El sueño y la muerte

En la comunidad Palma Seca, la familia Jarobir era vista con extrañeza por los habitantes. Todos sospechaban que entre ellos más de dos estaban locos, lo que no saben es que desde lejos les llegará el anuncio de sus propias defunciones

Óscar Aquino López / Portavoz

[dropcap]B[/dropcap]eatriz Gonzaga despertó en plena madrugada, con una extraña e incómoda sensación recorriendo todo su ser. Al abrir los ojos se sintió confundida, no sabía si en realidad había visto a Montiel Jarobir parado frente a ella, viéndola en silencio, o si todo había sido un simple, pero angustiante sueño.
A ella le pareció muy real haberlo visto. A las 2:48 de la mañana, acostada sobre la cama, cubierta sólo de las piernas con una delgada sábana de color celeste, súbitamente abrió los ojos y no pudo mover un solo músculo de su cuerpo. Estaba completamente rígida, inerme ante la mirada sombría de ese sujeto. Beatriz sintió terror por la presencia inusual de su cuñado adentro de la recámara y, más aún, por su apariencia; Montiel tenía un aspecto inmaterial pero visible, como un fantasma y, para Beatriz fue como estar, por un momento, viviendo en una pesadilla.
Montiel era hermano de Leopoldo, quien, a su vez, era el novio de Beatriz desde hacía cuatro años. Ambos, Leopoldo y Beatriz, lograron mantener su amor sólido a pesar de que al principio los padres de ella se opusieron a la relación por la diferencia notoria de edades, ya que él recientemente había cumplido 42 años mientras ella apenas tenía 21.
Los amoríos de Leopoldo y Beatriz fueron conocidos por todos en Palma Seca, la comunidad donde vivían. Era un lugar tan pequeño que todas las personas estaban inevitablemente relacionadas. La familia Gonzaga fue una de las fundadoras de esa comunidad. Beatriz era la niña consentida de sus padres, don Ofelio Gonzaga y doña Encarnación de Gonzaga.
Frente a la casa de esa familia vivían los Jarobir, único apellido que portaban los hijos de doña Sacramentos Jarobir, mujer abnegada e incansable ama de su casa, quien se quedó sola a cargo de Leopoldo y Montiel después de que el padre de ambos decidiera escapar en busca del sueño de encontrar oro, al menos eso dijo él, aunque nunca mencionó en dónde pensaba hacerlo, simplemente se fue para siempre.
Ahí también vivía don Epifanio Jarobir, padre de doña Sacramentos y abuelo de Leopoldo y Montiel. Era un hombre de edad incierta; en Palma Seca se rumoraba que ese señor tenía más de 600 años y que la increíble resistencia de su cuerpo se debía a que toda la vida tomó un brebaje de plantas ancestrales del que nunca quiso revelar la fórmula exacta. En vez de eso, se apropió de la patente del producto y lo comercializó entre sus conocidos hasta convertirse en una atracción de todas las ferias y circos de la región e incluso, en otros países.
El secreto de su éxito consistió en nunca decir su edad real. Cuando empezó la andanza como vendedor de su menjurje mágico de hierbas, era un hombre joven, bien parecido y con una capacidad inigualable para hablar y envolver a los espectadores con sus discursos. En ese entonces aseguraba tener no más de 150 años. Después, conformé creció, fue cambiando los datos. El último testigo y cliente que quedaba de todo aquello, antes de morir aseguró que don Epifanio estaba cercano a cumplir 500 años de existencia.
En Palma Seca, don Epifanio constantemente era objeto del escrutinio público. Viejos y jóvenes jugaban apuestas tratando de adivinarle la edad. Sólo don Ponciano Menchaca era escéptico a los brebajes y a toda la leyenda de aquel hombre anacrónico. No creía en fórmulas milagrosas.
-De la muerte, nadie se puede esconder. Ella te encontrará tarde o temprano- solía decir don Ponciano, un hombre de carácter hosco que desde niño aprendió a trabajar como sepulturero en el improvisado cementerio a la orilla de la comunidad Palma Seca, y con el paso del tiempo se volvió un empresario exitoso en el mercado funerario. La fuente de su sustento era la muerte de los demás. Él era la única persona con quien comprar cajones de muerto.
