Las glorias del olvido

Esa noche, la gran diva del teatro y la música sintió algo distinto cuando escuchó los aplausos del público. A sus 64 años y a punto de cumplir medio siglo de trayectoria artística, seguía abarrotando auditorios, levantando ovaciones, y despertando pasiones

Óscar Aquino López / Portavoz

[dropcap]E[/dropcap]sa noche, Flor Angélica Solares, la gran diva del teatro y la música, sintió algo distinto cuando escuchó los aplausos del público. A sus 64 años y a punto de cumplir medio siglo de trayectoria artística, seguía abarrotando auditorios, levantando ovaciones, y despertando pasiones entre sus más férreos admiradores.
De pie, los 450 espectadores que llenaron el auditorio «Galas mundiales» se rindieron ante su artista favorita. El concierto estuvo lleno de emoción. Flor Angélica interpretó sus éxitos más grandes, con esa voz tersa, matizada de dulzura y potencia tan características de ella.
Después de esa magna presentación, sólo tuvo una más, con la que festejó sus 50 años de carrera. A partir de entonces, todas las cosas comenzaron a cambiar. La huelga en la asociación de cantantes y actores tuvo mucho que ver, pero hubo algo también en ella, en su forma de ser y de interactuar con la gente.
Giorgio Linares, el mejor amigo, confidente y asistente personal de Flor Angélica, semanas atrás comenzó a notar algunas conductas extrañas en ella. Giorgio, en ese entonces, tenía 35 años de edad, pero conocía a Flor de pies a cabeza pues los unía un afecto de toda la vida. Él era hijo de Antonio Linares, un artista reconocido entre los románticos de su época. Antonio y Flor muchas veces fueron vinculados por la prensa sensacionalista como la pareja del momento, cosa que nunca se pudo confirmar, pero tampoco desmentir. Antonio Linares falleció 12 años antes, lo asaltaron en la capital, él quiso resistirse, pero le dispararon. Los tres sujetos que lo mataron, dejaron el cuerpo tirado a la mitad de la avenida y después huyeron en el coche robado. Giorgio era muy joven y acababa de quedarse solo en el mundo. Flor Angélica no permitió que eso sucediera. Adoptó al muchacho y le dio trabajo como su asistente personal. La madre de Giorgio, Amanda Fayad, se fue una tarde cualquiera. Con maleta en mano abordó el coche de Gonzalo Bellavista, el actor que interpretó alguna vez a Mercucio, en la puesta en escena de Romeo y Julieta que tuvo una larga temporada en el teatro «Lunas de plata», de la gran ciudad. Giorgio nunca le perdonó a su madre por haberlo abandonado. No volvieron a verse. Lo único que supo fue que la despampanante modelo que fue en su juventud no tenía nada que ver, al menos físicamente, con la mujer de ahora. El tiempo ya había dejado sus marcas en el rostro de Amanda. Envejeció más rápido por la soledad y por el remordimiento de haber dejado a su hijo a la deriva y haberlo cambiado por una vida que duró poco y fue muy distinta al sueño de amor que tenía en mente en el momento de escapar de su familia. Sin embargo, seguía tratando de vivir de su imagen, con poco éxito. A los dos años de haberse ido, se separó de Gonzalo.
Todas esas cosas le importaron poco a Giorgio cuando las supo. En realidad, su corazón estaba más atento a la mujer que durante mucho tiempo le dio techo, comida, trabajo y los mejores consejos para hacer algo productivo de su vida. Flor Angélica era a quien Giorgio identificaba en la figura de madre.
Giorgio estuvo en el concierto del 50 aniversario de trayectoria de Flor Angélica Solares. Ese día pudo darse cuenta de algunas cosas. La más importante para él fue descubrir que Flor tenía algo. Lo supo en el momento que entró al camerino. Al abrir la puerta blanca, en la que se veía el letrero con letras negras que decía «Flor Angélica Solares», Giorgio la encontró peinándose, como alaciándose el cabello, pero con un cepillo dental. Le dijo:
-¿Qué está haciendo?-.
