Almirante, al verse en la necesidad de trabajar y darse cuenta de que no podía seguir viviendo del pasado, abrió un aula donde recibía a los niños, entre ellos sus hijos, para impartirles clases de historia, que era de lo único que sabía hablar. A todos los reunía en ese pequeño salón improvisado, al que cada uno tenía que llevar su propia silla o aceptar sentarse en el suelo de tierra húmeda para escuchar las historias de guerra del Almirante. Al final de cada clase y sintiendo cómo vulneraban lo más profundo de su orgullo militar, Severiano Montemayor a veces recibía algunas monedas y otras veces raciones de comida como pago por entretener a los niños durante las mañanas, mientras las madres de familia salían en busca de alimento y de los insumos básicos para la casa, por los que a veces se veían obligadas a pagar con su propio cuerpo.
En las clases, desde temprana edad, Doroteo, el menor de los siete hijos del Almirante y doña Hortensia, dio muestras de una inteligencia diferente a las de los demás niños. Escuchando a su padre relatar la cantidad de muertos que había visto en toda su carrera militar, Doroteo aprendió a sumar y restar. También mostró su lado artístico, un día en que, sin pensarlo y súbitamente, comenzó a cantar en medio del relato que su padre hacía sobre el desembarco final, en el que el Comandante Supremo le regaló la medalla militar de oro. Cuando los otros niños escucharon el canto de Doroteo, comenzaron a reír y su risa fue mayor cuando vieron el rostro de sorpresa y enojo que tenía el Almirante por semejante insolencia de parte de su hijo menor. Sin embargo, guardó la calma, fingió pasar por alto el incidente y continuó su relato ante el nuevo silencio de sus alumnos. Pero al volver a casa, formó a toda la familia junto a la pequeña mesa del comedor y frente a todos le quemó las manos a Doroteo con una vela encendida y lo hizo repetir en voz alta: «No debo interrumpir la clase» una y otra vez.
Las quemaduras en las manos de Doroteo no fueron graves, pero sí tardaron en sanar. El niño, a sus ocho años, supo por primera vez que ese lugar no era donde él quería pasar toda su vida. Se sentía lejos de todas las cosas buenas y después de pasar el episodio de las manos quemadas, la idea de escapar se hizo cada vez más fuerte en su corazón.
A partir de ese incidente, Doroteo comenzó a experimentar, cada vez más frecuentes, súbitos despertares en las madrugadas, a la mitad de sus sueños. Cada que pasaba eso, Doroteo, unos segundos antes de volver a la realidad, escuchaba música en su cabeza. Melodías diferentes cada vez que lo hacían despertar con los nervios alborotados.
A medida que pasó el tiempo, Doroteo se fue sintiendo más y más lejos de su familia. En su casa, el ambiente a veces era el de un manicomio, otras veces el de un cuartel militar y otras tantas a Doroteo le parecía estar viviendo en el infierno.
Sus propios hermanos comenzaron a verlo con desconfianza por su manera de despertar a la mitad de las madrugadas, emitiendo sonidos extraños, como si estuviera intentando cantar una melodía que siempre se quedaba sin salir de su garganta.
-Heredó la locura de mi mamá Hortensia- comentó Robinson alguna vez.
-Para mí que está poseído por el dios de la música- Opinó Hortensia.
Al respecto, el Almirante solía decir –Lo que tiene son ganas de hacerme enojar-.
Zoila, una de las hermanas de Doroteo, dijo un día, frente a todos:
-Véanlo bien, parece que está más negro que antes-.
Loyda, convencida de lo que su hermana acababa de decir, afirmó:
-Es cierto, antes parecía café tostado, ahora su negrura casi hace tornasol como el plumaje de los cuervos-.
Los comentarios despectivos de los que era objeto, hicieron que Doroteo creciera sintiéndose un extraño en su propia casa, cada vez con más deseos de escapar de la aldea y de la isla, en busca de su propia felicidad.
Sin embargo, la completa pobreza en la que vivían él y toda su familia, hacían ver como algo muy lejano la posibilidad de salir de ahí. Doroteo, resignado, continuó su vida en esa aldea, aunque todo el tiempo trataba de idear un plan que fuera infalible y que le permitiera buscar una mejor vida en otro lado. El problema de los sueños interrumpidos con música que sólo él escuchaba, siguió, tanto que sus hermanos y sus padres terminaron acostumbrándose a escucharlo despertarse en las madrugadas con alguna tonada extraña que nunca terminaba de salir de lo más profundo de su pecho.
