El pirata de Montserrat

Heliodoro Brahms despertó de la pesadilla, pero el dolor aún estaba ahí; en el mundo hacía falta la persona más importante para él, pero no tuvo más opción que asumir su nueva personalidad

Óscar Aquino López / Portavoz

[dropcap]S[/dropcap]obre la arena húmeda de la playa en Isla Montserrat estaba tendido el cuerpo de un hombre en estado inconsciente; sus ropas desgarradas dejaban ver que algo grave le había sucedido. Cerca de él, una mascada roja de seda, mojada y con manchas de arena, parecía ser propiedad del náufrago; esa mascada tenía el nombre «Enid» tejido en una de sus esquinas.
Era la noche del martes 22 de julio; horas antes, al comenzar la tarde, una tormenta azotó el lugar; el viento y la lluvia dañaron algunas casas, las más débiles, y provocaron un repentino cierre a la navegación en los alrededores.
El cuerpo de ese hombre fue encontrado por León Prado, joven pescador local que acostumbraba asomar por la playa después de las tormentas, tratando de aprovechar los peces arrastrados hasta la orilla por el oleaje del mar alborotado. Al ver el cuerpo inerte, se acercó. Pensó que podría estar muerto, la idea le causó temor e incertidumbre, pero no se detuvo. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, palpó la espalda y dijo:
-Este hombre está vivo-.
En ese momento, León se percató de la hemorragia que presentaba la pantorrilla izquierda del moribundo. La extremidad había sido severamente lastimada por una varilla que la atravesó, dejando un hueco en ella, con la carne viva y con necesidad urgente de cauterizar la herida para evitar que creciera la infección.
León consideró que si dejaba al malherido, éste simplemente moriría; pero no pudo, algo en su conciencia le dictó lo contrario. Levantó con cuidado el cuerpo malherido, lo acomodó en la carretilla que llevaba consigo para trasladar los peces que pensó que encontraría. En ese pequeño vehículo lo trasladó hacia su casa.
Su madre, doña Fabricia, lo recibió sorprendida porque el lugar de los peces que servirían para la venta y para alimentarse, estaba ocupado por un hombre moribundo al que se le estaba complicando la herida en la pantorrilla izquierda y de quien no había ninguna pista sobre su identidad.
-¿Cómo se te ocurre traer un desconocido a la casa?- preguntó la señora a León.
-Estaba tirado en la playa, no lo pude dejar morir ahí solo. Nadie merece morir así- respondió el joven.
Sin discutir más, levantaron el cuerpo, lo llevaron a la habitación de León, lo tendieron sobre la cama. El joven lo desvistió, luego lo secó con una toalla vieja y lo vistió con ropa seca suya. Doña Fabricia se encargó de limpiar la herida en la pantorrilla mas no pudo contrarrestar la infección.
El hombre, desconocido hasta entonces, pasó la noche sin despertar ni emitir más sonido que el de su respiración. A un costado de la cama, León asumió la labor de vigía. En la madrugada, despertó tres ocasiones con la única intención de supervisar que el enfermo siguiera vivo.
A las 6:07 de la mañana, Fabricia entró en el cuarto de León, él estaba dormido de nuevo, después de haber revisado al paciente a las 4:32. La mujer fue directamente a ver al herido, palpó su frente con el lomo de la mano, sintió la piel caliente, febril; salió hacia la cocina, puso agua en un recipiente y tomó una manta con la que limpiaba la mesa del comedor al final de cada comida, con eso hizo una compresa de agua fresca que colocó alternadamente en la frente, en las mejillas, cuello y pecho del paciente incógnito.
A pesar de los esfuerzos de Fabricia, la fiebre llegó a tal punto que el enfermo deliró. En el trance, escucharon que balbuceó el nombre «Enid» y lo repitió en varias ocasiones. León identificó rápido lo que estaba diciendo.
-Ese nombre está en el pañuelo de seda- dijo León. Un instante después, de una gaveta del tocador sacó la mascada roja de seda que estaba a un lado del náufrago cuando fue encontrado. Cuando el joven emprendió el rescate, lo primero que hizo fue tomar el pañuelo, guardarlo en el bolsillo del pantalón y, una vez estando en su casa, lo lavó.