Además de todo lo que ya implicaba vivir con un personaje como don Epifanio en casa, doña Sacramentos tenía un hermano llamado Diógenes, de quien se decía que poseía el poder de adivinar cosas y predecir sucesos.
La vida de Diógenes, en los primeros años estuvo llena de momentos difíciles que le dejaron marcas en la memoria y en el alma, pero entonces conoció a Lluvia Morales con quien se casó, únicamente para ver cómo su vida se tornaba en algo peor. Lluvia se volvió una maniática posesiva que no dejaba ni respirar a su esposo. Hasta que Diógenes escapó, se fue a un país lejano, desde donde siempre mantuvo comunicación telefónica con su hermana, doña Sacramentos.
En una tarde de marzo, Diógenes se sintió impulsado por una incontenible ansiedad de contar a su hermana lo que acababa de pasar. Llegó a la caseta telefónica dos cuadras adelante y marcó en el disco los 12 dígitos, incluida la clave internacional. Al otro lado de la línea, contestó doña Sacramentos.
Diógenes le platicó lo sucedido:
-Estaba durmiendo una siesta. En un sueño pude ver cómo van a morir varios en Palma Seca-.
A ello añadió:
-Antes de eso me pareció ver a Montiel merodeando por mi casa-.
La señora Sacramentos, mujer de carácter firme y de un catolicismo indisoluble, siempre se negó a creer en los poderes adivinatorios de su hermano pues estaba segura de que la vida y la muerte de las personas sólo penden de la mano omnipotente de Dios.
Montiel era el hijo menor de doña Sacramentos. Leopoldo era el mayor de ellos, de él no se hablaban cosas extraordinarias, pero alcanzó fama en Palma Seca por haber conquistado a la hermosa Beatriz Gonzaga, a pesar de la oposición impuesta por los padres de ella dada la diferencia de 21 años de vida entre uno y otra.
El amor entre Leopoldo y Beatriz comenzó cuatro años antes. Fue en el funeral de doña Santa Lucía, la primera partera de Palma Seca. Esa noche, en el sepelio estuvieron casi todas las personas que nacieron en manos de la difunta.
A la hora de rezar el Padre Nuestro y el Ora Pro Nobis, mientras todos hacían oración con los ojos cerrados, Leopoldo levantó ligeramente la mirada hasta encontrarse de frente con la mirada de Beatriz. En ese momento, fueron las únicas dos personas con los ojos abiertos.
Beatriz apenas había dejado de ser una niña; era muy joven y quizás eso fue lo que más atrajo a Leopoldo. Por eso, desde ese día se dio a la tarea de buscarla y tratar de ganar su amistad y confianza. Unos meses después, Beatriz por fin aceptó la propuesta amorosa de Leopoldo. Durante el primer año y medio, la relación se mantuvo en secreto. Fue cuestión de sólo dos individuos. Sin embargo, al ver que aquel amorío estaba madurando, Beatriz dijo que era un buen momento para hacerle saber a sus padres. El día que lo hicieron, don Ofelio Gonzaga estuvo a punto de irse a los golpes encima de Leopoldo, de no ser porque entre Beatriz y su madre, doña Encarnación, lo detuvieron. Después de una acalorada discusión, y sólo bajo el juramento de matrimonio, aceptó a Leopoldo como el novio de su hija.
Los siguientes dos años estuvieron llenos de amor y de gratos momentos entre Leopoldo y Beatriz. Ella lo veía como un maestro de la vida, al que le gustaba escuchar cuando contaba las historias de su abuelo, el eterno Epifanio y de las experiencias vividas por el viejo como comerciante y atracción de circo en todo el mundo. Le contaba también acerca de su tío Diógenes y de los poderes adivinatorios y medio proféticos que poseía.
Durante ese tiempo, la pareja tuvo siempre un lugar secreto para sus encuentros más profundos. En las afueras de Palma Seca, lejos del alcance de la gente y ante los ojos de nadie, a la mitad del camino que conduce hacia el río, en la húmeda cueva «Los tigrillos», acondicionaron el espacio con sábanas, almohadas y flores para consumar la primera entrega que, a la postre, sería la definitiva.
Cómo no hablar del amor entre Leopoldo y Beatriz si superó las adversidades y casi enfrentó a la muerte con tal de defender su existencia. Aquella relación casi idílica se volvió un tema de respeto entre los demás habitantes de Palma Seca.
