Kim Jong-un, un dictador y serio planificador

El estilo negociador del líder norcoreano ha resultado muy diferente del de su padre, Kim Jong-il

Agencias

[dropcap]P[/dropcap]robablemente la cumbre entre el presidente de EE UU, Donald Trump, y el líder norcoreano, Kim Jong-un, no pasará a la historia por sus resultados arrolladores. Pero sí por el morbo que la rodea. Son los dos dirigentes más reconocibles del mundo. Uno, el jefe de Estado democrático de la primera potencia global. Otro, dictador de uno de los países más empobrecidos del mundo. La gran incógnita es cómo funcionará la combinación cuando los dos se encuentren, bajo las cámaras de todo el mundo, este martes en el hotel Capella de Singapur para hablar sobre desarme nuclear.
Ambos son polos opuestos, aparentemente: el inquilino de la Casa Blanca, ya entrado en años, es extrovertido, bocazas, y mantiene un desprecio olímpico por los detalles o la preparación. Su contraparte, muy joven —34 años— y del que pocos datos biográficos se conocen con seguridad, ha demostrado ser un planificador bien preparado, muy alejado del estereotipo de tirano irracional que adornó a su padre, Kim Jong-il, y a él incluso durante sus primeros años al mando.
Quizá porque ha estudiado fuera y ha podido ver mundo. Quizá porque sabe mejor lo que quiere o se siente más seguro en el poder, mientras que su padre vivía presa del terror de que la caída de la Unión Soviética pudiera replicarse en su régimen. Los estilos de negociación de padre e hijo han resultado muy diferentes. El joven Kim parece volcarse intensamente en sus objetivos, como destaca la exanalista de la CIA Jung H Pak. Antes, en su programa de armamento; ahora, en su ofensiva diplomática. «Cuando hace algo, va a por todas», ha publicado en la página web del think tank Brookings Institution.
Durante el mandato de Kim Jong-il —y hasta hace muy poco—, el patrón norcoreano en conversaciones internacionales siempre fue similar: aumentar la tensión mediante declaraciones amenazadoras, pruebas de armamento y provocaciones para obligar a las partes a sentarse a la mesa. Una vez en ella, exigir a cambio de cualquier concesión —más aparente que real— compensaciones económicas.
Esta táctica ha cambiado este año, desde que Kim Jong-un ofreció la participación de su país en los Juegos Olímpicos de Invierno en Corea del Sur. Al deshielo entre las Coreas, facilitado por la disponibilidad del presidente surcoreano, Moon Jae-in, se han sucedido visitas a China, una recepción al ministro de Exteriores ruso y, por supuesto, la cumbre de Singapur, la guinda del pastel. Su argumento: que ya ha completado su programa nuclear y quiere concentrarse en el desarrollo económico de su país. Y dice estar dispuesto a que esto pase por la desnuclearización de la península coreana, si recibe garantías creíbles sobre la seguridad de su régimen.
«Ha sido consistente, cuando dice que quiere enriquecer a su pueblo. A cambio de la desnuclearización puede recibir muchas cosas. Y si el precio no es el que considera adecuado, puede echar marcha atrás», explicaba recientemente el profesor de Relaciones Internacionales surcoreano Kim Joon-hyung, de la Universidad Handong.
El tono ha sido notablemente conciliador. Con sobresaltos, eso sí. A principios de mayo unas declaraciones de su Gobierno siguiendo la vieja retórica tempestuosa motivaron que Trump diera por cancelada la cumbre de Singapur. Otrora, la respuesta hubiera sido devolver fuego con fuego e insulto con insulto. Esta vez, fue sorprendentemente mansa: «Reiteramos a Estados Unidos nuestra disposición a sentarnos cara a cara en cualquier momento y en cualquier forma para resolver el problema», decía un comunicado del régimen.
El día 1 de junio, Trump recibía a Kim Yong-chol, el hombre de confianza del líder norcoreano, en la Casa Blanca y declaraba de nuevo en marcha la cuenta atrás para la cumbre.
Detalles de aquella reunión probaron hasta qué punto han estudiado los altos funcionarios norcoreanos —el equipo que lleva los temas estadounidenses ha pasado décadas analizando ese país— la psicología de Trump: el enorme sobre con una carta personal de Kim Jong-un no hubiera estado fuera de lugar en un concurso de televisión.
Los negociadores surcoreanos que han hablado con Kim mencionan a un líder sorprendentemente maduro para su edad, muy educado, que no necesita consultar papeles para hablar y que conoce los asuntos a tratar. Notablemente, se ha esforzado durante todo el proceso negociador en crear relaciones constructivas con todas las partes implicadas, sea el presidente Xi JInping de China, Moon Jae-in o el secretario de Estado de EE UU Mike Pompeo. Algo clave, que su padre nunca en realidad cultivó.
El joven Kim se siente también a gusto ante las cámaras, como demostró la cumbre intercoreana del 27 de abril. Un líder que comparecía por primera vez ante el público internacional sorprendió por su conocimiento de cómo comportarse ante los medios: se mostró sonriente, razonable y hasta espontáneo, cuando tomó de la mano a Moon para cruzar la línea fronteriza.
Pero si sabe mostrarse campechano ante los medios, detrás sigue siendo el líder de puño de hierro al que no le tembló el pulso al ordenar la ejecución de su tío, el general Jang Song-thaek en 2013, y que ha estado detrás del asesinato con gas nervioso de su hermano Kim Jong-nam en el aeropuerto de Kuala Lumpur en 2017.
La prueba de fuego llega ahora. La primera incógnita está en si sabrá tratar a Trump y si surgirá la química entre ellos. La segunda, en qué será lo que negocien. Si será posible lograr resultados, aunque sea a medio o largo plazo. O si, como ocurrió en tiempos de su padre, las negociaciones se acabarán rompiendo antes o después.

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