El palo que habla / Jorge Mandujano

¿Santo y Blue Demon contra el Doctor Simi y Donald Trump?

A la memoria de Sergio Emilio Espinosa

Estaban madreando al Santo El Enmascarado de Plata, y mi maestro Enrique no decía nada. El Cavernario Galindo le estaba poniendo en su mandarina. Intentaba quitarle la máscara, y mi maestro, el mejor docente del Sexto Grado de la Escuela Primaria «José María Muñíz», de Jiquipilas, Chiapas, no hacía nada. Y yo estaba a punto de bajar desde la parte más alta del graderío del Auditorio Municipal de Tuxtla Gutiérrez, tan sólo para echarle la mano a mi ídolo, a mi inigualable Santo El Enmascarado de Plata.

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Con mi madre, la maestra Marthita Guzmán (ojo, mismo apellido que el de Rodolfo, El Santo), veníamos a la capital de Chiapas cada fin de semana. Mis hermanas estudiaban la secundaria en el otrora Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas (ICACH). Yo aún no terminaba la primaria. La vida se me vino encima cuando mi madre tuvo que decidir entre abandonar su parcela y mudarse a la capital o quedarse conmigo allá, en el pueblo y cuando la abuela había partido, si no pasaba el bendito examen de admisión en el ICACH.
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Era una noche que coronaba el verano y mi maestro de Sexto me había invitado a la Lucha Libre, en el Auditorio Municipal de Tuxtla. Mi madre habría aceptado, no sin proveerme de «tu entrada… y para lo que se te ofrezca. Y que gane El Santo».
El maestro, considerado «el más derecho» ―ya lo dije―, me había convidado al evento que siempre había soñado.
Por eso es que yo insistía ahora: ―»Qué, ¿no va a hacer nada?. Le están quitando la máscara y usted no hace nada y me prohibe que actúe. ¡¡¡Lo van a mataaarrr!!!», gritaba yo; y el móndrigo profesor sin decirme que era parte del chou». Allí murió su más alta calificación de honestidad para mí. Finalmente, El Santo se levantó de la lona y le partió la madre al Cavernario Galindo.
El Santo era mi amigo, le dije años más tarde a su hijo, El Hijo del Santo, quien junto con El Hijo de Blue Demon aceptaron la convocatoria para ayudar a los niños chiapanecos con cáncer. Luego de la función de lucha libre a beneficio, El Hijo del Santo y yo ensamblamos una larga, interminable conversación, aderezada con líquido ambarino perláceo, que nos condujo a altas horas de la madrugada.
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Los niños de mi pueblo crecimos al amparo de Santo, El enmascarado de plata. Así, al término de la película bajo aquel enorme galerón de adobe y madera construido por mi padre por si algún día llegara el cine al pueblo, partíamos a casa con los restos de asombro que perturbaban el sosiego requerido para bien conciliar el sueño. Y luego la incauta pregunta más allá de la palabra FIN: ¿Qué estará haciendo El Santo ahorita, no? ¿Ya se iría a dormir o sigue repartiendo chingadazos en el trayecto hacia su casa?
Ya las habíamos visto. Pero si volvían en una segunda o tercera vuelta, acudíamos solícitos y veloces de nueva cuenta a la párvula comparecencia con el delirio fílmico. Cintas como Santo vs las mujeres vampiro, Santo en el mundo de los muertos, Santo vs los traficantes de cerebros, Santo contra los zombies, Santo contra los hombres del mal y, más tarde, Santo y Blue Demon contra las Momias de Guanajuato, ufff!!! [en este contexto se hubiese añadido Santo contra las reformas estructurales o, ya de plano, Santo y Blue Demon contra el Doctor Simi y Donald Trump]. Filmes que domiciliaron cuantas veces quisieron nuestras retinas y tatuaron para siempre nuestros corazones.
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Los niños de México tuvimos en El Santo a un superhéroe de carne y hueso. Lo mismo lo veíamos dos veces por semana en la historieta que firmaba José G. Cruz, que en las peleas en la Arena México y, más tarde, en las películas que dirigía René Cardona.
