La historia de Sergio Klausen

Nadie se explica lo que ocurrió después del largo viaje que el joven realizó para documentar la vida de una comunidad indígena de la selva

Óscar Aquino López / Colaboración

[dropcap]E[/dropcap]n septiembre, Sergio Klausen y su esposa, Maritza Luke, iban a cumplir dos años de casados. Pero ella, un mes y una semana antes tuvo que hacer un largo viaje hasta el país donde nació, obligada por una emergencia familiar: su padre, Gerónimo Luke, estaba muy enfermo.
A pesar de que el señor Luke fue sometido a varios exámenes y tratamientos médicos, la enfermedad seguía avanzando. En los últimos seis meses, empeoró el problema de los cálculos renales que le hacían sentir intensos y agudos dolores al orinar. El mal avanzó rápidamente y ni los mejores nefrólogos de la ciudad encontraban la solución.
Por esos días, Sergio llamó de larga distancia a su esposa, Maritza. Le dijo que estaba listo para viajar a donde ella estaba porque quería que pasaran juntos el día de su segundo aniversario nupcial. También aprovecharía para estar en el cumpleaños de ella, a finales de octubre.
Maritza aún no tenía planes de volver al país de su esposo pues se sentía en la obligación de quedarse a atender la contingencia familiar.
Respondió con frialdad a la llamada telefónica. No mostró emoción alguna cuando escuchó la voz de Sergio al otro lado de la línea; al responder parecía más bien despistada, con la mente y los sentimientos enfocados en su padre que estaba cada vez peor.
-Es mejor que me esperes- respondió Maritza a la propuesta de Sergio.
Él, con carácter tranquilo, conciliador y comprensivo, le devolvió la respuesta -Quiero estar contigo y apoyarte en este momento-.
Ella insistió en que no valía la pena gastarse los ahorros en ese viaje porque, según pensaba, una vez que estuviera resuelto el problema familiar regresaría a donde él estaba y seguiría trabajando en el Instituto Europeo de Sociología, donde tenía un puesto que, según ella misma, era el trabajo que siempre había soñado. Sus jefes en ese sitio le autorizaron un permiso temporal para poder viajar a su país. La charla terminó en un «déjame pensarlo» de Maritza, quien no quiso aceptar la idea de recibir a Sergio y que ambos se quedaran a vivir en aquella lejana ciudad.
Después de colgar la llamada telefónica, Sergio se quedó con incertidumbre por la respuesta de Maritza a la propuesta que le hizo. Lo que a él le importaba en ese momento era estar junto a la mujer que amaba y consolidar la relación entre ambos como algo destinado a la perdurabilidad.
Maritza tenía casi cuatro años viviendo en la ciudad donde conoció a Sergio. Ella dejó su país y su continente para estudiar una especialidad en Gestión de Servicios Públicos. Desde que aterrizó en ese sitio, se deslumbró por la majestuosidad de las construcciones antiguas, el orden y la limpieza de la ciudad, por la extensa historia de los lugares que visitó y porque el poder adquisitivo era -y sigue siendo- considerablemente mayor que en su tierra.
Maritza y Sergio se conocieron en un seminario internacional sobre Grupos Étnicos de Europa y América Latina, celebrado en el instituto donde ella trabajaba. Esa vez, él acudió al evento, impulsado por la curiosidad que le provocaba el tema de las etnias de América del Sur y del Caribe.
Sergio Klausen tenía 28 años cumplidos. Se dedicaba al periodismo documental. Maritza se interesó en él desde que lo vio; le gustó su forma de ser, tímido cuando estaban en público, pero comprensivo, cariñoso y simpático a solas. En poco tiempo se hicieron amigos y novios.
Ocho meses después de haberse conocido, decidieron casarse únicamente por lo civil, como una manera de consagrar su incipiente amor y ayudar a que Maritza pudiera estar tranquila en aquel continente con su nuevo pasaporte comunitario obtenido precisamente gracias a su unión con Sergio. Para celebrar, en el departamento que ella rentaba hicieron una ceremonia íntima, sin invitados, después de firmar las actas de matrimonio en el registro civil.
