Los diablicos

Los padres de Ricardemiro Sánchez comenzaron a impacientarse por la actitud indiferente de su hijo ante los temas académicos y su obsesivo deseo de ver partidos de baloncesto por la televisión o jugar en la cancha de la colonia donde vivía. Todo en la cabeza de «Ricky» era baloncesto

Óscar Aquino/Colaboración

[dropcap]E[/dropcap]n aquellos años, Michael Jordan y los Toros de Chicago tenían cautivo a todo el mundo por su forma brillante de jugar sobre la duela. Todos los niños y jóvenes de toda la tierra soñaban con lograr hazañas iguales a las de ese equipo. El baloncesto vivía sus mejores épocas.
En su casa, Ricardemiro Sánchez acostumbraba ver por televisión todos los partidos que se transmitían los fines de semana, pero ponía especial atención si se trataba de ver al equipo de sus sueños. Se deslumbraba cuando veía a Jordan, a Scottie Pippen y a todas esas estrellas que hoy ya son parte del Salón de la Fama.
La gente lo conocía como Ricky, muchos decían que era preferible llamarlo así porque su nombre verdadero, además de ser muy feo, era demasiado largo. Alguna vez, cuando estudiaba la secundaria, una maestra de español le dijo:
—Jovencito, su nombre tiene tantas letras que, más bien, parece un adjetivo—.
Ricky, además, era el más chaparro de su familia y en todos los grupos de colegio donde estuvo, fue siempre el de menor estatura. Sobre todo por eso es que Ricky se sentía ensoñado cuando veía por televisión las hazañas de los basquetbolistas. Admiraba profundamente todas las habilidades que los atletas mostraban en cada partido, pero particularmente, lo que Ricky idolatraba era la altura física de todos ellos.
A finales del verano de 1996, Ricardemiro Sánchez Lauro encontró su nombre en la lista de aspirantes que aprobaron el examen de admisión en una preparatoria pública de su ciudad. La mañana de ese martes, Ricky llegó al plantel escolar, sintiéndose ansioso por saber si había respondido satisfactoriamente la prueba psicométrica de 250 reactivos que hicieron él junto con otros 680 chicos y chicas, una semana antes, en las aulas de esa escuela.
Al comprobar que sí estaba en la lista de los nuevos alumnos de esa institución, Ricky, sin hablar con nadie, se fue de regreso a casa. Por la tarde, tomó su balón naranja Spalding y fue hacia una cancha de básquetbol dentro de la colonia donde vivía. Todas las tardes hacía lo mismo. Solo, se iba a jugar una o dos horas diarias. En esas sesiones, Ricky practicaba, principalmente, los tiros de tres puntos.
Al paso de tres semanas comenzaron las clases en la escuela preparatoria. Desde el primer día, Ricky llegó con la mente abierta y dispuesta a vivir de lleno la experiencia de estar en la prepa, tema del que ya tenía referencia pues sus dos hermanos mayores, en distintas épocas, estudiaron ahí mismo.
Al principio, todo estuvo bien, hasta que Ricky supo que entre las materias que estudiaría en ese curso estaban Física y Química, de las que no sabía absolutamente nada.
A medida que fue avanzando el ciclo escolar, Ricky se fue familiarizando con sus compañeros de aula, con sus profesores y con los alumnos de otros grados. Entre sus nuevos conocidos estaba Miguel, otro alumno de primer grado. Pronto se hicieron amigos y comenzaron a jugar cada vez con mayor frecuencia.
Al final del primer semestre, Ricky obtuvo las calificaciones mínimas necesarias para aprobar las materias.
En esa misma época, los Toros de Chicago consiguieron un nuevo campeonato y todo el público que los seguía festejó con euforia el regreso de Michael Jordan a las duelas después de haber pasado un tiempo tratando de hacer algo en el beisbol, en un equipo doble «A» de los Medias Blancas de Chicago. En uno de los partidos, el astro del baloncesto anotó 55 puntos, impresionó a propios y extraños y volvió a confirmarse como el mejor de todos los tiempos.