Sin embargo, la noticia de que Montiel había sido visto en la recámara de Beatriz la noche que despertó aterrada y sin poder moverse, descontroló el entendimiento gracias a que, aún no se sabe cómo, el rumor se esparció por toda Palma Seca. En la comunidad se formaron múltiples versiones de lo que había ocurrido, todos dieron sus puntos de vista sin que nadie tuviera elementos necesarios para realizar afirmaciones al respecto.
Gracias a eso, la gente cambió su percepción acerca de Beatriz, algunos llegaron a tildarla de impura por permitir la entrada de su cuñado en su recámara. Otros dudaron de la hombría de Leopoldo, lo llamaron cornudo, otros, de broma, le pusieron el mote de «Cornelio».
Era algo extraño pues, de todos los involucrados en el asunto, el menos enterado era Montiel. En su casa, nadie había querido tocar el tema, a pesar de que, ciertamente, habían notado un cambio en la actitud de Leopoldo hacia su hermano.
En la comunidad, la gente, con esa facilidad de invadir la intimidad de las familias con suposiciones, ya había hecho crecer el rumor de que Montiel tenía el poder de desprenderse de su cuerpo gracias a sus conexiones con seres de la oscuridad, quienes le dotaban de esa capacidad nunca vista en la historia de Palma Seca.
Todo el ambiente se llenó de tensión en la comunidad, principalmente hacia la familia de doña Sacramentos, pues por todos era conocido que don Epifanio decía tener más de medio siglo de vida gracias a sus brebajes de hierbas; Diógenes, su hermano, juraba tener el poder de la adivinación y se decía seguro de poseer maneras suficientes de comprobarlo. Y ahora salía el asunto de la aparición de Montiel en casa de Beatriz. La situación, en sí ya era compleja, pero la gente hizo que empeorara.
Otro día, Diógenes volvió a telefonear desde lejos a su hermana Sacramentos. La razón de su llamada era una inquietud que lo perseguía a cada momento.
-Es la segunda vez que veo a Montiel caminando en mi casa- explicó Diógenes y continuó.
-Soñé que la gente le tiene miedo porque piensan que anda en cosas malignas-.
Doña Sacramentos, sorprendida por la confesión de su hermano, contestó:
-La gente le tiene miedo a toda nuestra familia. A Leopoldo lo tachan de cornudo, a nuestro padre lo llaman loco y encima a Montiel lo ven como un alma del diablo-, al terminar de decirlo, Sacramentos lloró.
En ese torbellino de confusiones, nadie recordó que por esos días llegaría el gran circo rumano por primera vez a Palma Seca. Entre las atracciones más fuertes de ese espectáculo estaba el gran maestro prestidigitador, Ragmanov Warlock.
Don Epifanio Jarobir, el hombre que supuestamente superaba los cinco siglos de vida, al enterarse de la llegada del circo, reaccionó con alegría pues decía que el mago Warlock era amigo suyo desde al menos dos siglos atrás, a lo que nadie hizo caso.
El día que el circo se instaló en las periferias de Palma Seca, volvió a sonar el rumor de las fantasmagóricas apariciones de Montiel, ahora, en casa del sacerdote Guillermo Peña. El Cura vio al joven caminando de la sala a la cocina, con su aspecto inmaterial y con una expresión de estar completamente perdido.
Mientras tanto, en el país lejano donde vivía, Diógenes tuvo un sueño revelador, en el que vio a Montiel muerto y a toda su familia llorándolo. Fue algo tan vívido que Diógenes despertó con el corazón acelerado y una enorme agitación al respirar. A esa hora de la madrugada, salió de su casa rumbo a la caseta telefónica a dos cuadras de ahí; marcó el número de su hermana Sacramentos. Le contó todo el sueño, incluida la parte en la que, después de morir, Montiel habló con él y le explicó que muchas veces se había visto a sí mismo visitando sitios mientras su cuerpo dormía en su casa y de todo lo que sentía cada vez que eso sucedía.
También le dijo que, en cada episodio de esos, podía sentir que una descarga eléctrica avanzaba por su cuerpo hasta dejarlo sin posibilidad de moverse, mientras su otro cuerpo, el espiritual, se desprendía del físico y se iba a cualquier lugar sin que pudiera controlarlo. Aquello era como morir en lucidez.