Los primeros tres meses de casados, vivieron en domicilios aparte. Él estaba en el hogar de sus padres y ella en ese pequeño apartamento, en el cuarto piso de un edificio de estilo colonial, ubicado en la calle Joan Miró. Durante ese tiempo se las arreglaron para llevar su vida marital de la manera más normal que les fue posible, hasta que él consiguió un empleo y juntos pudieron rentar un departamento más grande que pagaban combinando sus sueldos.
Entre ambos hicieron crecer un amor un tanto extraño, pues los dos eran poco expresivos, parcos para mostrar sus afectos y no estaban acostumbrados a decir te quiero. Sin embargo, aceptaron la relación porque en el fondo se sentían profundamente atraídos el uno hacia el otro y comprometidos a quererse a su manera.
Ese amor fue lo que movió a Sergio a tomar la desesperada decisión de viajar al país de Maritza sin avisarle. Primero solicitó un permiso en el trabajo, su jefe se lo autorizó a pesar de que Sergio tenía muy poco tiempo de haber comenzado a laborar ahí.
Sergio añoraba la posibilidad de ir a un país al sur del continente para documentar fotográficamente la vida de una comunidad indígena cuya aldea estaba internada en la selva. Se tomó una semana para dejar todo en orden y adquirir el boleto de avión.
El viaje duró 25 horas, entre el tiempo que pasó en el aire y lo que ocupó en transbordar. En primer lugar aterrizó en la capital del país. Después se trasladó vía terrestre hacia la ciudad donde estaba Maritza. Ella seguía envuelta en la problemática de aceptar que su padre estaba muriéndose y que los doctores seguían sin acertar con el diagnóstico y mucho menos con la forma de curarlo.
Hasta entonces, Sergio no sabía nada de esa ciudad, sólo que su esposa estaba ahí. Pero desde que entró a bordo del autobús, comprendió por qué Maritza se negaba a quedarse ahí. En el camino le fue fácil ver el pobre nivel de vida de aquella localidad, también se dio cuenta del caos que reinaba en las calles llenas de basura, de hoyos en las avenidas y de automovilistas desquiciados.
Ese día, Maritza pasó varias horas acompañando a su padre en el hospital. Estaba dormida en una silla a un costado de la cama donde yacía, muy enfermo, don Gerónimo Luke. Entonces recibió una llamada, en el teléfono celular vio que el identificador mostraba la palabra Casa. Era su mamá, avisándole que ahí, en la sala, estaba sentado su esposo que acababa de llegar.
Maritza tomó con sorpresa y con cierto enojo la noticia de que Sergio estaba en la ciudad. Ella aún no sabía qué le respondería a la propuesta hecha por él mismo un poco antes. Maritza no quería involucrar a Sergio en el sufrimiento de la familia ante lo que parecía ser la inminente muerte de don Gerónimo, pero él, Sergio, todo el tiempo le manifestó su deseo de acompañarla en el doloroso trance.
Esa noche, cuando su hermano llegó a relevarla para cuidar a su padre, Maritza salió del hospital y, muy pensativa, se dirigió al hogar de su familia. Sergio ya se había bañado y doña Luisa le ofreció algo de comer mientras esperaba a que la esposa llegara. Él casi podía asegurar que Maritza, al verlo, se llenaría de gusto y correría emocionada a abrazarlo. Pero no fue así.
Al entrar en su casa, Maritza vio a Sergio sentado en el comedor, cenando un trozo de bistec asado. Él, desde ahí, la vio cruzando por la puerta y aún sin terminar de tragar el bocado que estaba masticando, se paró y fue hacia ella extendiendo los brazos como tratando de darle un cariñoso abrazo. Pero antes de que ocurriera cualquier contacto físico entre ambos, ella, con gesto grave, inquirió:
―¿Qué estás haciendo aquí? ―.
Sergio se sintió desconcertado al ver la reacción de Maritza y escuchar la fría pregunta. Pero haciendo uso de su paciencia, respondió:
―Hola cariño, he venido a acompañarte porque quiero estar contigo―.
Ella contestó, aún con tono frío ―Te dije que iba a pensar si era una buena idea que tú vinieras hasta acá―.