En lo que respecta a la escuela, Ricky comenzó a tener problemas de malos resultados a partir del segundo semestre. Sintiéndose más confiado y aceptado entre el amplio grupo de jóvenes que diariamente abarrotaban las tres canchas de baloncesto, donde disputaban partidos con apuestas de por medio, Ricky distrajo su mente de los asuntos académicos y se enfocó en el deporte que lo apasionaba.
Jugaban cinco contra cinco, o tres contra tres; el equipo que perdía, tenía que salir y dar paso a uno nuevo que, a su vez, retaba al ganador. Se apostaba de todo, incluso dinero, cosa que los directivos del plantel trataban de erradicar, enviando, para eso, al prefecto Yeudiel, a vigilar de cerca lo que acontecía en las canchas.
El director de la preparatoria, el maestro René Alba, junto con los maestros que formaban el comité directivo de la institución, sostuvieron, en esos días, una reunión cuyo objetivo fue que todos los catedráticos entregasen un reporte preliminar del rendimiento de los tres grupos de segundo semestre que en ese momento había. El profesor Alba recientemente había cumplido catorce años como director de esa escuela. Sabía perfectamente cada cosa que sucedía en los patios, en las aulas, en los laboratorios, en el auditorio, en la cafetería y también en las canchas de baloncesto.
Él mismo había tenido que afrontar situaciones complejas en su papel de máxima autoridad de esa escuela. Por ejemplo, seis años atrás sucedió algo que estremeció a toda la comunidad de ese colegio y que, sin embargo, nunca salió a la luz pública gracias al trabajo del maestro René Alba.
Esa vez, sucedió que una chica del turno vespertino, entró en el baño, a un costado del patio cívico. Algunos de los estudiantes que estaban por ahí, la vieron entrando al W.C., cosa que a nadie le pareció extraña. El problema fue que unos minutos antes, en ese mismo baño entró otra chica, pero nadie sabía lo que estaba ocurriendo.
La segunda niña que ingresó al baño, llamada Xóchitl, cerró la puerta por dentro, esperó a que la otra chica saliera del sanitario y cuando estuvo cerca de los lavabos, la apuñaló. Le ensartó una navaja 007 en el costado derecho y le dijo algo que nadie supo. Después, Xóchitl abrió la puerta y salió de ahí. La puerta quedó abierta. Xóchitl caminó rápido hasta el portón de la entrada y se fue de la escuela apuradamente sin rumbo establecido.
Resultó que la chica apuñalada, era una estudiante de tercer semestre que estaba embarazada de un alumno de quinto semestre, un joven de ojos verdes que siempre tuvo la atención de muchas niñas. Todas buscaban acercarse y tener algo con él. Xóchitl era una de las más fervientes admiradoras de ese joven. Por momentos daba la impresión de que aquel embelesamiento de Xóchitl se había convertido en una obsesión. Eso quedó comprobado el día en que entró al baño y apuñaló sin dudar a la otra chica. El muchacho, manzana de la discordia, no sabía nada del embarazo. La chica agredida había guardado el secreto pues pensaba tener al bebé para intentar atrapar al chico de los ojos verdes para toda la vida. Cuando se supo todo, los tres jóvenes fueron expulsados de la escuela. La chica que recibió la puñalada, perdió a su bebé. El muchacho se fue a otra escuela y Xóchitl se salvó de ir al correccional de menores.
El maestro René Alba manejó la situación sabiamente; esa historia quedó en el pasado y enterrada en un sepulcral olvido. Sin embargo, al director le sirvió como un curso exprés de cómo resolver situaciones incómodas sin permitir que se conozcan públicamente.
Se puede decir que en 14 años había vivido de todo. Como la ocasión en la que mandó a llamar a un estudiante de cuarto semestre, a quien un grupo de alumnos de primero habían denunciado por espantar a todos los compañeros con un animal.
