Felicidad, una ciencia, una filosofia, un negocio

Gobiernos, economistas, psicólogos y médicos se han embarcado en los últimos años en una carrera por localizar, medir y definir el bienestar emocional y social. Una información valiosa para diseñar políticas públicas, prever el comportamiento humano, intentar revertir la epidemia de depresiones, aumentar la productividad de las empresas y vender todo tipo de productos a unos consumidores cada vez más monitorizados gracias a los avances tecnológicos

Cristina Galindo / El País

[dropcap]E[/dropcap]l hombre más feliz del mundo es un monje budista francés. Se llama Matthieu Ricard, tiene 71 años y batió hace una década todos los récords en un estudio de la Universidad de Wisconsin sobre el cerebro. Su cabeza fue conectada a 256 sensores y sometida a resonancias magnéticas mientras meditaba. Mostró una actividad inusual en el lado izquierdo, donde se concentran las sensaciones placenteras, hasta un nivel nunca visto hasta entonces por los neurocientíficos.
Este feliz diagnóstico ha convertido a Ricard, doctor en biología molecular que lo dejó todo en los años setenta para abrazar el budismo tibetano, en objeto de fascinación de los poderosos. Desde 2008 pasea su hábito rojo y naranja por los pasillos de Davos (Suiza), donde se codea con la élite política y financiera. La primera vez que el Foro Económico Mundial le invitó a su cita anual coincidió con el estallido de la crisis financiera que sacó a la luz, con crudeza, los excesos del sistema.
Ricard es hijo del periodista y pensador liberal Jean-François Revel (con el que publicó en los noventa el libro El monje y el filósofo). Asesor personal del Dalái Lama, alerta en conferencias, charlas por Internet y libros sobre los peligros de la búsqueda del «beneficio egoísta», defiende el altruismo y da consejos para construir una sociedad más feliz. Ideas como las que predica Ricard no son nuevas, pero han irrumpido con fuerza durante los últimos años en el mundo de la economía —más acostumbrada a debatir sobre el PIB y la Bolsa—, en parte como respuesta inevitable a la crisis de valores que desencadenó la Gran Recesión.
Hay un interés creciente por parte de los economistas, las empresas, los psicólogos y los Gobiernos por localizar y medir el bienestar emocional y definir qué nos hace sentir bien, tanto individual como colectivamente. Esta información puede resultar muy valiosa para mejorar la vida de la gente y reducir la plaga de la depresión (ya afecta a más de 300 millones de personas, un 18 por ciento más que hace una década, según la Organización Mundial de la Salud). «Los indicadores económicos de bienestar son complementos importantes del PIB y ayudan a diseñar políticas públicas y evaluar sus resultados», explica Carol Graham, investigadora de la Brookings Institution.
Pero la felicidad puede ser menos altruista de lo que parece: también es la base de un boyante negocio. Retiros, cursos online de meditación, libros de autoayuda, aplicaciones móviles… forman parte de una industria al alza.
Cuando el dibujo smiley, esa popular carita amarilla con una sonrisa y dos ojos que simboliza la felicidad, fue creado en 1963 para fomentar la amistad entre los empleados de dos aseguradoras que acababan de fusionarse, la felicidad era percibida como un concepto abstracto, objeto de debate filosófico desde la Antigüedad. «Todo el mundo aspira a la vida dichosa, pero nadie sabe en qué consiste», sentenció Séneca. En el siglo XXI, todos parecen empeñados en llevarle la contraria y descubrir qué es de verdad la felicidad.