Él insistió ―Era lo único que podía hacer, porque para eso soy tu esposo―.
Maritza no dijo nada más, solamente caminó hacia su recámara. Él no regresó al comedor, dejó a medias el plato de comida que le había servido doña Luisa y trató de hablar con su esposa en la habitación, pero ella sentenció:
―Mañana veremos qué hacer―.
Doña Luisa no estuvo de acuerdo, pero Maritza le pidió a Sergio que durmiera en el sofá de la sala. Él aceptó.
Estando solo y a oscuras, acostado sobre el sillón, pensó que a partir del día siguiente tendría que buscar un trabajo temporal que le sirviera para solventar los gastos de su estancia y recuperar los ahorros que se había gastado en el viaje.
Transcurrieron seis días en los que Sergio ofreció sus servicios de fotógrafo en algunos periódicos locales, pero nadie lo contrató.
Dos días después de eso, don Gerónimo falleció en la cama del hospital. Los doctores informaron del deceso a Maritza; al recibir la noticia, sintió un profundo dolor pero también tuvo una sensación de alivio. Dijo que lo que su padre había pasado en los últimos meses no se podía llamar vida y que morir era la única manera segura de que el cuerpo de don Gerónimo pudiera por fin descansar del suplicio. Después pensó en la situación de tener al esposo sin trabajo. Todos los pensamientos revueltos en su mente la perturbaron.
Maritza coordinó todo lo necesario para el funeral de su padre. En el velatorio hubo poca gente; alrededor del féretro hubo pocas flores. Sergio estuvo presente, pero su esposa seguía sin poder definir con precisión cómo se sentía en aquel momento y si la presencia de él era lo mejor para sobrellevar el duelo familiar. Al día siguiente, el cuerpo de don Gerónimo fue enterrado en el panteón de la ciudad.
Maritza pasó los días y las tardes posteriores en su casa, tratando de aliviar el duelo que embargaba a su madre. Doña Luisa, enferma de diabetes y prácticamente sola en el mundo, no podía superar la pena, por eso Maritza optó por dedicarle toda su atención a ella.
Sergio siguió buscando trabajo sin poder encontrarlo. En él estaba creciendo la preocupación pues aún se estaba hospedando en la casa de doña Luisa y faltaba menos de un mes para el cumpleaños de Maritza, fecha que él quería celebrar de manera especial.
Para poder sobrevivir sin empleo, Sergio se vio obligado a llamar a sus padres y pedirles que le enviasen una cantidad de dinero a manera de préstamo. Sólo así podría seguir cerca de su esposa. Los padres de Sergio comprendieron y aceptaron enviarle una cantidad suficiente en efectivo.
Dada la situación, Sergio había considerado la posibilidad de hacer el viaje que tenía pensado al país del sur donde vivía la tribu indígena a la que deseaba investigar y hacer el documental en la selva. Eso siempre y cuando obtuviera los recursos financieros necesarios. Y como sus padres acababan de girarle el efectivo, el plan se volvió más factible.
La relación entre Maritza y Sergio se tornó tensa durante las semanas siguientes. El día del segundo aniversario, ninguno se mostró muy efusivo con el otro y la fecha transcurrió como si nada. Sin embargo, un día antes del cumpleaños de Maritza, él se encargó de contactar a las amistades más cercanas de ella. Citó a todos en un bar para darle la sorpresa de verlos reunidos con motivo del aniversario número 32 del nacimiento de su esposa, la bella Maritza Luke. Él Pensó que reunirla con sus mejores amigos la ayudaría a salir del episodio luctuoso por el que aún estaba atravesando.
Llegó la fecha del cumpleaños. Maritza se notaba un poco mejor de ánimos a poco más de un mes de haber perdido a su padre. Ella y Sergio fueron al bar, los alcanzaron dos amigas y un amigo de Maritza. Bebieron cerveza moderadamente y comieron una tabla de quesos y jamones. Pero aquello no parecía un festejo, al menos no en los rostros de los dos esposos. Por un buen rato ambos estuvieron en silencio, como tratando de evitar algún intercambio de palabras. Ninguno sonreía. Los tres amigos restantes disimularon la incomodidad que sintieron en ese momento.