Cuando Armando, el joven inculpado, llegó a la oficina del director, llevaba consigo su mochila colgada al hombro. El maestro Alba lo invitó a sentarse en una de las sillas que tenía frente a él. Armando accedió y al sentarse dejó su mochila sobre el escritorio. Mientras el maestro terminaba de guardar unos documentos en una de las gavetas, Armando, cuidadosamente abrió el cierre de la mochila. De ella comenzó a salir una víbora, era una boa, gruesa, de color negro con café; medía casi dos metros.
El maestro Alba dejó en la gaveta los papeles que tenía en la mano y enseguida levantó la cabeza. Lo primero que vio fue la mitad del cuerpo de ese reptil saliendo de la mochila de su alumno. El director puso cara de conmoción pues en la vida si algo le daba miedo eran las víboras. Estuvo a punto de desmayarse. Armando lo vio todo sin parar de reír. El director no preguntó nada. Llamó a servicios escolares para dar la orden de que le dieran sus papeles a Armando porque en ese mismo momento se iba «a chingar a su madre de la escuela». Cuando el director colgó, Armando ya había metido a la víbora de regreso en la mochila y había cerrado la bolsa, consciente de la dimensión de su falta.
El maestro lo vio y con un tono que nunca nadie le había escuchado, le dijo:
—Lárgate inmediatamente de mi oficina. Ya puedes ir por tus papeles y en cuanto los tengas, te largas de la escuela y no te vuelvas a asomar por aquí nunca más—.
En fin, el maestro Alba tenía suficiente experiencia para detectar los problemas en esa escuela. Y en ese año 1996, algo le decía que se estaba formando algo entre los estudiantes. En los meses recientes, el prefecto Yeudiel, en más de dos ocasiones le dijo al director que los alumnos de segundo semestre no entraban a clases por quedarse jugando básquetbol. El director Alba sabía que en esos años, toda la juventud soñaba con ser como Michael Jordan o cualquiera de sus compañeros en los Toros de Chicago. Al maestro le gustaba la idea de que los jóvenes practicasen el baloncesto, siempre y cuando pusieran atención a sus clases.
Días después de la reunión con el comité directivo, al analizar los reportes emitidos por cada uno de los catedráticos, el maestro Alba descubrió que en los tres grupos de segundo semestre se estaba registrando una considerable baja en el rendimiento, sobre todo en estudiantes varones. Incluso, el maestro de Física le entregó una lista de los alumnos que no llegaban a tomar su clase. Entre esos alumnos estaba Ricardemiro Sánchez Lauro.
El director Alba mandó al prefecto Yeudiel a vigilar de cerca a los alumnos. La instrucción fue precisa:
—Les vamos a prohibir el acceso a las canchas en horas de clase—, dijo Alba en su oficina.
La orden fue cumplida a la perfección por Yeudiel, el prefecto de la escuela desde hacía ocho años. Siempre fue un personaje al que los alumnos no quisieron porque decían que era poco amigable con todos ellos. Yeudiel, en su juventud, intentó dedicarse a la vida eclesiástica, pero tuvo que renunciar a ella por cuestiones tan personales que casi nunca las mencionaba. Sin embargo, el paso del tiempo no le quitó lo estricto, ni ese carácter serio, de pocas sonrisas, que lo convertían en un guardián excelente para controlar a una turba de adolescentes como los que había en ese momento y hubo a lo largo de todo el tiempo que Yeudiel trabajó en esa preparatoria.
A la mañana siguiente, la vigilancia comenzó; el cambio fue notorio de inmediato pues durante todo el día, las canchas de baloncesto se vieron inusualmente desoladas y las aulas de clases estuvieron llenas de alumnos como hacía semanas que no sucedía.