Hace cinco años la ONU declaró el 20 de marzo Día Internacional de la Felicidad y, desde entonces, publica un ranking mundial de bienestar de 156 países. La OCDE, que agrupa a los 35 países más industrializados, también elabora un índice para una vida mejor. Para hacer sus cálculos, los organismos tienen en cuenta elementos como el funcionamiento del sistema político, la corrupción, la educación, la conciliación, la seguridad personal y la salud, entre otros.
Si uno vive en un país menos corrupto, cree que sus impuestos son mejor utilizados y se siente más satisfecho. Noruega es el país que sale mejor parado en ambos índices. Dinamarca le sigue de cerca. España ocupa el puesto 35º en la clasificación de la ONU, por delante de Italia, Portugal y Grecia. En la cola, la República Centroafricana.
Además, países como Bután, Reino Unido, China y Brasil han empezado a incorporar medidas de bienestar en sus índices de progreso, como poder pagarse unas vacaciones o haber comido lo que se quisiera durante las últimas dos semanas. Emiratos Árabes Unidos creó un Ministerio de la Felicidad hace un año, justo cuando la caída de los precios del petróleo obligaba a recortar subsidios. ¿La felicidad nacional sirve para suavizar el efecto de los recortes? En 2013, Nicolás Maduro tuvo la ocurrencia de crear la figura de un viceministro de la Suprema Felicidad del Pueblo.
La investigadora Carol Graham está volcada en el estudio de qué hace felices a las personas y cómo medirlo. «Los Gobiernos por sí solos no deberían entrar en la promoción de la felicidad o crear índices que la midan por el elevado riesgo de manipulación», opina la experta, que sí considera muy útiles los análisis de organismos como la ONU. «Los modelos para medir la economía, como el PIB, no explican gran parte del comportamiento humano, incluidas sus elecciones económicas».
Sentirse o no satisfecho con un salario, un trabajo o un matrimonio suele generar diferentes tipos de inversor, empleado o votante. Por ejemplo, según los hallazgos de Graham, la gente con una percepción negativa de sus logros y con miedo a quedarse sin empleo suele tener en el futuro ingresos más bajos. El optimismo puede ser rentable, ¿el dinero da la felicidad? «No es clave, pero es difícil experimentar el bienestar sin tener medios suficientes», explica. «A partir de un cierto nivel, tener más dinero no mejora la calidad del tiempo que pasamos con los amigos, pero sí hace que podamos elegir con mayor facilidad qué vida queremos llevar».
¿Cuándo se es más feliz? Cuando cumplimos 20 años, el nivel de felicidad empieza a reducirse poco a poco y toca fondo entre los 40 y los 60 años, según ha publicado Graham en Journal of Population Economics junto a la española Julia Ruiz, de la Universidad de Oxford. En los países más afortunados, como Dinamarca, Australia y Reino Unido, el nivel de felicidad vuelve a recuperarse sobre los 44 años. En España hay que esperar hasta los 52. Después, esa felicidad va subiendo hasta el final de la vida, pero se tienen que cumplir dos condiciones: calidad de vida y compañía de amigos y familiares. En otros países menos afortunados, la percepción de bienestar no aumenta con la vejez. En Rusia, por ejemplo, no deja de caer hasta los 81 años, momento en el cual se estabiliza sin llegar a recuperarse nunca.
«Entre los 40 y los 60 años, los individuos suelen soportar una doble carga: una asociada a la mediana edad (niños y padres dependientes) y otra relacionada con el hecho de que es un momento en el que las aspiraciones se adaptan a la realidad», concluye. También hay un componente biológico, ¿los felices nacen o se hacen? Investigadores como Andrew Oswald, profesor de la Universidad de Warwick (Reino Unido), sostienen que una tercera parte de la felicidad se debe a la genética.