Lo preguntó con tanto énfasis que Flor por un momento se sintió ofendida. Pero al bajar la mano con la que estaba sujetando el cepillo y notar el error, ella misma se sorprendió. Su reacción inmediata fue sonreír y guardar silencio. No supo qué responder.
Ahí mismo, en el teatro, estuvo Valentine Farrugia, violinista francés, quien al día siguiente tendría su presentación de gala en un importante y renombrado escenario de eventos artísticos y culturales, cerca de una zona arqueológica, en las periferias de la ciudad capital. Esa noche, llegó intrigado por conocer y escuchar a Flor Angélica. Valentine era un hombre mayor, pero con un garbo incomparable. Hombre de muchas historias, con fama de Casanova y con mucho dinero. Codiciado por artistas, modelos y actrices en su natal Lyon y en varias partes del mundo, sitios en los que dejó la huella de su virtuosismo musical, e incontables aventuras amorosas, al estilo de los marineros del Farewell, de Neruda, dejando esperanzas de amor por todas partes, sin repetir amantes nunca. Amando de a pocos para después huir, ya fuera por su apretada agenda de presentaciones o como una manera de prevenir enamoramientos prolongados.
Al entrar por la puerta del auditorio, llamó la atención instantáneamente. Damas y caballeros por igual voltearon a verlo. Él caminó por la alfombra roja del pasillo de entrada, llegó a la escalera principal y subió hasta uno de los palcos. Vestía un smoking con sombrero de copa y zapatos, todo de color blanco. A todos les fue imposible dejar pasar inadvertida tanta elegancia.
Hasta ese momento, Flor Angélica no sabía nada de la presencia de Valentine en el teatro. Pero tampoco pudo evitar verlo momentos después de que subieron el telón y ella se vio a sí misma, frente a toda esa audiencia ardiente en deseos de volver a deleitarse con la tersura potente de su voz. Lo vio. Valentine estaba sentado en la butaca forrada de un cuero negro tan fino que a pesar de los años conservaba el olor a piel recién curtida. Tenía la pierna izquierda cruzada sobre la derecha y observaba hacia el escenario desde lo alto.
En la antepenúltima canción, Valentine súbitamente se levantó del asiento, bajó por las escaleras y salió del auditorio discretamente. Flor se sorprendió y hasta se sintió un tanto desanimada al ver la ausencia del único hombre que vistió de blanco en esa gala.
Flor terminó su recital. Fue un éxito tremendo. La ovación final se extendió por más de dos minutos. Toda la gente aplaudiendo de pie, agradeciéndole por tantos años de permitirles gozar con sus interpretaciones. Todos estaban tan contentos que a Giorgio se le olvidó el incidente del camerino, cuando la encontró peinándose con su cepillo dental. Todos pasaron por alto eso ante la magnitud del momento glorioso que Flor estaba viviendo justo en el atardecer de su vida como artista.
Valentine volvió al teatro quince minutos después de haber terminado el concierto. Flor estaba en su camerino, platicando con algunos de sus músicos, celebrando el éxito de esa noche. Ella les agradeció por todos los años de trabajo juntos pues algunos de ellos habían estado desde el principio de la carrera. Giorgio estuvo ahí, fue parte del festejo.
Se escucharon tres golpes no muy fuertes en la puerta del camerino. Giorgio salió a atender, abrió la puerta. Ahí, enfrente, estaba parado con la espalda erguida y con tremendo Donaire, Valentine Farrugia, con el sombrero blanco de copa y un ramo de rosas rojas. El caballero preguntó por la cantante Flor Angélica Solares. Desde adentro, ella se percató de que Valentine estaba en la puerta.
-Por favor, Giorgio, deja que pase el caballero. Es amigo mío- dijo Flor Angélica.
Giorgio, con cierto gesto de molestia, extendió su brazo izquierdo, invitando a pasar a Valentine, quien entró en el camerino y dijo:
-Merci beaucoup-.