Ese día, el director, al ver los resultados tan rápido, se sintió orgulloso de sí mismo. Su secretaria se quedó por el resto del día con la impresión de que había visto al maestro Alba diferente, como más alto, quizá más guapo, ella, Liliana, no sabía cómo definir el cambio que vio en su jefe. En realidad, el maestro Alba se sentía tan contento que hasta se sentó con la espalda bien derechita en su gran silla acojinada y forrada con piel de color negro y la posición lo hacía ver más alto.
El resto del segundo semestre transcurrió de esa manera. La práctica del baloncesto se limitó en tiempo y en número de jugadores. Todo mundo tenía que estar primero en clases puntualmente y con buen rendimiento académico, si quería tener derecho de usar las canchas.
Ricky volvió a aprobar las materias con lo mínimo necesario. Sus padres comenzaron a impacientarse por la actitud indiferente de su hijo ante los temas académicos y su obsesivo deseo de ver partidos de baloncesto por la televisión o jugar en la cancha de la colonia donde vivía. Todo en la cabeza de Ricky era baloncesto.
Entró al tercer semestre convencido de demostrar dos cosas: que podía mejorar sus resultados en clases. Con ello, según él, se calmarían sus padres y el director Alba relajaría un poco la estricta vigilancia que seguía ejerciendo por medio de Yeudiel y que impedía a los estudiantes practicar el baloncesto.
El otro deseo era demostrar a sus compañeros que a pesar de su corta estatura física, Ricky podía ser un buen jugador de básquetbol. Tenía el orgullo un tanto herido por los comentarios que solían decir acerca de su tamaño. Lo llamaban «enano», le decían que no podía lanzar la pelota con fuerza suficiente para alcanzar el aro; en fin, insultos y provocaciones de todo tipo. Era esa la razón principal por la que Ricky quería que volviera el permiso para jugar al baloncesto en su escuela.
Desde el día que empezó ese nuevo ciclo escolar, el director Alba se propuso encontrar una estrategia que permitiera a los alumnos poder practicar su deporte favorito sin descuidar las clases y sin que hubiera necesidad de mantenerlos vigilados permanentemente.
Antes de finalizar el primer mes de clases, el maestro René Alba, director de la preparatoria, llamó a todos los catedráticos que conformaban el Comité Directivo. Necesitaba hablar con ellos sobre la problemática del baloncesto en esa escuela. En ese comité, uno de los integrantes era el profesor Reyes, un experimentado maestro de educación física, quien se encargaba de coordinar todas las actividades deportivas de la institución.
De manera unánime decidieron organizar un torneo de baloncesto con equipos de todos los grados. Como premio se entregarían balones oficiales de la NBA, camisetas, tenis y algunas remuneraciones económicas. El maestro Alba con el profesor Reyes, en esa misma junta formaron un equipo con los que, a su gusto, eran los mejores jugadores de toda la preparatoria. Doce muchachos, siete de quinto semestre, dos de cuarto grado y tres de sexto. Todos ellos, con múltiples reconocimientos de «Alumnos del año». En pocas palabras, esos doce chicos eran los preferidos del director Alba, sus consentidos.
A los pocos días, el director Alba recibió en su despacho el cartel oficial del torneo que comenzaría en un mes. El prefecto Yeudiel fue el encargado de pegar los posters por toda la escuela; en las puertas de los salones, en las paredes de la cafetería, adentro de los baños.
Rápidamente creció la euforia entre los alumnos por conformar sus equipos. Entre amigos se reunieron, escogieron compañeros, planearon hasta sus primeros entrenamientos y se inscribieron.
Ricky escuchó que entre varios de los chicos con los que él solía jugar, estaban formando un equipo, aunque todavía les faltaban jugadores y nombre para su escuadra.
En cuestión de tres días ya tenían a 13 compañeros inscritos en el equipo. Entre ellos estaba Miguel, al que todos conocían como Jordan desde el día en que él mismo pidió que lo llamaran Michael y no miguel; alguien le respondió —Michael, como Michael Jordan—. Todos los que estaban ahí se rieron del comentario, pero el mote se quedó para siempre.