En el cerebro

En una luminosa sala de la Universidad Complutense de Madrid, sentadas en el suelo con las piernas cruzadas, una docena de personas con los ojos cerrados se concentran en la respiración. Si la mente empieza a distraerse con otros pensamientos (es lo habitual), los participantes vuelven a buscar el ritmo de la respiración. Así, una y otra vez, como un entrenamiento en el que se potencia la concentración. Pasados unos minutos, la profesora Ana Arrabé les pide que abran los ojos. «La felicidad está demasiado asociada a que las cosas van bien, pero hemos de entender que no todo depende de nosotros y que tenemos la capacidad de afrontar los desafíos con plenitud», explica. Arrabé es una de las profesoras que imparten cursos certificados por la Escuela de Medicina de la Universidad de Massachusetts, donde Jon Kabat-Zinn desarrolló la meditación mindfulness hace cuatro décadas. El investigador aplicó un protocolo llamado MBSR (reducción del estrés basado en mindfulness) a enfermos con dolor crónico con el resultado de que, pese a que el sufrimiento continuaba, podían realizar cosas que antes no, como ir a la compra o dar un paseo. El método consiste en vivir el presente de forma muy consciente entrenando la atención, básicamente a través de una hora de meditación (una práctica que va cambiando en función de la experiencia y nivel del individuo). Existe evidencia científica que relaciona el mindfulness con la reducción del estrés y la ansiedad, lo que lo ha convertido en una fórmula alternativa para paliar esos dos grandes males.
Desde que los investigadores de Wisconsin detectaran comportamientos fuera de lo normal en el cerebro de Ricard (y otros meditadores), el mindfulness vive una revolución. Esta palabra apareció el año pasado en el titular de 498 trabajos científicos en PubMed, un motor de búsqueda que da acceso a la mayor base de datos de citas y resúmenes de artículos de investigación biomédica. En 2008, solo se contabilizaron 61 estudios.
Una de las alumnas del curso de la Complutense es María Victoria Chana, profesora de secundaria de 42 años, que tras «una experiencia traumática» padece insomnio, dolores articulares y estrés, y se ha matriculado en el curso de ocho semanas para intentar mejorar su estado de salud. «Estoy muy contenta hasta ahora, creo que me está ayudando bastante», explica. También hay cursos de un año dirigidos a profesionales de la salud, con la colaboración de varios hospitales.
«No es un método terapéutico; es una herramienta complementaria. Observar el presente, lo que sientes, eso es interesante. Mejora la atención», explica Gustavo Diex, físico, neurocientífico y codirector del MBSR de la Complutense y del Instituto de Investigación y Formación en Ciencias Cognitivas (Nirakara). Más que de felicidad, a Diex le gusta hablar de bienestar. En una investigación con la Universidad de Utah (Estados Unidos), el equipo de Diex halló una relación entre la actividad cerebral de un grupo de meditadores y un mayor nivel de empatía.
Mientras recoge sus cosas una vez terminada la clase, Arrabé explica que también da cursos en empresas: «Los programas en compañías se centran en el bienestar, en reforzar las habilidades personales y aumentar la presencia y la conexión con las personas».

