Entre lacrimgeno y balas, jvenes toman calles de Cachemira

Tras un mes de sangrientas protestas, el Gobierno indio aplaca el odio religioso pero no convence a una generación que no ve una salida al conflicto en la región

Agencias

[dropcap]»[/dropcap]El Ejército disparaba gas lacrimógeno y balas. Dos personas murieron allí. Yo no me enteré cuando los perdigones me alcanzaron», explica Mutahar Ahmed, con un ojo ensangrentado, desde una cama del pabellón de oftalmología del Hospital de Shri Maharaja Hari Singh (SMHS) de Srinagar, la capital de la disputada región de Cachemira. Este trabajador de la construcción de 18 años convalecía junto otros treinta heridos, la mayor parte veinteañeros, a consecuencia de los enfrentamientos más sangrientos en lo que va de año. El día antes, primero de abril, fuerzas de seguridad indias reprimieron con violencia a miles de jóvenes que protestaban por la detención de insurgentes. La jornada se saldó con varios centenares de heridos como Mutahar, y la muerte de 13 presuntos militantes, cuatro civiles y tres soldados indios.
Un mes después, los enfrentamientos continúan. El sábado fueron abatidos tres separatistas, lo que provocó nuevas protestas multitudinarias en Srinagar, capital del Estado indio de Jammu y Cachemira, y ayer otro tiroteo entre soldados y militantes dejó otra decena de muertos. También han caído civiles en un pueblo fronterizo de Pakistán por el fuego cruzado entre soldados indios y paquistaníes en la línea de control creada a principios de los setenta. Según el último informe de Kasmir Monitor, abril se saldó con 35 tiroteos que han matado a 141 personas; 51 insurgentes, 46 miembros de las fuerzas de seguridad y 44 civiles. Violada por ambas partes casi a diario, la frontera con la que se quiso poner fin a la beligerancia entre India (con un 45 por ciento del territorio) y Pakistán (con un 35 por ciento) desde la partición del subcontinente ha visto luchar a varias generaciones de cachemires.
Heredera de la guerra entre las dos potencias nucleares – a la que se suma China, que controla el 25 por ciento restante del territorio –, la insurgencia separatista surgió en el valle de Cachemira en 1989. El movimiento independentista fue respondido por el Gobierno indio con igual contundencia en los noventa, los años de plomo. En total, unos 70 mil muertos en las tres últimas décadas, según las estimaciones más moderadas y sin contar los desaparecidos.
Hoy la actividad guerrillera es menor, pero la presencia marcial no mengua en la zonas más militarizadas del mundo; unos 700 mil efectivos para 12 millones de habitantes. El continuo estado de sitio y la sangría de años de conflicto, unidos al opresivo statu quo y la impunidad del Ejército indio – que llegó a usar a un civil como escudo humano en 2017, sin castigo posterior – ha revitalizado la contienda en las calles. Las protestas crecen lideradas por la nueva generación de cachemires, hastiados ante la falta de soluciones políticas, mientras Pakistán e India mantienen sus aspiraciones territoriales instrumentalizando los daños civiles.
Ante lo ocurrido hace un mes, el ministro de exteriores de Pakistán calificaba el uso de la fuerza de Delhi como «terrorismo de estado». Por su parte, India culpa a su vecino de colaborar con la insurgencia y de la radicalización islamista de las milicias. Un discurso que inflama el odio. «El uso de la islamofobia agita el fanatismo local hindú y la violación múltiple de Asifa es la consecuencia. Aquello fue una acción política orquestada por hindúes radicales para atemorizar y provocar una reacción violenta de los musulmanes», argumenta por teléfono Khurram Parvez, director de la Coalición de Sociedad Civil en Jammu Y Kashmir (JKCCS). El defensor de derechos humanos de Srinagar hace referencia al caso de violación de una menor musulmana cachemir que sacudió el país a mitad de abril.
Las autoridades consiguieron que el odio religioso no incendiase el único estado indio de mayoría musulmana. «Este hecho agrede a una comunidad en particular. Pero nuestro Gobierno no permitirá la polarización del conflicto entre hindúes y musulmanes», explica Waheed Rehman Para, presidente de las juventudes del Partido de la Democracia del Pueblo (PDP), que gobierna en el estado de Jammu y Cachemira en coalición con el nacional Partido Barathiya Janata (BJP). El portavoz también señala el camino a seguir: «Los jóvenes de Cachemira necesitan una solución. Se ha designado a un interlocutor para tratar con las partes, incluidos los separatistas. Pero tiene que haber paz para que el diálogo sea productivo».
Las buenas intenciones del dirigente local contrastan con el uso desmedido de la fuerza contra jóvenes manifestantes por parte del gobierno central. La represión de unas protestas a mediados de 2016 causó un centenar de muertos y más de 15 mil heridos; el año más sangriento de esta década. Entonces, grupos de derechos humanos denunciaron ya el uso de perdigones por parte de las fuerzas de seguridad, que cegaron a cientos de personas.
Así como la politización de la religión crea odio sectario, la violencia estatal genera más protestas. «El año pasado, el Ejército desplegó la ‘Operación Todos Fuera’ y acabó con 200 insurgentes armados. Pero, según el Gobierno, la militancia ha aumentado entre el 40-60 por ciento este año. Obviamente, Delhi no está haciendo algo bien», razona Siddiq Wahid, doctor en historia por Harvard y profesor de la Universidad de Cachemira. Una idea que comparten miembros de la élite india. El exministro P. Chidambaram confesó hace un año que se iba a «perder la región» secundando así al exjefe adjunto de las fuerzas armadas, el general Subrata Saha, quien dijo que había que anteponer la voluntad de la nueva generación de cachemires para obtener la paz.
«Los jóvenes están enfadados porque viven en un ambiente de conflicto, sometidos al maltrato diario por parte de las fuerzas de seguridad […] Muchos de los protestantes no son más que niños con piedras», explica Meenakshi Ganguly, directora de Human Rights Watch en el sur de Asia. Los grupos de derechos humanos llevan años denunciando la impunidad que otorga la Ley de Poderes Especiales de las Fuerzas Armadas (AFSPA) y la Ley de Seguridad Pública. Bajo éstas, según el detallado informe ‘Legalidad Ilegal’ de Amnistía Internacional, se han cometido torturas, asesinatos extrajudiciales y desapariciones forzosas.

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