El temor de Diógenes era que, en el último de esos sueños, le llegaba una señal, una premonición que le indicaba la fecha y hora en que Montiel no podría despertar de la muerte lúcida.
-Sólo faltan ocho días- dijo tajantemente.
Sacramentos, aún confundida por el tono fantasioso que notó en la explicación de Diógenes, decidió que, apenas amaneciera, contaría a sus conocidos todo lo que su hermano le dijo. Sin embargo, prefería mantener una postura de escepticismo acerca del tema. Con tono mesurado, le ordenó a Diógenes que volviera a su cama porque, seguramente, todo se trataba de un simple sueño.
Diógenes no se sintió conforme con la respuesta de su hermana porque aún faltaban cosas por contar.
-En el sueño también vi la fecha en la que morirá nuestro padre y varios habitantes de Palma Seca, pero, por ahora, es mejor no decir sus nombres para no causar pánico en la comunidad, porque quizá tengas razón y sólo se trata de un mal sueño-.
Sacramentos colgó el teléfono. No pudo volver a dormir el resto de la noche. En medio del insomnio, aprovechó para cerciorarse de que sus hijos estuviesen en casa. Fue a la recámara que ambos compartían, los dos dormían profundamente. Después, en el pequeño corredor adjunto a la pequeña cocina, vio a su padre dormido en su hamaca. La tranquilidad de ver a su familia en casa, la hizo pensar que, en efecto, todo lo que su hermano acababa de contarle se trataba de una pesadilla.
A pesar de todo, a la mañana siguiente platicó por todos lados acerca de los sueños de Diógenes. En casa, le contó a Leopoldo y a don Epifanio. Afuera, la noticia llegó a varios habitantes de Palma Seca, entre ellos don Ponciano Menchaca, quien, al momento de escuchar el relato de Sacramentos, mostró su acostumbrada incredulidad. A cada una de las personas con las que habló doña Sacramentos, les repitió de manera idéntica lo dicho por Diógenes.
Según el sueño, las cosas sucederían en cuestión de ocho días, idea que provocó el nerviosismo en la comunidad. El tiempo ya estaba corriendo. En el primero de los ocho días, no pasó nada extraño en Palma Seca, lo cual resultó aún más raro pues todo mundo esperaba las desgracias de inmediato.
Pero, a la mañana siguiente, las cosas cambiaron. Don Epifanio salió de casa rumbo al circo que recién se había instalado en las orillas de Palma Seca, en el que venía como espectáculo principal el del mago Ragmanov Warlock, de quien decía tener una amistad de más de 200 años, desde que ambos coincidieron en un circo europeo, donde le vendió 35 botes de su menjurje mágico prolongador de la vida.
Epifanio llegó al circo, encontró a Warlock practicando su número estelar, que consistía en escapar de una urna repleta de serpientes venenosas, en cuyo interior estaría él encadenado de las extremidades. Además, adivinaría las edades de todos los asistentes al circo, únicamente con ver sus rostros.
Sentado en una de las tribunas, viendo el ensayo de su amigo Warlock, don Epifanio se preguntó si era cierto que las víboras usadas en el espectáculo eran venenosas, pues veía al mago muy sereno y concentrado tratando de sujetar la llave y abrir el candado para liberar sus manos, mientras los reptiles se deslizaban sobre todo su cuerpo.
Al finalizar el ensayo, Epifanio se acercó a saludar al mago; éste lo vio, caminó hacia él sin darse cuenta de que dejó entreabierta la urna. Mientras se daban un abrazo afectuoso, Epifanio sintió una repentina y poderosa punzada en la pantorrilla derecha. Warlock, entonces, vio que una serpiente Tigre Australiana había salido del contenedor transparente. Ese animal mordió a Epifanio. Así comprobó que sí eran venenosas las serpientes usadas por el mago en su número estelar. Dos horas después, ya en su casa, recostado en la hamaca, después de que su hermana Sacramentos hiciera el intento de contrarrestar el veneno, don Epifanio murió durmiendo.
Al momento, nadie notó que el anciano había dejado de respirar, fue hasta más tarde que doña Sacramentos chocó de frente con esa realidad. Esa misma noche, don Epifanio fue velado en su casa, con poca gente y sin que nadie supiera la verdadera edad del difunto.