Caminó seis pasos y medio hasta llegar frente a ella. Hizo una pequeña reverencia e intentando hablar en castellano, dijo:
-Buenas noches, madame Flor Angélica Solares. Felicidades, su concierto estuvo fantástica-.
Ella respondió:
-Querrá decir fantástico, caballero. ¿Quién es usted?-
Valentine extendió el brazo con el ramo de flores. Respondió:
-Traje este bouquet de roses para usted. Mi nombre es Valentine Farrugia. Nací en La France, vine aquí a dar un recital de violín y pasé a saludarla-.
-Mucho gusto de conocerlo, Monsieur Valentine- respondió Flor.
-Pase, sírvase algo de tomar- añadió.
Fue una noche mágica y el principio de una amistad franca y duradera. Ahí mismo, en el camerino, cantaron todos los éxitos de Flor Angélica. Valentine lo intentó, pero su español atropellado, se lo impidió, así que se dedicó a aplaudir con entusiasmo cada que terminaban las canciones.
Durante el convivio, Valentine invitó a Flor Angélica al recital que daría al día siguiente. Le propuso ser su invitada de honor y también extendió la invitación a Giorgio y a toda la orquesta. Flor Angélica aceptó de buena gana la invitación.
Casi a la una de la mañana, todos se fueron del teatro. Flor y Giorgio se dirigieron a la casa donde ambos vivían. En todo el camino, ella fue hablando de Valentine. Definitivamente, el tipo del traje blanco causó algún tipo de sensación en el ánimo de Flor. Giorgio se dio cuenta rápidamente de ello. La sonrisa que tenía Flor en el rostro era algo nuevo, pocas veces se le podía notar tanta emoción en sus facciones, en sus gestos, en su semblante. Flor, aunque olvidó el ramo de rosas en el camerino del teatro, se llevó grabada mentalmente la imagen de Valentine. Ella misma no sabía qué estaba pasando. Se sentía inusualmente emocionada. Así durmió esa noche, cautivada por un desconocido. Emocionada por algo que no alcanzaba a comprender.
A la mañana siguiente, Flor despertó sin saber qué día era. Se sintió un poco mareada al levantarse de la cama. En el baño, al verse en el espejo, no se reconoció. Antes de salir del cuarto, dejó las pantuflas de gamuza color café y se fue descalza hacia el comedor, donde ya la esperaba un desayuno de fruta, pan recién tostado, jugo de naranja con zanahoria y un omelette.
Giorgio le preguntó a Flor si tenía pensado ir al recital del francés esa noche. Ella no se acordaba del compromiso que hizo con Valentine la noche anterior. Y no es que Flor estuviera amnésica por consumir alcohol festejando el éxito del concierto, sino porque últimamente se le estaban olvidando muchas cosas muy elementales, de una manera que a Giorgio le resultaba por demás extraña e intrigante.
Sin embargo, por la noche, Flor volvió a vestirse de diva, de gran dama. Lucía como una señora impecable, magnánima.
Antes de comenzar el recital de Valentine, Flor y Giorgio hicieron lo posible por perderse entre todos los asistentes del evento. Flor vestía un traje italiano color marrón, con zapatillas negras. A pesar de los 65 años de edad que en ese momento ya pesaban sobre su ser, para ella siempre fue prioridad mantener una imagen intachable y marcar diferencia entre la gente por su elegancia y su clase.
Se fueron a la fila 34, asientos G y H. Desde ahí pudieron apreciar el arte del violinista francés que en cuestión de 24 horas se había convertido en un tema importante para ella. Valentine tocó temas clásicos de Francia, como La Vie on Rose, pieza con la que el público se puso de pie para aplaudirle por haber ejecutado tan bella melodía de una manera magistral. Flor y Giorgio también aplaudieron de pie. Fue entonces cuando Valentine se percató de que estaban ahí, y por los gestos de ambos, el francés pudo saber que su arte les había causado una grata impresión.