Cuando cumplió 17 años, Doroteo ya no asistía a las clases de historia con su padre porque ya conocía todo el tema con lujo de detalles. Además, seguía sintiéndose incómodo al estar cerca del Almirante y harto de seguir viviendo en lo que él llamaba «la casa de los locos».
En el mismo pequeño hogar de toda la vida, las cosas tomaron un nuevo curso desde que doña Hortensia comenzó a hablar en un idioma que a todos resultó extraño. Fue un día en que Lorenza, una de las vecinas de la aldea, le pidió que la atendiera y que le ayudara a esclarecer si su esposo, Lingard, el pescador, le era infiel con alguien de la comunidad. Hortensia hizo contacto con uno de los santos que siempre mencionaba y a medio ritual, el Almirante llegó a su casa y sin querer interrumpió a Hortensia mientras esta experimentaba una posesión de la que nunca pudo desprenderse completamente.
Una mañana por esas fechas, Doroteo presenció algo que le cambió la vida. Al levantarse de la cama en la que siempre dormía amontonado con sus hermanos, vio a su madre. Hortensia tenía recargadas las manos sobre una cabecera de la mesa del comedor. Tenía los brazos tensos, estaba despeinada y la vieja bata de dormir que tenía puesta, se veía particularmente vieja y sucia. El rostro de Hortensia no era el de siempre, tenía los ojos como endiablados, lucía tan despeinada que era fácil confundirla con una loca o con una bruja. De pronto, sus ojos se pusieron en blanco y comenzó a hablar con una voz grave, diferente a la que todos le conocían. Hablaba cosas ininteligibles y Doroteo era el único que estaba viendo todo porque sus hermanos seguían dormidos y el Almirante estaba tomando su baño de sol, desnudo, sentado sobre su viejísima mecedora hecha de madera, como lo hizo casi todas las mañanas de su vida en la Pingüica.
Doroteo, al ver a su madre en semejantes circunstancias, se sintió aterrado. Quiso gritar, pero el pavor impidió que saliera su voz.
-¡Coño! ¡A mi madre se le metió el diablo!- fue lo único que Doroteo alcanzó a susurrar.
El trance en el que entró Hortensia duró tan poco que ella volvió a ser la de siempre antes de que sus demás hijos despertaran y de que el Almirante regresara después de su baño de sol. Tras esa experiencia, Doroteo no sabía si contarles a sus familiares lo que vio esa mañana. Tampoco sabía si su madre estaba consciente de lo que estaba ocurriendo o si tendría alguna explicación lógica para lo que le sucedió ese día. También dudaba si hablar o quedarse con el secreto sepulcral porque en su familia nadie le creía nada y, por el contrario, todas las opiniones que él externaba, eran tomadas a mal por sus hermanos y hermanas, o más bien, por todos los que habitaban la casa. En su hogar, nunca dejaron de verlo como algo extraño, en parte por su color de piel, pues aunque todos eran morenos en su familia, el color oscuro de la piel de Doroteo sobrepasaba las expectativas casi de todo el mundo. También se sentía ajeno a su núcleo familiar, por lo que su hermano Robinson llamaba el «insomnio musical», que no era otra cosa más que el extraño hábito que tenía Doroteo de despertar todas las madrugadas tratando sin éxito de entonar una melodía. Para ese fenómeno, nadie había podido dar explicación alguna, pero, sin duda, hizo que la familia considerara al menor de todos como alguien que, quizás, había heredado la facultad de ser poseído por las deidades de la santería y eso se manifestaba por medio de la música.
Nadie de ellos supuso o se imaginó nunca que, quizá, Doroteo tenía algún tipo de habilidad para ser músico. En cierta parte porque era difícil suponer algo así cuando nadie, al menos en las tres anteriores generaciones de su familia, se dedicó a la música y tomando en cuenta que desde el día en que nació hasta ese momento, Doroteo nunca había tenido contacto alguno con ningún tipo de instrumento musical.