En el bar pusieron música. Sergio hizo el intento de convencer a Maritza para bailar, pero ella lo sentó de un jalón en la camisa.
―No estoy de humor para tus payasadas― dijo ella tajantemente.
Sergio se sintió humillado frente a los amigos de su esposa. Esa noche siguió sin sonreír, no bebió nada más y tras un rato de silencios incómodos entre los cinco ahí reunidos, le pidió a Maritza que se fueran a casa porque quería dormir. Maritza, con rostro de enojo aceptó y ambos terminaron el festejo de esa manera fría y descortés.
La mañana siguiente, Sergio despertó en el sillón de la sala. Maritza estaba bebiendo café en el comedor. No había nadie más en la casa. Sergio se acercó a ella y con una mezcla de miedo y molestia en la voz, preguntó:
―¿Quieres que me vaya? ―.
Ella le dijo: ―No lo sé, ahorita no quiero hablar de eso―.
Con enfado, él respondió:
―Ahora ni nunca quieres hablar de eso. Pero yo quiero saber si las cosas ya no van a funcionar, me voy a hacer mi documental. Si vamos a seguir juntos como los esposos que solíamos ser, entonces me quedo contigo―.
Maritza no se inmutó al escucharlo, sólo respondió ―si te quieres ir, vete. Yo aún no sé qué voy a hacer con mi vida―.
Sergio dijo ―está bien, si así lo deseas―.
Se levantó de la mesa, se bañó y salió de la casa en busca de una agencia de viajes y con el préstamo que aún tenía de sus padres, compró un boleto, sólo de ida, hacia el sur.
Cinco días después estaba subiéndose al avión que iba hacia aquel lugar, lejos de su esposa y cerca de cumplir su sueño de hacer el documental. Maritza no quiso acompañarlo al aeropuerto. Lo dejó ir sin decir más.
Durante todo el vuelo, Sergio sólo pensó en Maritza. Le dio una y otra vueltas mentales a la situación, tratando de encontrarle lógica a la manera tan estrepitosa en la que el amor se había esfumado nada más por el hecho de que él quiso estar cerca de su esposa cuando ella pasaba por un momento tan complicado. Por momentos intentó dejar de pensar en eso y en una libreta de apuntes anotó aspectos que le gustaría investigar cuando estuviese en la selva.
La ciudad a donde llegó tenía una apariencia opuesta al lugar de donde acababa de salir. Era un sitio limpio, de avenidas amplias. En el aeropuerto y tras haber recogido sus maletas en la banda de equipajes, Sergio buscó la manera de trasladarse cuanto antes hacia Taragüí, el poblado más cercano a la zona de la selva donde haría su investigación.
Un señor le indicó el sitio donde abordar el transporte público que lo llevaría a su destino. Caminando en la dirección que el señor le señaló, llegó a un local; en las afueras de éste había tres camionetas urbanas con rótulos que decían: «Taragüí, Francisco Puntas, Talamachera y Los Cipreses». Eran los nombres de cuatro poblados ubicados en los bordes de la zona selvática. Las camionetas recorrían 12 veces al día esa misma ruta hasta terminar a las 10 de la noche.
Sergio compró su boleto por 73 pesos. Esperó un rato y abordó una de las camionetas, en ella también estaban un sujeto alemán, uno francés, un español y dos australianos. Todos iniciaron el viaje hacia Taragüí.
Dos horas y 46 minutos después, la camioneta cruzó un tramo de terracería, al final de éste, el chofer anunció en voz alta:
―Los que se bajan en Taragüí. Ya llegamos―.
Sergio despertó después de haber dormido durante casi 40 minutos. Todos bajaron de la unidad. Caminaron cerca de 200 metros, encontraron a un hombre viejo sentado bajo una palapa de palma afuera de su casa; le preguntaron por alguna posada, hotel, hostal o cualquier lugar para pasar el resto de la tarde y la noche. A la mañana siguiente, pensaba internarse en la espesura de la selva.
Sergio no sabía lo que encontraría en ese lugar, por eso cuando llegó junto con los otros viajeros, quedó sorprendido, por un momento se sintió feliz al ver que la estancia para hospedarse estaba a la orilla del mar.