El delirio y la fiebre se calmaron al paso de unos minutos. Los remedios caseros aplicados por doña Fabricia ayudaron en eso, pero no con la herida infectada en la pantorrilla izquierda. Esa parte del cuerpo había comenzado a tornarse de color rojo negruzco.
A pesar de todo, el enfermo recobró la conciencia al pasar 31 horas convaleciendo sin despertar. Abrió los ojos, al primer instante se sintió ajeno al lugar en donde estaba; la cama no era suya ni el techo era el que veía diariamente al despertar en su casa. Estaba solo en la habitación. León y su madre salieron de la casa, seguros de que el paciente seguiría ahí mismo al regresar.
A un costado de la cama, encontró una mesa, sobre ella, un vaso con agua, un plato hondo con agua y la compresa adentro. También encontró la mascada roja, la identificó de inmediato; al tomarla entre sus manos y ver la esquina con el nombre tejido, desconsolado expulsó un grito que nadie escuchó.
Trató de ponerse en pie, primero bajó de la cama la pierna derecha, pero al bajar la izquierda e intentar apoyarla en el suelo, sintió un agudo dolor en el hueco que tenía en la pantorrilla, que lo tiró al suelo gimiendo por las intensas punzadas. No pudo reincorporarse, en el suelo se quedó abrazando con fuerza la mascada; ahí se quedó agazapado sollozando el nombre de «Enid» hasta volver a quedarse dormido.
Más tarde, doña Fabricia volvió a su casa. Notó que el silencio seguía intacto, tal y como estaba cuando salió, pero decidió visitar al enfermo pensando en verificar que no tuviera fiebre de nuevo. Su sorpresa fue mayúscula al ver que el paciente estaba tirado en el suelo. Se agachó para atenderlo, pero apenas lo tocó, el hombre despertó sin saber todavía en dónde estaba.
-¿Quién es usted?- preguntó el hombre con desconfianza al ver a Fabricia. La primera pregunta fue sucedida por otras tantas. Las dudas del náufrago eran muchas en ese momento, por ejemplo, preguntó cómo había llegado a esa casa y dónde estaba Enid.
Fabricia, conmovida por la indefensión en la que estaba ese sujeto desconocido, escuchó con atención todas las preguntas y en el mismo orden las fue respondiendo.
-Me llamo Fabricia, mi hijo León lo encontró a usted inconsciente, tirado sobre la playa. Eso fue hace poco más de un día. No sabía que había despertado- respondió la mujer, pero dejó sin contestación la última pregunta. -¿Dónde estaba Enid?-.
Ella le explicó que durante la noche, en medio del delirio que le provocó la fiebre, él repitió varias veces el nombre de Enid, que también estaba tejido en una esquina de la mascada roja de seda. Pero, hasta ese momento, ella ni su hijo tenían la menor idea de quién era Enid.
-Enid es mi esposa, el amor de mi vida. Debo ir a buscarla, tal vez todavía esté cerca del yate-.
Aún sin entender mucho lo que el hombre le decía, Fabricia respondió con más preguntas.
-¿Usted quién es? ¿Cómo se llama? ¿De dónde viene?-.
-Me llamo Heliodoro Brahms. Estaba de vacaciones con mi esposa Enid, íbamos a bordo de nuestro pequeño Yate, celebrando que no fue necesario venderlo gracias a que ayer concretamos un importante acuerdo financiero con el que vamos a salir de la bancarrota- fue la explicación que pudo dar, a lo cual, agregó:
-¡Ese viejo Yate! Mejor hubiera sido nunca tenerlo-.

El desconocido había dejado de serlo para Fabricia. Heliodoro contó su historia de una manera que hizo sentir vívidas sus experiencias en la señora que se quedó escuchando con atención. La peor parte fue cuando mencionó a su desaparecida esposa Enid.