Sin embargo, uno de los hombres más viejos de la Pingüica se acercó a Doroteo un día mientras observaba la partida de una lancha con pescadores, detrás de los manglares, en la orilla en la que por las noches se alcanzan a ver las luces de la playa más cercana, un paraíso de otro país.
El viejo le dijo a Doroteo:
-Debes irte de aquí, es lo mejor que puedes hacer por ti mismo. Huye de este infierno. Busca llegar a la playa que se alcanza a ver desde aquí mismo todas las noches. Ese va a ser el camino hacia la vida que sueñas-.
Fue algo sorpresivo para Doroteo que el viejo Nicanor se acercara a darle ese consejo.
-¿Por qué me dice esto?- preguntó Doroteo
-¿Se lo va a contar a mi padre?- Insistió.
El viejo se limitó a responder –Piensa lo que te dije- y se fue de ahí.
Las palabras del viejo resonaron en la cabeza de Doroteo por varias semanas. Durante ese tiempo, caviló varias maneras posibles de escapar de la Pingüica y dejar atrás para siempre su pobre vida en la isla que lo vio nacer.
Después de cinco semanas, las cosas en la casa de Doroteo y su familia volvieron a ponerse tensas. Esta vez fue debido a que Robinson, el hermano con el que Doroteo se sentía más identificado, había dejado una nota escrita en un papel que colocó en la mesa, a la vista de todos, en algún momento en el que nadie se dio cuenta. En la pequeña carta, Robinson explicaba a sus padres por qué había tomado la decisión de irse de la isla en busca de una mejor vida. Robinson se llevó sólo unas cuantas ropas consigo, era lo único que tenía en la vida.
En la misiva que doña Hortensia encontró sobre la mesa, Robinson no explicaba cómo le haría para irse de ese lugar, simplemente se despedía de todos y les reiteraba su eterno amor a sus padres y a sus hermanos.
Pero Doroteo, unos días después, supo, de boca de un amigo, que Robinson escapó ayudado por un grupo de extranjeros que frecuentemente llegaban a la orilla de los manglares con sus lanchas rápidas en las que se llevaba a todo el que quisiera buscar mejorar su vida yéndose a los Estados Unidos y que tuviera cinco mil dólares para pagar por su traslado.
Doroteo supo desde el primer momento que si quería irse de ahí, tenía que hacer algo para reunir mucho dinero en el menor tiempo posible. Pero en un lugar pobre y de pocas oportunidades, la tarea resultó de dimensiones titánicas y le tomó seis años poder concluirla casi por completo porque cuando tuvo 24 años de edad, había guardado 3 mil 500 dólares, los cuales ocultó, siguiendo las enseñanzas de su padre, en un lugar que sólo él conocía. Eso lo hacía sentirse seguro de que ninguno de sus hermanos ni sus padres sospecharían de que en ese sitio estaba escondida una cantidad de dinero que día a día, durante seis años, fue creciendo y haciendo el rollo de billetes verdes cada vez más difícil de ocultar.
Cuando cumplió 25 años, Doroteo sentía que no podía pasar mucho tiempo más en aquel lugar que sólo le traía malos recuerdos, pero aún necesitaba mil 500 dólares para poder pagar a los extranjeros que lo podrían sacar de ahí.
Para esas fechas, tanto su madre, Hortensia, como su padre, el Almirante Severiano Montemayor, eran un par de viejecillos a los que poca gente hacía caso pues muchos pensaban que los dos se habían vuelto completamente locos, y que pasaban sus días naufragando ambos en las aguas revueltas de sus propios recuerdos y de sus miedos más grandes. El Almirante tomó repentinamente la costumbre de formar a los habitantes que aún seguían en su casa, del más pequeño al más alto de estatura, incluyendo a doña Hortensia y antes de cada comida hacía pase de lista, igual a como solía hacerlo en los días de la Revolución. Uno a uno, sus hijos y su esposa contestaban «Presente señor Almirante» y conforme respondían, se sentaban a comer. Toda la vida se acostumbró en esa casa que la comida se dividiera en dos partes dado lo pequeña que era la mesa del comedor y que sólo tenían cuatro sillas. De esa manera, todos los días a las tres de la tarde se hacía el pase de lista oficial a cargo del Almirante Montemayor y después se sentaba el primer grupo de cuatro a comer, encabezado por el jefe de la casa. Tenían media hora para comer, aunque casi siempre les sobraba tiempo pues las raciones de comida solían ser escasas. Algunas veces, las hermanas de Doroteo tuvieron que contar los frijoles y dividirlos en siete partes, todas con el mismo número de granos, para evitar la desigualdad, como lo hacían las tropas del Almirante durante la batalla por la toma de la playa para la proclamación de la libertad y la independencia.