También estaba Daniel, al que le llamaban «Pippen» porque tenía la nariz igual a la de la estrella de los Toros; la diferencia era que Daniel tenía así la nariz por haber recibido un codazo muy fuerte que le desvió el tabique y le dejó la punta de la nariz apuntando siempre hacia su lado izquierdo. En ese equipo también se registró Arístides, Carlos «El Refresco», Alejandro «El Norteño», Damián «El Vándalo» y siete más, incluido Ricky. Todos ellos formaban parte de la lista de alumnos problemáticos denunciados por el maestro de física en segundo semestre, lo que dio paso a que el director Alba ordenara al prefecto Yeudiel a montar una vigilancia permanente sobre todos ellos.
Reunidos todos en un patio de la escuela, buscaban el nombre que le pondrían a su equipo. En ese momento pasó caminando junto a ellos el director Alba, quien al verlos les dijo en tono de broma:
—¡Qué miedo ver a tantos diablos juntos!—.
El grupo de jóvenes se rió del comentario. Uno de ellos, rompiendo el silencio posterior a las risas, exclamó:
—¡Nos llamaremos Los Diabólicos!—
A todos les gustó la idea. Sin embargo, tenían otro problema: los equipos debían tener un máximo de 12 jugadores y en «Los diabólicos» habían 13, sobraba uno y casi todos coincidieron al decir que era Ricky el que debía quedar fuera. Decidieron eso por la estatura de Ricky puesto que los otros 12 compañeros suyos tenían mejor físico y mejores condiciones atléticas en general para competir po los premios en el torneo.
Miguel (o Michael), dijo con entusiasmo:
—Lo vamos a registrar como nuestro entrenador—. La propuesta fue aplaudida por todos. Miguel agregó: –Desde hoy te vamos a llamar coach Ricky—.
A partir de ese día, el pequeño Ricardemiro Sánchez Lauro se convirtió en el «Coach Ricky», entrenador de un equipo colegial de baloncesto que estaba listo para enfrentar a cualquiera. Ricky se tomó las cosas muy en serio. Organizó entrenamientos durante las tres semanas previas al inicio de la competencia. A ninguna de las prácticas acudió el equipo completo. Pero Ricky, dentro de sí mismo, tenía la sensación de que algo bueno haría con todo ese grupo de malos estudiantes y buenos jugadores de baloncesto.
Las clases siguieron su curso normal hasta el día en que inició el torneo. Mientras tanto, el maestro Reyes tuvo a su cargo la preparación completa del equipo que él junto con el director Alba formaron. Ese grupo entrenó completo todas las veces que el maestro Reyes los citó. Practicaron tiros de larga distancia, tiros libres; dribles; triples; analizaron estrategias y físicamente se prepararon como ningún otro equipo.
El primer rival de «Los Diabólicos» fue un equipo llamado «Camaleones»; estaba integrado por puros alumnos de un grupo de primer semestre, no tenían experiencia y no se prepararon. Jordan, Pippen, «El Refresco», «El Vándalo» y todos «Los Diabólicos» ganaron sin problemas. El marcador final fue 63-35. Aunque al principio, todos lo tomaron como broma, el día de ese partido, cada uno de los jugadores atendió las instrucciones del coach Ricky.
El equipo de Ricky estuvo cerca de perder el primer partido porque minutos antes del comienzo, todos sus integrantes se dieron cuenta de que no tenían uniformes. A todos se les olvidó ese detalle y no podían jugar si no presentaban camisetas de básquetbol con los números para identificar a cada uno.
Entre todos cooperaron con dinero, se lo entregaron a Ricky y éste se fue corriendo en busca del almacén más cercano. Ahí encontró ocho camisetas, todas con el mismo diseño, aunque sin número. Las compró y con ellas regresó en un taxi, apurado por llegar antes de que pudieran descalificar a su equipo. Una vez en la escuela, entregó las cinco primeras camisetas a los cinco mejores jugadores del equipo pues ellos serían los titulares. Las otras tres las dejó sin asignar. Simplemente les dijo al resto de jugadores:
—Vamos a tener las tres camisetas en la banca, cuando alguien vaya a entrar a la cancha, se pone una de ellas y al salir la vuelve a dejar—. El plan funcionó y con sus uniformes nuevos consagraron la primera victoria del equipo.