La pareja estaba a punto de perder todas sus pertenencias materiales. El representante de una compañía farmacéutica, llamado Jacobo Piris, convenció a Heliodoro de comprar un lote de frascos de un medicamento recientemente aprobada por la Asociación Internacional de Medicina. Piris aseguró que esas pastillas eran el arma más poderosa y eficaz que se hubiera fabricado para curar el cáncer sin la necesidad de experimentar las atroces quimioterapias, era tan buena y tan recientemente hecha pública, que por lo mismo era muy cara. Sin embargo, podría encontrar un excelente mercado entre familias poderosas, capaces de pagar cualquier cantidad con tal de sanar a sus seres queridos.
-Cuando termines de vender el lote, tendrás cinco veces más dinero del que tienes ahora- dijo el vendedor a Heliodoro. Con tan poco argumento, fue suficiente.
Deslumbrado por la idea de volverse rico, el señor Brahms invirtió todo lo que tenía ahorrado desde tres años antes y que estaba destinado al ansiado viaje que realizarían con su amada Enid alrededor del mundo: El Partenón en Grecia, la Catedral de Notre Dame, el Mar Egeo, en fin, por todos los lugares más exquisitos del planeta.
En vez de eso, vendería la nueva medicina entre los ricos y ganaría, según él, mucho más dinero que en toda su vida. Una vez concretado el trato, el vendedor desapareció por completo de la ciudad. Heliodoro no volvió a verlo ni a saber nada de la empresa farmacéutica. Jacobo Piris se fue con 783 mil dólares, limpios de impuestos, todo para él. Heliodoro se quedó con las cajas de esa medicina sumamente cara y difícil de vender. El señor Brahms, en ese momento comprendió que había actuado como un estúpido por entregar tan fácilmente el producto de toda una vida de trabajo a cambio de nada. Lo único que les quedó a Heliodoro y a Enid fue la casa y el viejo yate, que pensaban reparar para venderlo y subsistir con ese dinero.
Rápidamente, el tiempo se volvió su enemigo. Los días se fueron casi sin sentirlo, el medicamento estaba lejos de ser un éxito; era muy poco conocido y eso provocó que los posibles clientes desconfiaran de su eficacia.
Fue la etapa más difícil en la vida de Heliodoro Brahms y su esposa Enid. Los meses más amargos, los más pobres, los más a disgusto. Sufrieron por la carencia de dinero como nunca antes. Su casa perdió el toque de elegancia y distinción que tuvo antes, los muebles, quizá por la tristeza que abundaba en la casa, se veían viejos, polvorientos, olvidados.
La única fortuna de Heliodoro y Enid es que ambos eran conocidos por mucha gente, la mayoría de ellos los consideraban personas de honor y una pareja envidiable. Algunas de esas familias supieron la situación financiera por la que estaban atravesando. Entre ellos, el ingeniero Albar, experto constructor millonario gracias a los convenios ganados en sorteos para construcción de carreteras y puertos comerciales.
El 21 de julio, es decir, un día antes de que León Prado encontrase a Heliodoro tirado en la playa de Isla Montserrat, el ingeniero Albar se dirigió personalmente hacia la casa de los Brahms. Encontró sola a Enid. Ella lo recibió con agrado, lo invitó a sentarse en la sala; primero quitó un poco el polvo del sillón con la mano, después le convidó una tasa de café.
El ingeniero Albar, con su acostumbrado estilo seco, pero gentil, llegó con la noticia de que él mismo les haría un préstamo suficientemente fuerte para que ambos recobraran la normalidad en sus vidas. Momentos antes de la visita, Heliodoro salió de su casa en busca de un posible cliente interesado en comprar el viejo yate. Una de las cinco opciones que visitó, mostró cierto interés, pero dijo que primero tendría que platicarlo con su esposa y que unos días después buscaría al señor Brahms con una respuesta definitiva.
Al regresar a su hogar, con menos esperanza que cuando salió, Heliodoro Brahms fue recibido por Enid. Ella mostraba una sonrisa tan brillante y optimista. Él tenía la cara de derrotado. La sorpresa e incredulidad fueron inmediatas en Heliodoro, los dos festejaron, se abrazaron, hicieron el amor, corrieron desnudos por la casa, pusieron música en la sinfonola, discos de Ella Fitzgerald, de Miles Davis, bailaron y gozaron la tranquilidad de saber que no morirían de hambre ni se verían obligados a vender sus últimas y más preciadas pertenencias.