Para llegar a la zona de la tribu era necesario caminar más de un kilómetro selva adentro por una vereda a espaldas de la estancia. Los cuartos tenían cinco hamacas colgadas, no tenían ventanas, el techo era de madera cubierta con palmas secas y con tejas. En medio había tres postes de polines sosteniendo la techumbre. Junto a la pared del fondo había una fila de casilleros donde los huéspedes podían colocar sus pertenencias y mantenerlas seguras bajo llave.
Sergio y los demás se alojaron en una de esas habitaciones. Compraron cervezas en una pequeña tienda enfrente de la posada. Tras beber un poco se metieron al mar apacible de aguas tibias y cuando la noche entró de lleno se fueron a dormir. Al día siguiente, Sergio haría la expedición a la selva y buscaría participar en una ceremonia sagrada de la tribu a la que pretendía estudiar.
No fue sino hasta la tarde del siguiente día cuando Sergio partió selva adentro, guiado por un experto conocedor de la zona, así como de las costumbres y tradiciones de la tribu Zenyu-akwa. Llegaron a la aldea, el guía habló en la lengua de ellos para pedirles permiso de entrar en su territorio, convivir con ellos durante la ceremonia del ojo sagrado y que Sergio pudiera tomar fotografías del ritual. El jefe de la tribu aceptó. Los dos entraron en la aldea.
El mismo jefe comenzó la ceremonia con un rezo en voz alta al que los aldeanos contestaron con cánticos rituales. Quemaron madera y en el fuego metieron un gallo vivo hasta dejarlo calcinarse. Sergio tomó fotografías de todo aquello. Al final, el jefe le ofreció una pequeña jícara de bambú con una bebida típica de la aldea. Sergio la bebió. Sintió un mareo inmediato por el alto grado de alcohol en el brebaje. Cuando todo terminó, salió de ese sitio y, junto con el guía, caminaron el tramo de regreso a la posada.
En la habitación se encontró con el alemán, el francés, los australianos y el español. Este último fue quien le preguntó qué tal había estado la experiencia. Sergio le contó todo, hasta lo que sintió con la bebida que le ofreció el jefe de la tribu.
―Aquí hay más para beber― dijo Patricio, extendiendo una cerveza que Sergio bebió rápidamente. Así siguieron hasta que la plática y la convivencia se convirtieron en una borrachera. Alguien sacó una botella de aguardiente, Sergio tomó varios vasitos de esa bebida aunque era la primera vez que la probaba. Se emborrachó y a la una de la mañana con 27 minutos, se acostó a dormir en su hamaca.
El bullicio de los demás continuó hasta casi las cinco de la mañana. A esa hora, cuando el alemán se acostaba en su hamaca, se percató de que Sergio se levantó; se veía confundido y torpe, como si estuviera sonámbulo. Sin ponerse las sandalias que había dejado a los pies de la hamaca, salió de la habitación. El alemán no le prestó importancia. Desde entonces nadie volvió a ver a Sergio.
Al siguiente día, los viajeros fueron despertando, uno por uno, entre las 10 de la mañana y la una de la tarde. El primero en reaccionar fue el español Patricio, el último en abrir los ojos fue el alemán que vio a Sergio salir de la habitación. Patricio se sorprendió de no ver en su hamaca a Sergio y sólo encontrar sus pertenencias, entre ellas, la cámara fotográfica que usó un día antes en la ceremonia de la tribu.
A las seis de la tarde, nadie se explicaba qué estaba ocurriendo con Sergio. Sus cosas estaban en el mismo lugar, las horas transcurrían, pero de él no se sabía nada. Todos descartaron la idea de que se hubiera ido a dar un paseo porque sus sandalias y sus zapatos estaban en la habitación y él difícilmente habría salido a caminar descalzo.
Terminó el día sin noticias. Y al día siguiente la situación fue la misma. Por fin, el español decidió buscar entre las cosas de Sergio y encontró su teléfono celular adentro de la mochila. Buscó en la agenda y marcó al número indicado como «Mamá». La madre de Sergio contestó pensando que era su hijo el que la buscaba, pero era Patricio para contarle la historia:
―Sergio ha desaparecido hace dos días y no sabemos nada de él―.