Al día siguiente, en los salones de la preparatoria, el tema de conversación predominante era el torneo que acababa de comenzar. Algunos jóvenes mencionaron con euforia la victoria del equipo llamado «Selección», que eran los consentidos del director Alba y los de más edad en toda la competencia. Ellos ganaron tranquilamente en su primer encuentro, pero no celebraron mucho.
Un día después, en la preparatoria se disputó la segunda ronda de partidos. En total había ocho equipos registrados. A cada uno le correspondía jugar tres partidos. En la siguiente ronda quedarían sólo cuatro conjuntos para jugar dos semifinales y los ganadores llegarían a la gran final; ese último partido, de acuerdo con el calendario de competencias, se jugaría un día antes del último duelo de las finales de la NBA, en las que los Toros de Chicago buscaban su quinto título.
Para el segundo partido, el «Coach Ricky» decidió que serían los mismos cinco jugadores que arrancaron el partido anterior, los titulares en el segundo compromiso, en el que enfrentaron al equipo «Tigres de Bengala», equipo en el que jugaban alumnos de primero, tercero y cuarto. «Los Diabólicos» volvieron a ganar, esta vez con marcador de 72-41.
El director Alba se asomaba por momentos a las canchas de baloncesto para ver el desarrollo de los partidos, supervisar que todo estuviera en orden y darle ánimo al equipo de sus alumnos consentidos. Pero cada que llegaba, de lo único que escuchaba hablar era de «Los Diabólicos» y de cómo ellos tenían su propio Michael Jordan y también su Scottie Pippen.
Dos días después se disputaron los partidos de la tercera ronda. La «Selección», como lo llamaba el director Alba, ganó, pero apenas por dos puntos y porque en el segundo final, un jugador del otro equipo intentó un triple que pegó en el aro y rebotó hacia afuera, al tiempo que sonó la chicharra con el reloj en ceros. El equipo consentido del director Alba se vio en aprietos por primera vez en los tres juegos que había disputado.
En otra cancha, «Los Diabólicos» enfrentaron a los Emperadores. Sin sufrir, el equipo de «Jordan», de «Pippen» y del «Coach Ricky» volvió a ganar 68-39. Al final del partido, Ricky los reunió a todos a un costado de la cancha, los felicitó por los tres excelentes partidos que habían brindado y los arengó a seguir con ese ritmo de juego, mantener la contundencia para buscar el campeonato y los premios que estaban en juego.
A los dos días, una vez más los equipos se reunieron en las canchas, pero ahora para disputar los dos partidos semifinales. Ambos se efectuaron simultáneamente. En la cancha uno, la «Selección» enfrentó a los «All Stars». En la cancha número tres, «Los Diabólicos» tenían de rivales a los «Dragones».
Antes del partido, el director Alba se acercó hacia donde estaba el maestro Reyes con su equipo. Alba fue breve, sólo les dijo que si no ganaban el campeonato, perderían todos los privilegios de los que gozaban y se les pondría un régimen más estricto que el de costumbre. El maestro Reyes y sus 12 alumnos asintieron con la cabeza en señal de que habían entendido perfectamente el mensaje.
Quizá por esa motivación, que bien pudo ser tomada como amenaza, los jugadores de la «Selección» salieron enchufados y decididos a ganar para calificar a la final. Y así lo hicieron, dominaron de principio a fin a sus rivales, con buena defensiva y muchos puntos de larga distancia lograron la victoria 85-50 y aseguraron un lugar en el partido por el campeonato.