Por otra parte, conforme fue envejeciendo, en Hortensia también se fue agudizando el problema de las posesiones que la hacían cambiar de voz y hablar cosas que nadie podía entender. Ella decía que cuando las posesiones ocurrían, solía ver un enorme lago en el que se presentaban los dioses a hablarle y que lo que ella hacía era simplemente repetir las palabras de esos dioses.
Aún así, en aquella pequeña casa, vivían siempre bajo ambientes enrarecidos por las extrañas personalidades que habían desarrollado Hortensia con la santería y el Almirante Severiano Montemayor con su obsesión por llevar a la relación diaria con su familia, la vida militar que tanto añoraba.
Doroteo estaba en medio de todo eso con su extraño síndrome de insomnio musical que lo hacía despertar todas las madrugadas a la mitad de un sueño en el que escuchaba diferentes melodías que intentaba entonar sin que nunca lo hubiera conseguido. La vida ya no era vida. Doroteo sintió que debía tomar una determinación para cambiar su destino de una vez y para siempre. En un intento desesperado, se involucró con un grupo de sujetos que vendía carne de res de contrabando en la isla. Pero en el primer intento de negocio que hizo, fue detenido por la policía y enviado a la cárcel durante 72 horas. La lección fue bien aprendida por Doroteo. Entonces decidió lo último que se hubiera imaginado, pero que cuando lo pensó por primera vez, lo sedujo tanto que planeó todo en unos pocos días.
Lo que hizo fue seleccionar bien el día y el momento de la mañana cuando el Almirante solía salir a tomar su baño de sol en la vieja mecedora hecha de madera, en la que había hecho lo mismo durante más de 30 años. El roce de su cuerpo desnudo con el mimbre del asiento, habían hecho que la silla despidiera unos olores indescriptibles por los que ese artefacto nunca más volvió a estar adentro de la casa.
Doroteo también corroboró que su madre no estuviera el día que haría lo que tenía planeado. Así que el día indicado, en las horas de la mañana, doña Hortensia salió a atender un supuesto caso de posesión diabólica en un niño de ocho años, habitante de la aldea más cercana, que estaba a un poco más de 20 kilómetros de la Pingüica.
Ese miércoles, casi a las nueve de la mañana, Doroteo esperó a que sus padres salieran de la casa, cada uno a hacer lo suyo. Después dio tiempo a que todos sus hermanos salieran de ahí. Cuando estuvo solo, se dirigió en silencio hacia el lugar donde siempre estuvo escondida la medalla militar de oro que su padre conservaba como el más grande tesoro de su vida. Doroteo la encontró y la tomó sin hacer ruido. Afuera, el Almirante permanecía sentado, recibiendo en su cuerpo los rayos matutinos del sol. Disfrutaba sentir el calor en su piel y cerrar los ojos sin dormirse, para que su imaginación lo hiciera sentirse en algún otro lugar lejos de la Pingüica. Doroteo metió la medalla en una pequeña bolsa de tela, después tomó el rollo de dólares que fue ahorrando a lo largo de seis años. En seguida metió en una bolsa más grande el único cambio de ropa que tenía además del que llevaba puesto y salió de la casa diciendo que iría a la ciudad a buscar algún trabajo.
El Almirante, que era la única persona que estaba en la casa con Doroteo, ni siquiera escuchó cuando su hijo avisó que salía.
Doroteo se llevó el dinero, la medalla y su poca ropa. Caminó cerca de los manglares y esperó algunas horas hasta que vio llegar al extranjero que le había ofrecido sacarlo de ahí y llevarlo a Nueva York para que en ese lugar tan glamuroso probara suerte en la música o en cualquier otro oficio, pero lejos de la pobreza y el hambre que padeció en la Pingüica.