La felicidad como objeto de estudio

La idea de la felicidad se venera como objeto de estudio, pero también se recurre a ella para vender productos, desde un móvil hasta una bebida. Ya lo hacía la publicidad desde los años veinte, y las técnicas para ello han ido perfeccionándose. «Investigadores de la Universidad de Berkeley han visto que los consumidores están dispuestos a pagar más por algo que los invita a ser generosos, que les hace sentir bien», explica William Davies, profesor de sociología y economía política en Gold­smiths (University of London), y autor de La industria de la felicidad (Malpaso). Pone como ejemplo un restaurante en California, Karma Kitchen, que funciona como una cadena de favores. No hay precios en la carta y los clientes no tienen que pagar por su comida, sino por la del siguiente comensal, cuyo coste estiman y pagan gustosamente. Davies ve riesgos en que este tipo de hallazgos sean utilizados para manipular o influir en las personas.
La búsqueda de la felicidad también resulta lucrativa para el negocio de la autoayuda. Un 10 por ciento de los libros de no ficción que se venden en España al año pertenecen a este género (2,5 millones de ejemplares), según datos del sector. El mercado de la autoayuda (libros, audios, seminarios, cursos online y todo tipo de propuestas de mejora personal, donde también se incluye el llamado McMindfulness, una versión superficial del mindfulness que se presenta como la panacea) mueve al año 10 mil millones de dólares en Estados Unidos, según la firma de análisis norteamericana Marketdata Enterprises.
En Hygge, la felicidad en las pequeñas cosas (Libros Cúpula), Meik Wiking, director del Instituto de Investigación de la Felicidad, se compromete a descubrir al lector «por qué los daneses son tan felices y cómo tú también puedes serlo». El concepto hygge se ha convertido en uno de los mayores éxitos exportadores de Dinamarca desde Lego. Es una palabra de complicada pronunciación (algo así como huu-gue) que se traduce como confortable y que anima a introducir en los hogares elementos que, al parecer, nos hacen sentir mejor, como las velas, los juegos de mesa, las chimeneas y una relación cercana con amigos y familia. Para el Diccionario de Oxford, fue uno de los términos de moda de 2016.
Malene Rydahl, ejecutiva reconvertida en coach empresarial y autora de Feliz como un danés (Espasa), explica que la razón de la felicidad danesa se encuentra, entre otras cosas, en que el país tiene un elevado nivel de vida combinado con un robusto Estado del bienestar que, según las encuestas, les hace sentirse libres y confiados. «El hygge significa desacelerarse, conectar con la gente y vivir en un ambiente confortable», explica. «Pero esto es un extra, no lo es todo. No quiere decir que todos los daneses sean felices. Es un concepto que cada uno puede trasladar a su vida en la medida de lo posible». Sin embargo, hygge o no hygge, Dinamarca es el país de la OCDE que más antidepresivos consume. Rydahl responde: «En los años ochenta había récords de suicidios y ahora la cifra se ha recortado porque la gente ha empezado a tratarse la depresión, y eso es bueno». Por mucho que algunos se empeñen, nadie puede ser feliz a todas horas: «Hay una obsesión por buscar la felicidad y es peligroso moverse en una era en la que las emociones negativas son arrinconadas».
Rydahl, que habla inglés con acento francés (vive en París), menciona uno de los mayores trabajos sobre el tema, realizado por la Universidad de Harvard durante 80 años. «El mensaje más claro que hemos obtenido es este: las buenas relaciones nos mantienen más felices y más sanos. Punto». Esto lo sentenció el director del estudio, el psiquiatra Robert Waldinger.

Jefes de bienestar

La receta de la felicidad nórdica es el último grito en la oleada de propuestas que nos animan a vivir mejor. Proliferan en las empresas los puestos de directores de felicidad. Un ejemplo es Liberty Seguros, filial de ­Liberty Mutual en España, que en 2015 creó el puesto de responsable de bienestar, que ocupa José Carrón. Ha puesto en marcha programas centrados en la salud de los empleados: charlas sobre alimentación, espacios para juegos (Wii, futbolín, pimpón), visitas a ­museos, apoyo psicológico, un circuito por la oficina contra el sedentarismo, clases de pilates y yoga gratuitas en sus oficinas y un programa remunerado para ir al trabajo en bicicleta. «Se pagan 0,37 euros por kilómetro. En 2016 se abonaron 45.000 kilómetros, 15.000 euros», explica.
Sus oficinas, en el Campo de las Naciones de Madrid, están reformadas, hay grandes ventanales y se ven objetos personales de los empleados en las mesas: peluches, fotos de familia… En las salas de reuniones, pintadas con colores vivos, hay citas en las paredes elegidas por la plantilla. Como esta: «Tú debes ser el cambio que deseas ver en la gente (Gandhi)». Hay un rincón para leer y gimnasio. ¿Ha mejorado el día a día de los trabajadores? «A mí me ha servido para animarme a hacer más deporte», asegura Javier Medina, de 39 años, uno de los aficionados a la bici. «Mis familiares y amigos quieren trabajar aquí», bromea su compañera Gema Martínez, de 42 años. Ella y Mercedes Fernández, de 44 años, van a pilates y han recibido clases de un entrenador para aprender a correr. Tienen flexibilidad horaria, de una hora, para llegar a la oficina. A la pregunta de si no preferirían que les subieran los salarios a disfrutar de estos extras, Fernández responde: «Claro que no me importaría ganar más. Pero eso te lo dirán en todas las empresas». El salario medio de la plantilla es de 37.415 euros anuales (la media española es de 22.858 euros, según el Instituto Nacional de Estadística).
Mientras sube por las escaleras hasta el quinto piso, por donde discurre el circuito que recorre las oficinas («500 metros, 650 pasos y más de 120 escalones en 15 minutos») para combatir el sedentarismo, Carrón recuerda que Liberty se encuentra entre las 50 mejores firmas para trabajar, según una clasificación de la consultora Great Place to Work, que tiene en cuenta la opinión (anónima) de los empleados. De hecho, el grupo de seguros ocupa el primer puesto entre las que tienen más de 1.000 trabajadores. Carrón asegura que no sabe si ha aumentado la productividad («eso es secundario», afirma), pero han detectado una reducción del 2 por ciento del colesterol de la plantilla y del 7,45 por ciento del sedentarismo.