La señora colgó, su rostro reflejó inmediatamente preocupación. Al saber la circunstancia, decidió llamar a Maritza, quien para esos días ya tenía decidido quedarse a radicar de nuevo en su país, junto con su madre.
―Sergio no aparece― le dijo la señora a Maritza y ésta, al escuchar la noticia, con una sensación de pánico contenido, respondió:
―No se preocupe, ahora mismo veré qué hacemos―.
Terminó la llamada y Maritza comenzó a moverse en busca de respuestas. Ese mismo día sacó del banco los pocos ahorros que tenía, consiguió un préstamo con una amistad suya y adquirió un boleto de avión rumbo al país del sur.
Los siguientes días y meses a partir de que Maritza llegó al lugar de la desaparición, para ella trascurrieron muy rápidamente y conforme pasaba el tiempo, se sentía más obligada a actuar y a tomar decisiones más trascendentes cada vez.
En cuanto puso pie ahí, fue a denunciar el caso ante la Policía Nacional. Desde la comandancia general se giró la orden de desplegar equipos de búsqueda por tierra, mar y aire. Un grupo de policías recorrió a pie tierra toda la zona de la posada y los kilómetros de bahía alrededor. Otro grupo se internó en la selva y llegaron hasta la aldea, sin encontrar nada, ni un solo rastro.
El comandante llamó a un piloto de la fuerza aérea y en un helicóptero, junto con Maritza, sobrevolaron toda el área. Al pasar por encima del mar vieron a una lancha rápida con policías que también hacían su búsqueda en altamar.
Maritza se sintió fatal. El sentimiento de culpa la carcomía y ella, cada vez más desesperada, sentía que se quedaba sin ideas de dónde y cómo seguir buscando. Uno de esos días llamó a la mamá de Sergio para contarle lo que había hecho y los pobres resultados obtenidos.
La familia de Sergio buscó a un reportero de una cadena televisiva en su país, a quien le contaron toda la historia. La noticia del extravío salió en aquella nación y en los noticieros nacionales del país de Maritza.
Pasó mes y medio sin que hubiera ninguna pista de Sergio. La policía estableció como líneas de investigación que él se hubiera ahogado en el mar, cosa poco probable porque, según su madre, era un buen nadador y había tomado cursos de buceo. También manejaron la idea de que se hubiera perdido en la selva; pero iba descalzo, difícilmente hubiera podido aguantar caminando mucho tiempo. La tercera teoría señalaba un posible rapto cometido por la tribu de indígenas. Ninguna de las posibilidades sonó con lógica a la madre de Sergio. La señora, aferrada al último jirón de esperanza, pidió a todos no abandonar la búsqueda.
Pasaron 15 meses sin novedad alguna acerca del desaparecido Sergio. Maritza adelgazó por la angustia y la culpa.
―¿Por qué lo corrí? ― se preguntó una y otra vez.
Sin embargo, seguía buscando al que todavía era su esposo, aunque no podía estar segura de que él siguiera con vida.
En su país, la madre de Sergio junto con sus parientes más cercanos, se acercaron a asociaciones civiles que ayudan a familiares de personas desparecidas. En todo el tiempo transcurrido, regaron la noticia por todos los medios de información que les fueron posibles. Pero ningún esfuerzo alcanzó. Lo único que tenía era la esperanza y las pertenencias que Sergio dejó a los pies de la hamaca donde durmió la última noche que lo vieron.
El tiempo siguió su paso. Todos siguieron buscando, pero lo único que quedó fueron dos anuncios. Uno, lanzado por la Policía Nacional del país donde Sergio se perdió. El otro, hecho y difundido por la familia, fue pegado en todos los postes de la ciudad, en los muros, en los lugares más concurridos. También dejaron pegados cientos de esos carteles en todos los pueblos aledaños a la selva donde se extravió.
En esos anuncios, al pie de la fotografía de Sergio, se puede leer una súplica que dice: «No olvidemos a Sergio. Si lo hacemos, desaparecerá para siempre».

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