Doroteo le propuso entregarle los 3 mil 500 dólares en efectivo y la medalla en lugar de los mil 500 dólares restantes. Le explicó que se trataba de una joya de la Revolución de ese país y que en cualquier lugar de antigüedades le darían mucho más que los mil 500 dólares. El extranjero lo pensó durante un rato, pero al final aceptó la propuesta y le dijo a Doroteo lo que tendría que hacer y la hora en la que llegaría la lancha para recogerlo a él y a otros siete que también querían escapar de la isla.
Por principio de cuentas, Doroteo tenía que atravesar toda el área de manglares caminando. Eran varios kilómetros, casi 43, en los que era fácil encontrar algunas especies de víboras y arañas venenosas o de caer en alguno de los pantanos que ya le habían arrancado la vida a muchas personas que, igual que Doroteo, pretendieron cruzar en sus intentos de escapar.
Doroteo no titubeó ni un segundo, hizo acopio de todo su carácter y de sus enormes ganas de tener una vida mejor y se aventuró a cruzar el manglar esa misma tarde cuando el sol se acababa de ocultar. A la mitad del recorrido, el cansancio comenzó a debilitarlo y las cosas empeoraron cuando se quedó sin agua y se vio obligado a beber de un charco para mitigar la sed y retomar fuerzas para continuar.
Prácticamente exhausto y a punto de rendirse, Doroteo vio la orilla que le indicó el extranjero. Su corazón se aceleró y la emoción por poco lo hace gritar, cosa que hubiera echado a perder toda la operación porque seguramente se habrían alertado los policías o los habitantes de la zona, quienes solían denunciar a los extranjeros por traficar con los isleños y por lucrar con los sueños de todos los que intentaron salir de ahí, lo hubieran logrado o no.
Un hombre que portaba un arma larga de alto poder, recibió a Doroteo. Con él estaban las otras personas que subirían a la lancha. Tras unos minutos, en medio de la penumbra se escuchó el ruido de un motor acercándose.
-Son ellos, prepárense- dijo el hombre armado dirigiéndose a todos los que estaban esperando la embarcación.
Doroteo esperó alerta. Cuando oyó el motor de la lancha, se puso de pie y se acercó a la orilla junto al hombre armado. Fue entonces cuando con gran sorpresa observó que a bordo de la lancha venían tres hombres armados y que uno de ellos era ni más ni menos que su hermano Robinson, el mismo que había salido de la isla hacía algún tiempo.
Ambos se vieron y con gestos apenas perceptibles, pero plenamente comprendidos por los dos, Robinson le dio a entender a Doroteo que no debía decir nada acerca de que eran hermanos. Era una medida de seguridad tomada por Robinson ante la posibilidad de que, si algo salía mal, fueran a usar a Doroteo como rehén o incluso obligaran a Robinson a ejecutar a su hermano.
El plan funcionó porque en ningún momento, ninguno de los jefes de aquel grupo pensó siquiera en algo como acabar con la vida de ninguna de las personas a las que trasladaban.
Todo el grupo que estaba en la orilla subió a la lancha, viajaron en total 12 personas, contando a los armados. Doroteo se sentó junto a los seis bidones de 20 litros cada uno, en los que llevaban gasolina suficiente para todo el recorrido de la isla hasta la península más cercana, donde la gente decía que se podía encontrar el paraíso si se tenía mucha suerte.
El viaje fue relativamente tranquilo, salvo por la constante sensación de peligro que se reflejaba en los rostros de todos los viajeros. Después de tres horas y media de viaje, la lancha llegó a una playa oscura, donde todos descendieron. De ahí los encaminaron silenciosamente hasta una enorme casa cercana. Ahí los recibieron con comida, agua y todo lo necesario para reponerse de los nervios y para pasar la noche cómodamente.
Durante una semana permanecieron en esa enorme casa que formaba parte de un complejo residencial. Doroteo se sentía como en un sueño cada vez que comía uno de los emparedados que les daban tres veces al día. Era algo que nunca probó en la comunidad donde nació. Nunca, siquiera, había imaginado que existiera algo así.