Que tengas un buen día

La creencia de que los trabajadores felices son más productivos es tan vieja como la Revolución Industrial. Pero fue en los años treinta del siglo pasado cuando los expertos en gestión empresarial empezaron a tenerlo cada vez más en cuenta. Y, en los setenta, aquel smiley creado por el publicista Harvey Boss para impulsar las buenas relaciones en State Mutual empezó a asociarse con un mensaje —»que tengas un buen día»â€” que animaba a ir con una sonrisa a la oficina. Ser feliz en el trabajo aumenta un 12 por ciento la productividad, según un estudio de 2014 de la ya mencionada Universidad de Warwick. Los empleados descontentos son un 10 por ciento menos productivos. «La gente vinculada a un trabajo con sentido tiene unos niveles más altos de bienestar y a la vez tiende a ser más productiva», explica Graham, de la Brookings Institution. «La causalidad va en dos direcciones: que nuestra vida tenga significado y razón de ser es clave para el bienestar y, al mismo tiempo, la gente con altos niveles de bienestar tienen más probabilidades de elegir un trabajo que encuentran creativo o con significado».
Aun así, el trabajo es el lugar en el que las personas se sienten más desgraciadas, solo superado por estar enfermos en casa. Es al menos el resultado del análisis de más de un millón de respuestas recogidas en Reino Unido desde 2010 por la London School of Economics y la Universidad de Sussex gracias a la aplicación para móviles Mappiness. De forma esporádica, se pregunta a los usuarios cómo se sienten y qué están haciendo. La mayoría se muestra negativo en el trabajo. Gallup, la firma de estudios de mercado, afirma que solo el 13 por ciento de la fuerza laboral global se siente comprometida con lo que hace, y un 20 por ciento de los empleados en Norteamérica y Europa se sienten «muy desvinculados». Hasta hay estudios que sostienen que, en realidad, poner demasiada buena cara en la oficina puede penalizar a la hora de ascender o manejarse en una dura negociación.
La información sobre la felicidad, ¿se puede tratar como una mercancía? Ingenieros de Facebook manipularon las noticias que llegaban a 700.000 perfiles de la red social para cambiar su estado de ánimo. A un grupo les hacía llegar noticias positivas, y al otro, negativas. Los primeros parecían más felices que los segundos. El estudio se publicó en 2014 y fue muy controvertido, no solo porque no se pidió permiso a los usuarios, sino porque generó la inquietud de que Facebook pueda volver a hacer lo mismo y, esta vez, no difundir los resultados.
La tecnología abre nuevas posibilidades al estudio de qué nos hace sentir bien (de la misma manera que ha expandido la alegría del smiley en una manada de emoticonos felices). Existe ya en el mercado un sensor, Muse, que monitoriza la actividad cerebral del usuario mientras intenta relajarse o meditar. Las señales son enviadas a una aplicación móvil que, cuando detecta que hay distracciones o intranquilidad, utiliza sonidos para calmarle. Mientras, la taza inteligente Vessyl vigila «las necesidades de hidratación» de su propietario, según esté en reposo o haciendo ejercicio, teniendo en cuenta su efecto sobre la salud y el bienestar. El profesor William Davies se muestra escéptico con esta tecnología que anima a las personas a maximizar su bienestar y opina que «se hace a costa de la privacidad». Otra cuestión es si, finalmente, son más felices. Sonrían y agarren la cartera.

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