Galimatias / Ernesto Gmez Panana

Puños y rodillas: discursos y protestas

[dropcap]L[/dropcap]a escena es poderosa. Es de noche en el Estadio Olímpico Mexico 1968 y se premian los doscientos metros planos en la rama varonil.
Suben al podium Tommie Smith y John Carlos, ambos afroamericanos. Se llevaron oro y bronce. La plata para el australiano Peter Norman.
Al sonar del himno norteamericano, Smith y Carlos no llevan su mano al pecho saludando a su bandera. En su lugar, bajan la mirada mientras levantan el puño.
Portan un guante negro que simboliza la pobreza del pueblo negro. Smith trae en el cuello un pañuelo oscuro en señal de orgullo por su raza; Carlos mantiene abierta la chamarra de su uniforme en solidaridad con los obreros de su país y se ha puesto un collar con pedrería que según declaraciones posteriores, buscaba recordar a las personas que fueron linchadas o asesinadas y por las que nadie dijo una oración.
Smith y Carlos denunciaron el racismo desde el podium. Su batalla era contra el supremacismo blanco que normalizaba la injusticia.
Hoy, 41 años después, un hombre de piel blanca -caucásico según la «pigmentocracia norteamericana- gobierna aquel país y lo tiene sumido en la peor crisis racial desde la época del Black Power y la lucha por los derechos civiles. Hoy, el discurso de segregación sigue siendo contra los negros, pero también contra los musulmanes, los latinos y los mexicanos. Hoy, el icono del supremacismo blanco -ignorante e insensible- toma decisiones desde la Casablanca.
La espiral en la que los Estados Unidos están inmersos es escalofriante: La semana pasada, esta columna refería que cada 26 horas se suscita un tiroteo en los Estados Unidos. En su inmensa mayoría, a manos de supremacistas blancos.
El discurso de Trump endulza oídos. Se queda con mucha de la simpatía de lo que ellos mismos llaman el «white trash», esa masa de ciudadanos blancos poco informados a quienes las arengas presidenciales -al igual que las de Bush presidente, Palin, gobernadora de Alaska o Perot, el Bronco gringo- les resultan tan lógicas y correctas. Tan normales.
Pero las grandes batallas comienzan con pequeños gestos. Traigo tres que considero significativos. Los tres, coincidentemente deportivos.
Semanas atrás, la selección de fútbol soccer femenil de EEUU ganó el campeonato mundial y al regresar a su país, la capitana, Megan Rapinoe, mandó un mensaje a Trump: «no me interesa visitar la maldita Casablanca», tu mensaje excluye a gente que se parece a mí, le dijo, para después señalar que en su selección, como en el mundo, caben chicas de pelo azul o morado, chicas hetero o chicas gay, chicas blancas o de piel negra, chicas tatuadas. Todas juntas pueden hacer un mundo mejor. Ya tiene fans pidiéndola como candidata presidencial el año próximo.
Tres años antes, en fútbol americano, Colin Kaepernick manifestó su molestia respecto de las actitudes racistas de Donal Trump y dejando en claro su compromiso con el pueblo afroamericano. Al inicio de un partido de la liga, al sonar el himno norteamericano, Kaepernick se arrodilló en señal de protesta.
La acción le costó la condena presidencial. Hoy, Kaepernick no ha logrado que algún equipo profesional lo recontrate-muchos dueños son amigos de Trump- pero es uno de los activistas más destacados en la reivindicación de los derechos de las personas afroamericanas.
Finalmente, ayer, en los Panamericanos de Lima, Race Imboden, integrante del equipo de esgrima ganador del oro en florete, imitó a Kaepernick y se arrodilló al escuchar su himno, para hacer patente su rechazo a los actos de racismo y odio que han tenido lugar recientemente. Inspirador.
Son los jóvenes quienes van a reencauzar a la humanidad y a recuperar el planeta.

Oximoronas. Casi sale de cartelera pero para los cuarentones
-chavorrucos- resulta oportuna, obligada, necesaria: «Gloria Bell».
La australiana Julianne Moore, en el papel de su vida, va en pos de ella misma y de su libertad. Le gusta bailar y así vive esa etapa de su vida, como un baile. Feliz. Plena. Imperdible.

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