La pérdida del hombre más longevo de la comunidad conmocionó a todos sus habitantes, particularmente a doña Sacramentos dado que la muerte de su padre coincidía, al menos en fecha, con lo que Diógenes vio en aquel sueño premonitorio.
En Palma Seca, el único que seguía sin creer en la edad exorbitante que había alcanzado don Epifanio, era don Ponciano Menchaca, un hombre que, a pesar de no ser un anciano, pues apenas rondaba los 58 años, vivía constantemente aquejado por diversos males, si no eran los dolores de espalda que lo podían dejar incapacitado por días enteros, podían ser los males gástricos y la úlcera; pero, sin duda, lo más preocupante para él era que su corazón sólo trabajaba al 40 por ciento de su capacidad, tras haber superado dos infartos, por ello era vital tomar puntual e ininterrumpidamente las píldoras.
Un día después de la muerte y funeral de don Epifanio Jarobir, la consternación reinó en toda Palma Seca. Poca gente salió de sus casas; daba la impresión de que todos tenían miedo de que les llegara la muerte, sobre todo, aquellos que sabían acerca del sueño de Diógenes, en el que vio morir a varios, de quienes no quiso mencionar los nombres.
Ponciano Menchaca tenía programado hacer un largo viaje, primero a caballo hasta llegar a la parada de los autobuses que lo podían llevar a la capital. Le esperaban más de 14 horas de traslado, lapso en el que debía tomar una de sus píldoras del corazón para poder continuar tranquilamente. Al salir de su casa, se sintió seguro de haber metido todas las cosas necesarias tanto en la maleta como en el neceser personal que llevó cargando sobre sus piernas en el autobús.
Seis horas después de haber iniciado el viaje, en lo más profundo de la noche, Ponciano Menchaca despertó. Estaba muy cerca la hora de tomar su píldora. En medio de la oscuridad hurgó con la mano adentro del neceser, buscando el frasco de plástico blanco que contenía la medicina.
Sin poder ver y guiado únicamente por el tacto, detectó papeles, bolsas pequeñas de nylon, un bolígrafo, su cartera y otras cosas, pero nunca encontró el frasco de las píldoras. Trató de calmarse y de recordar si en realidad lo había puesto en su equipaje. Al no encontrar el añorado medicamento, Ponciano fue cayendo en la desesperación pues sabía que, si no tomaba la píldora, su destino inmediato sería la muerte.
La medicina no apareció. Ponciano hizo acopio de toda su paciencia, se durmió con la esperanza de aguantar vivo hasta la mañana para volver a buscar, con la luz del sol, su medicamento en el neceser. Pero, tal como lo soñó Diógenes, don Ponciano Menchaca murió con los ojos cerrados, tratando de dormir, su corazón se detuvo. Cuando llegó a la capital, su cuerpo estaba sin vida.
Un día después, la noticia llegó hasta Palma Seca, doña Sacramentos, al saber del fallecimiento, confirmó su temor de que los sueños de Diógenes podían ser, en realidad, visiones del futuro. Sintió más miedo al recordar que había predicho más muertes, pero sin decir quiénes serían los desafortunados.
Entre toda la gente de Palma Seca cundió el temor. Pero la ola mortuoria siguió arrebatando almas a la pequeña comunidad. Era el cuarto de los ocho en los que, según el sueño de Diógenes, seguirían ocurriendo decesos. La siguiente víctima fue el Padre Guillermo Peña.
Ramsés, el joven monaguillo, descubrió al sacerdote yaciendo inerte en su cama. El anciano tenía los ojos cerrados y las manos entrelazadas por los dedos a la altura del pecho. Reposando, su cuerpo en la cama y su alma en el cielo. Todos en la comunidad llegaron a la conclusión de que el Padre murió por su edad.
Los servicios fúnebres del sacerdote Guillermo Peña se realizaron en el atrio de la iglesia. Una vez concluidos, todos regresaron a sus casas, tristes y asustados por la racha de perecidos y las coincidencias de cada caso con lo predicho por Diógenes desde lejos.
Palma Seca se volvió un lugar en el que reinó el silencio durante los dos días siguientes. Nadie quería salir de sus hogares por el temor de que la muerte los fuera a sorprender en la calle. Sacramentos sabía que, después de los dos días de silencio, aún faltaban dos días más de los ocho señalados por su hermano.