En medio del júbilo, planearon hacer un último viaje de placer a bordo del viejo yate, como una manera de honrar a ese barco antes de que entrara al taller, donde lo convertirían en una versión de sí mismo más moderna y equipada.
El 22 de julio, 16 minutos antes de la una de la tarde, el yate zarpó de Puerto Patricia. Enid tendió una toalla en la cubierta, ahí se tendió a tomar el sol entre la brisa del mar. Heliodoro se encargó del timón y de preparar martinis para los dos.
A las 3 de la tarde con 47 minutos, la capitanía de puerto avisó por medio del radio civil que se avecinaban ráfagas de viento y lluvias fuertes por la zona de Puerto Patricia, Isla Montserrat y Playa McDaniels. Este último lugar era el destino original del viaje en el que estaba la pareja.
Heliodoro consideró que se trataba de un simple alertamiento preventivo, pero que no se trataba de una verdadera amenaza por la inestabilidad del aire que quizás podría cambiar de dirección a la tormenta. Él se consideraba un experto en navegación marítima.
A las 4 de la tarde con 38 minutos, se sintieron los primeros vientos sacudir la embarcación. Enid se preocupó, Heliodoro trató de calmarla y convencerla de que la situación no pasaría de eso.
A las 5 con 44, la tormenta desató su furia completa sobre toda embarcación que se encontrase a su paso. La capitanía de puerto repitió por la radio civil que era preciso abandonar el área, tratar de anclar los botes o intentar llegar a algún puerto. La fuerza del viento y de la lluvia fue demasiada. El oleaje creció, el yate de los Brahms quedó a la deriva en medio de la tempestad. El agua se metió hasta el camarote principal.
El problema se hizo mayúsculo. El tambaleo del yate hizo que una de las varillas en el babor del barco, Heliodoro, tratando de volver a sujetarlas en su lugar, resbaló. Uno de los fierros atravesó su pantorrilla izquierda y salió de ella, sólo quedó un hueco de carne viva que hizo desmayar de dolor a Heliodoro.
En medio del ajetreo del barco, Heliodoro salió expulsado de él, quedó en altamar, a kilómetro y 637 metros de la playa más cercana que era la de Isla Montserrat. El mismo vértigo del agua arrastró el cuerpo inerte de Heliodoro hasta esa orilla.
El yate fue encontrado dos días después, hecho pedazos tras haber encallado en el risco que precede la llegada a la Playa McDaniels. Nadie encontró el cuerpo de Enid ni se supo más de ella.
Al terminar de relatar su historia, Heliodoro estaba desesperado por tener alguna pista de su amada esposa. Quería rehacer su vida después del naufragio. Doña Fabricia escuchó todo, absolutamente todo, pero no tenía cómo dar una noción del paradero de Enid si nunca la había visto. Le explicó a Heliodoro que a él lo encontraron solo, nadie cerca de él, sólo la mascada roja con el nombre de su esposa tejido en una esquina.
Asimilar su nueva realidad fue un trance de pesadilla, en el cual, no sólo perdió el dinero, el yate, su esposa, sino que le fue amputada la mitad inferior de la pierna izquierda. La infección en la pantorrilla podría avanzar y causar peores estragos.
Le pusieron un pedazo de madera que antes fue la pata de una mesa. No fue posible conseguir una prótesis mejor.
En Isla Montserrat, poco tiempo después comenzó a correr el rumor de que en casa de doña Fabricia vivía un pirata. Decían que era un viejo delincuente, quien estaba escapando de la justicia después de haber asesinado a su esposa para robarle una herencia millonaria.
Se dijeron muchas cosas y pasó bastante tiempo antes de que don Heliodoro Brahms se atreviera a salir a la calle, con su nueva pata, con su nueva vida. Sólo después de mucho tiempo se acostumbró a Isla Montserrat y sanó su pena por la pérdida de Enid. Fabricia y León fueron su familia hasta que él mismo adquirió un trabajo vendiendo periódicos en la avenida Rainbow. Arriba del local se podía ver un letrero luminoso que lo identificó para siempre y que decía «Publicaciones El Pirata de Montserrat».

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