Valentine estaba a punto bajarse del escenario, pero cuando vio a sus dos amigos a la distancia, pidió que le prestaran un micrófono. Un joven le llevó lo que pidió y el francés dijo a todo el público:
-Quisiera invitar a una persona muy especial a que pase aquí conmigo al escenario. Tengo el placer de decirles que entre nosotros se encuentra madame Flor Angélica Solares-.
Para ese momento, varias personas ahí presentes ya habían notado la presencia de la diva. Al menos tres se acercaron a ella para pedirle un autógrafo o expresarle su gratitud.
Flor se volvió el centro de atención en ese instante. No le quedó más opción que aceptar la invitación a subir al escenario.
La noche se llenó de magia. El cielo se veía como un lienzo oscuro de profundidad infinita, salpicado de estrellas. No hacía frío. A un costado del escenario se podía ver un poco de una zona arqueológica, un antiguo centro ceremonial Azteca. Misticismo puro era lo que respiraba en ese sitio.
Flor Angélica Solares subió al escenario. Con un reflector, fue iluminada hasta que llegó junto a Valentine. La gente estaba extasiada al tener juntos a dos artistas tan famosos.
El violín comenzó a sonar ejecutado por Valentine. Flor Angélica de inmediato supo que esos acordes eran los de una canción que a ella le encantaba interpretar, desde la primera vez que lo hizo, en una gira internacional que incluyó una fecha en París. Non, je ne regrette rien es el nombre de esa melodía. Uniendo sus talentos, Valentine y Flor Angélica llevaron a todo el público directamente hacia un éxtasis de romanticismo. Los conmovieron hasta el llanto.
Esa inolvidable noche fue el verdadero comienzo de una amistad profunda que nunca llegó a ser amor, pero los mantuvo cercanos. Valentine, en Francia, era un hombre solitario y cada vez le resultaba más complicado conseguir fechas para presentarse en su país, pues a pesar de ser famoso, la gente había dejado de asistir a sus conciertos. Fue entonces cuando decidió quedarse a vivir un tiempo en México para estar cerca de Flor Angélica. No le comentó nada de esa decisión sino hasta el último momento, después de cuatro semanas de convivencia frecuente entre ambos.
Flor Angélica, en ese momento enfrentaba la dificultad de que recientemente acababa de iniciar la huelga en la asociación de actores, compositores y cantantes a la que ella pertenecía. Ello provocaba que, temporalmente, no pudiera presentarse en todo el país.
Giorgio fue testigo de aquella relación idílica entre dos adultos mayores. Pero al margen tenía una preocupación constante que tenía que ver con Flor y con sus conductas extrañas, principalmente estando en casa. Con el paso del tiempo, el mal se agravó. Flor comenzó a hacer cosas ilógicas, como ponerse los zapatos en el lado equivocado, usar pasta dental para maquillarse. También se le fueron olvidando cosas de su pasado. En pláticas con ella, Giorgio le mencionaba los mejores conciertos que había dado en años anteriores y Flor no podía recordar nada de esas ocasiones.
En los siguientes tres años, Flor Angélica dejó a un lado por completo su carrera artística y se sometió a una serie de estudios neurológicos, psicológicos y psicométricos. Fue atendida por neurólogos, psicólogos y psiquiatras. Después de análisis profundo, el resultado de todos los especialistas fue unánime: Alzheimer.
Nadie se imaginaba algo así. Pero definitivamente, el diagnóstico dado por los médicos concordaba a la perfección con la serie de irregularidades que Giorgio había notado desde tiempo atrás en su jefa, protectora y casi madre.
Cuando Flor Angélica cumplió 72 años, su estado de salud mental estaba completamente deteriorado. Había olvidado hasta las cosas más elementales. Ya no podía masticar la comida sin ayuda porque se le olvidaba hacerlo y si no se le auxiliaba, podía pasar horas con el mismo bocado adentro de la boca. Adelgazó rápidamente. A Giorgio le dolió el alma, pero no tuvo más opción que internarla en una casa de cuidados geriátricos, donde fue recibida con mucho cariño por todo el equipo de trabajo, pues las enfermeras, los médicos y los auxiliares sabían perfectamente quién había sido ella en sus mejores épocas.