Obviamente, al ver que habían transcurrido las primeras 24 horas después de la muerte del Padre, en algunas casas el ambiente se distendió; y la tranquilidad comenzó a ser de nuevo parte de la vida cuando vieron que habían transcurrido 48 horas en total calma y sin noticias trágicas.
Un lugar en el que creció el desaliento fue el circo. Ante la seguidilla de muertos, nadie se acordó de que aquel gran espectáculo había llegado por primera vez a Palma Seca. Los artistas habían acumulado días sin poder cobrar porque no se vendieron boletos, ni uno sólo; nadie en absoluto llegó a verlos. Un día después, la caravana de mulas, animales de atracción y estrellas del circo, se fueron de ese sitio.
Ese mismo día, don Ofelio Gonzaga, padre de Beatriz, preocupado ante la posibilidad de que él, su esposa o su hija fueran a ser el siguiente muerto de Palma Seca, ordenó que Beatriz y Leopoldo se casaran de una vez. El asunto es que aún no había llegado a la comunidad el padre sustituto del Cura Guillermo, fallecido tres días atrás. Ante tal ausencia, don Ofelio se ofreció para hacer las veces de autoridad católica.
-Yo los voy a casar- dijo don Ofelio con tanta seguridad que a su esposa no le quedó más opción que aceptar la orden y comenzar a preparar la ceremonia.
En la pequeña sala, en casa de los Gonzaga, improvisaron un altar con sábanas blancas y flores recién cortadas. Pusieron juntas dos sillas de madera para los novios y una mesa.
Esa misma noche, don Ofelio, con biblia en mano, declaró marido y mujer a Leopoldo y Beatriz. En el acto sólo estuvo doña Encarnación de Gonzaga y doña Sacramentos Jarobir. El hermano de Leopoldo, Montiel, prefirió no asistir, según él, para no causar incomodidades con la familia de su cuñada.
Sin dudarlo, al día siguiente, Beatriz y Leopoldo se fueron de Palma Seca en busca de forjar su propia historia de amor, lejos del miedo y de las extrañas cosas que ocurrían en esa comunidad.
Doña Sacramentos estaba con un sentimiento mezclado de alegría por la boda de su hijo, temor por las predicciones de su hermano y la intranquilidad de que ese era el octavo día, el último de los señalados por Diógenes.
Cerca de las 10 de la noche, doña Sacramentos estaba casi segura de que las horas restantes para terminar los ocho días, transcurrirían de manera tranquila, sin más noticias tristes y, quizás, al día siguiente todo volvería a la normalidad.
Antes de las 11 de la noche, Montiel entró en su recámara dispuesto a dormir, se sentía cansado física y espiritualmente. Algo pasaba, pero ni él mismo acertaba a definir con exactitud qué cosa era.
Se durmió más rápido de lo normal. Conforme avanzó la noche tuvo un sueño en el que se veía a sí mismo salir de su casa y dirigirse hacia la pradera siempre verde, cerca de donde días antes estuvo instalado el circo. Ahí, se vio caminando sin rumbo definido, con paso tranquilo, disfrutando el contacto de sus pies con el pasto fresco.
Metros más adelante, el sueño lo llevó hacia un lugar en el que encontró una silla mecedora de madera, de espaldas a él. La curiosidad lo hizo buscar el rostro de la persona que estaba sentada en la silla. Cuando estuvo de frente, notó con sorpresa que quien estaba sentado era él mismo.
Al amanecer, Montiel, recostado en su cama, tenía un gesto de tranquilidad, casi estaba sonriendo, pero nunca volvió a despertar. Ese fue el sueño final. La muerte le llegó a las 11:58 de la noche, dos minutos antes de que terminara el octavo día.
Doña Sacramentos encontró a su hijo en el cuarto, ella pensó que estaba dormido, pero descubrió la verdad de inmediato. Montiel no respondió, ahí sólo estaba su cuerpo sin vida.
A partir de ese día, pasó mucho tiempo sin que nadie muriera en Palma Seca. Diógenes no volvió a tener sueños premonitorios trágicos. Palma Seca volvió a ser el mismo lugar tranquilo y pintoresco que fue hasta antes de aquellos ocho días en los que las tragedias ocurrieron en una extraña mezcla de sueños y muertes.

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