Con todo y que éstas nos posibilitaron ver al ídolo bien de cerquita, el hecho no dejaba de ser virtual. Así fue que le pregunté a mi tío Gaspar, quien vivía en La Gran Ciudad de México, si, por mera casualidad, no había visto al Santo en alguna de las interminables avenidas.
«Ay, hijo ―respondió, con ese tono de qué pendejo sos―. En una ciudad con tanto humo y llena de rateros, qué putas voy a estar poniéndome a pensar quién de todos ellos es el mentado Santo».
Me le quedé mirando a los ojos fijamente y, sólo por dentro, me atreví a decirle: ―»El pendejo es usted. Para saber quién es El Santo, basta con tener claro que es bien chingón. Luego, identificar su máscara, su capa y su coche descapotable. Usted sí ha de ser güey», todavía rematé pa» mis adentros. Dicen, los que lo conocen, que lo han visto saltar desde la antena de la XEW hasta su auto, su Jaguar, agregué como dato, para presumir y para matizar.
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Cuando volvió a anunciarse al Santo en el Auditorio Municipal, ya no fui con mi maestro Enrique. Desde entonces, registré con puntual memoria: por ese mismo pancracio, años más tarde desfilarían ―en estricto orden― Huracán Ramírez, El Ángel Blanco, El Rayo de Jalisco, Mil Máscaras, Tinieblas, Black Shadow, El Médico Asesino, La Tonina Jackson, Ray Mendoza, El Enfermero, El Satánico Dr. No, El Solitario, Karloff Lagarde, Dorrel Dixon y el Blue Demon, entre muchos otros, bajo la promoción de Raquel «El Turipache» Coutiño.
A nadie de esos ni a nada le tuvo miedo El Santo, más que a los panteones. Me confió su hijo que rogaba a toda su familia que no se separara de él cuando tenía llamado a filmación en camposantos, no juera siendo. Siempre le tuvo pavor a los panteones; sobre todo, si la escena se tiraba de noche ―puntualizó.
Pero también amó en la vida y hasta la muerte a su mujer, por quien también lloró hasta los días postrimeros.
Tras su retiro, El Santo comenzó a hacer actos de escapismo en el Teatro Blanquita y ciudades y pueblos adonde llegaba la Caravana Corona, para hacerse de recursos y no descobijar a su familia.
El día de la venta del Blanquita, su dueña, Margo Su, se presentó a la firma de traspaso con dos testigos de lujo: Lyn May y Santo El enmascarado de plata. Él, ataviado en un traje gris Oxford que contrastaba con el plata incandescente de su máscara. Ella, desenfadada y con tan sólo milímetros de tela que cubrían con pulcritud ruborizante sus protuberancias.
La formalización de la compra-venta se dio al sur de la Ciudad de México, sobre la avenida Insurgentes (arriba de Pronósticos Deportivos, en un despacho contiguo a los del buen Arturo Brizio Carter, abogado y el mejor árbitro de futbol que ha tenido México, sin ir más lejos).
Momentos antes de la firma, un famoso reportero del mejor unomásuno, que entonces dirigía Manuel Becerra Acosta, se acercó a Lyn May, activó su grabadora y preguntó: «Y usted, ¿cómo le hace para mantenerse en forma? A lo que la protagonista de «Bellas de Noche» repuso: «Yo cojo todo el día. Y, ¿dígame cómo estoy?». Sintiéndose agraviado, el reportero reviró iracundo: «Pues es justo lo que quisiera saber. Y, si se puede, sobre esta alfombra mullidita». Ni bien había terminado, cuando Lyn May le espetó: «¡Tampoco se pase! Santo El enmascarado de plata es mi amigo y le puede partir su madre».
Jamás se imaginó El Santo, ese día de la firma del traspaso, que meses más tarde moriría justo allí, en el legendario Teatro Blanquita, donde su corazón perdió la voluntad de seguir latiendo. Ya ni siquiera terminó bien a bien el acto de escapismo. Tras haber permanecido inconciente por unos minutos en su camerino, fue trasladado en ambulancia al Hospital Mosel, donde fue declarado muerto al filo de las 7 de la noche.
A lo lejos, la gente que hacía fila frente a las taquillas del legendario teatro para la segunda función, fue enterada del deceso del enmascarado y partió a casa con el luto a cuestas.
A 100 Años de su nacimiento, y a nombre de mi mamita, de mi maestro Enrique y mío, vayan estas líneas para decirle al mundo en voz alta: ¡¡¡Que viva Santo El enmascarado de plata!!!

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