En los primeros cuatro días de estancia dentro de la casa, Doroteo y Robinson fingieron ser desconocidos el uno para el otro. Hasta la noche en la que uno de los guardias casi mata a Doroteo por el tremendo susto que le provocó al despertarse haciendo unos ruidos extraños como si estuviera tratando de cantar algo. Al guardia le parecieron sonidos macabros. Y aún exaltado por el susto, puso el cañón de su fusil en la sien de Doroteo y le dijo con un tono muy convincente que lo mataría porque no le permitía asustarlo de esa manera.
Robinson estaba ahí e intervino de inmediato. Al ver la situación, trató de calmar al guardia; no tuvo otra alternativa que contarle la verdad. Le dijo que Doroteo era su hermano y explicó, con detalle, el problema que él mismo había bautizado como «insomnio musical» y que había padecido su hermano menor desde que tenía ocho años de edad.
-Él no puede controlar esos sueños- dijo Robinson al guardia.
-No le hagas nada, te prometo que no dará problemas- insistió.
El guardia decidió no ejecutar a Doroteo, pero le contó la historia al jefe principal de la operación de traslado que, supuestamente, terminaría en Nueva York. Como máxima autoridad de aquel grupo, el líder decidió liberar a Doroteo, enviándolo a un lugar lejos de aquella península. Primero, ordenó al guardia comprar ropa adecuada y comida suficiente. Cuando tuvo todo lo que solicitó, se lo entregó a Doroteo junto con un pequeño fajo de billetes. Con todo eso tendría suficiente para hacer el viaje, sin que le faltase ropa ni alimento.
Robinson se encargó de encaminar a su hermano rumbo al lugar donde abordó un autobús en el que viajó por más de 22 horas hasta que llegó a un sitio llamado San Lucas el Alto, un pueblo cuya principal fuerza económica era el turismo y, por lo tanto, estaba constantemente llena de personas extranjeras. Gente que hablaba en diferentes idiomas, todos moviéndose con libertad por todo el pueblo, sin temor a que pudieran encarcelarlos hasta por comer bien, como pasaba en la Pingüica y en todo el país donde Doroteo nació.
A ese lugar llegó Doroteo con la ropa que le regalaron y con los sueños de toda su vida. Dispuesto a luchar hasta encontrar la felicidad que en su tierra se le negó. Pronto se adaptó a la vida de ese pueblo. En poco tiempo se convirtió en una persona muy sociable, aprendió rápidamente a hablar inglés gracias a las clases gratuitas que le impartían sus nuevos amigos extranjeros.
Ahí, Doroteo también comprobó que la verdadera razón de su insomnio musical no era otra cosa que un talento innato e inexplorado, para cantar. Rápidamente pudo desarrollar sus habilidades vocales y eso le permitió comenzar a ganar dinero por cantar en establecimientos llenos de turistas.
Hace nueve años que Doroteo llegó a San Lucas el Alto, desde entonces no ha regresado a la Pingüica ni ha tenido noticias de sus padres. En aquella lejana comunidad, el Almirante Severiano Montemayor perdió todo contacto con la realidad desde que descubrió que quien robó su medalla de oro fue Doroteo. El Almirante sigue vivo, pero con el problema de que olvida las cosas, quizá de la misma manera en que la memoria de su país se olvidó de él.
Doña Hortensia ya no logra distinguir entre cuándo está actuando como ella misma y en qué ocasiones hace y dice cosas bajo la posesión de alguno de los santos que suele adorar.
Los hermanos y las hermanas de Doroteo hicieron sus propias vidas, todos se casaron y ya ninguno vive en la Pingüica. Robinson se quedó a vivir en la casa donde hospedaron al grupo de personas que llegaron en la lancha a esa península, en otro país ajeno al suyo. Ahí se casó y formó su familia.
Doroteo corrió con tal suerte que encontró a una mujer con la que se casó y tuvo a dos niños. Con el correr de los meses y los años, se volvió un cantante reconocido en los principales establecimientos de entretenimiento en ese pequeño pueblo.
Sólo él sabe si ya cumplió totalmente sus sueños o si ha alcanzado la felicidad. Lo cierto es que hace poco se le vio cantando en el escenario principal de una feria. En la entrada del lugar, se exhibía un cartel con la fotografía de Doroteo cantando y con una leyenda escrita que decía -Hoy gran presentación de la orquesta sensación: Doroteo y su Academia del Sabor-.

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