Después de eso, Valentine volvió a quedarse solitario, pero ahora en un país extraño al suyo. La única compañía que tuvo fue la de Giorgio, quien pudo ver cómo el gran artista francés comenzó a envejecer tanto que en poco tiempo dejó de valerse por sí mismo y fue necesario buscar ayuda de especialistas. Valentine, dos meses después, fue internado en la misma casa geriátrica, con los mismos síntomas que Flor Angélica.
Giorgio platicó con una de las enfermeras y le contó acerca de la amistad entre Flor y Valentine. Le explicó quién era ese hombre francés y por qué el mismo Giorgio fue quien decidió llevarlo a esa casa para evitar que muriera en el desamparo. Valentine había dejado de tocar su violín, incluso lo extravió sin volverlo a encontrar. Igual que Flor, había olvidado todo, hasta su propio nombre.
Antes de permitir que Flor y Valentine se vieran adentro de esa casa geriátrica, Giorgio habló con ella, como haciendo un último esfuerzo por regresarle la memoria. Le dijo que su gran amigo Valentine acababa de llegar. Ella se quedó en silencio, con la mirada perdida. Inexpresiva, sentada en su silla de ruedas, vistiendo una bata blanca con dibujos de florecitas.
Flor no supo de qué le estaba hablando Giorgio, es más, resulta difícil afirmar que en realidad haya escuchado algo porque sus ojos se notaban perdidos y ella, ausente. Cayendo en la espiral de la muerte.
Giorgio se había convertido en el cuidador de los dos ancianos amnésicos. Con Valentine también intentaba cosas para hacer volver la memoria, pero nada funcionó. Aquel hombre tan garbado en su época radiante, era ahora un viejecito indefenso, sin fuerzas y sin un solo recuerdo.
Pasaron meses en los que Giorgio siguió tratando de preparar a Flor y Valentine para volver a verse. Les habló de su amistad, de la noche en que se conocieron. Evocó hasta el último detalle y nada fue suficiente pues el Alzheimer había avanzado con mucha rapidez y fuerza.
Giorgio esperó hasta navidad para el gran momento. Mientras tanto, pasó los días caminando del pabellón de varones al de mujeres. Dado que existía esa separación por género en los pabellones de la casa geriátrica, Flor y Valentine no se habían visto hasta entonces.
El día de navidad, todos los pacientes del centro geriátrico se reunieron en el patio para celebrar la fecha. Esa tarde, Giorgio y una enfermera vistieron a Flor Angélica con uno de sus mejores trajes, uno que no había usado en mucho tiempo. El cuerpo de ella se había encogido. Su columna vertebral se encorvó y cuando le pusieron la ropa, ésta se veía como si fuera dos tallas más grandes de lo necesario.
Lo mismo pasó con Valentine. Giorgio le puso el traje blanco elegantísimo con el que llegó al concierto por el 50 aniversario de la carrera de Flor Angélica. A él también le quedó grande su propia ropa.
Por separado, Flor y Valentine fueron llevados hasta la mesa de la cena. Ambos en sus sillas de ruedas. Ninguno de ellos con conciencia de lo que estaba pasando.
Por fin, Giorgio los sentó juntos. Valentine ni siquiera volteó a ver a Flor. Ella sí lo vio a él, pero no supo quién era. Giorgio tomó una mano de cada uno y las entrelazó. Todos los presentes aplaudieron. La ovación fue muy emotiva.
En sus sillas de ruedas, los dos vieron en silencio cómo toda la gente se paraba de sus asientos y aplaudía, sin saber que esos aplausos eran dirigidos a ellos, a esos dos ancianos ausentes de la realidad y absolutamente olvidados de quiénes fueron en sus épocas de gloria.

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