«Los Diabólicos» se sentían más tranquilos, menos obligados a ganar y listos para salir a disputar la semifinal. «Los Dragones» no fueron nada frente a «Los Diabólicos». «Jordan» y «Pippen» anotaron muchos puntos, ayudaron con rebotes defensivos y ofensivos; «El Vándalo» contribuyó en la defensa. Además, en ese partido, por primera vez, el «Coach Ricky» utilizó jugadores de la banca, llamó a Guzmán, un flaco de mediana estatura que solía jugar bien debajo del tablero; también metió a jugar a la «Guitarra», otro compañero quien dividía sus gustos entre el baloncesto y la música, en particular, el heavy metal. De manera convincente, «Los Diabólicos» se convirtieron en el segundo equipo finalista del torneo.
Tres días después, llegó la fecha de la gran final. La «Selección» enfrentaría a «Los Diabólicos», los dos equipos invictos y con un sentimiento de rechazo entre sí. El director Alba dio la orden a sus jugadores de salir a vencer a como diera lugar.
El partido comenzó, el público estaba expectante y eufórico, gritando arengas para uno y otro. Todo el primer cuarto estuvo muy parejo, el marcador hasta ahí fue de 12-11 a favor de Diabólicos. En el segundo periodo, el ambiente se encendió cuando Rodrigo, el jugador más alto de la «Selección» le dio un golpe con el antebrazo en el rostro al «Vándalo», este último estuvo a punto de agarrarse a golpes con el otro, hasta que lo calmaron sus propios compañeros. Sin embargo, minutos después, cuando Rodrigo intentó salir en un rompimiento rápido, el «Vándalo» atravesó su pie en el camino y Rodrigo cayó estrepitosamente al suelo. A la mitad del partido, el marcador era de 25-23 a favor de la «Selección».
En la pausa del medio tiempo, el «Coach Ricky» dio botellas de agua a sus jugadores, mientras les explicó las jugadas y los movimientos que debían hacer. Con un lápiz, trazó las trayectorias de cada jugada en un papel blanco, se lo mostró a todos y al finalizar los 15 minutos de descanso, los equipos saltaron a la cancha para comenzar la segunda mitad.
En el tercer cuarto sucedió algo. Uno de los mejores hombres de la «Selección» dijo que no podía seguir jugando, a consecuencia de un supuesto dolor abdominal muy fuerte que le impedía hasta ponerse de pie. El nivel del equipo bajó notoriamente y «Los Diabólicos» aprovecharon para sacar una ventaja de 12 puntos, el marcador después de tres periodos fue de 48-36.
Todos los jugadores del Coach Ricky se veían tranquilos, hasta ansiosos por que el reloj de juego llegara a ceros y poder celebrar la victoria. La «Selección» ya no tuvo capacidad de respuesta, se desfondó física y moralmente; el camino quedó libre para que «Los Diabólicos» vencieran fácilmente con marcador final de 67-47. En cuanto sonó la última chicharra del partido, los jugadores de «Diabólicos» corrieron en busca del «Coach Ricky», pero éste ya había empezado a escapar de ellos. Un momento después, lo alcanzaron en el patio cívico de la escuela y lo regresaron a la cancha, donde todo el grupo vertió sobre la cabeza de Ricky dos cubetas de agua de hielo. Así estaban celebrando el campeonato. Todos pasaron a recibir el trofeo de campeones y los premios prometidos. Todas las cosas quedaron repartidas entre los 12 jugadores.
Al siguiente día, los Toros de Chicago se coronaron campeones por quinta vez en seis años. Ese fue el penúltimo año de Michael Jordan y de toda esa inolvidable generación que inspiró amor por el baloncesto en muchas partes del mundo. Ricky celebró el nuevo campeonato de sus ídolos y se prometió a sí mismo seguir amando ese deporte por siempre.
Dos meses después, Ricky terminó el tercer semestre en la escuela. Cuando recibió sus calificaciones finales, encontró que tenía reprobadas seis de las siete materias. Eso equivalía a baja definitiva de la escuela por pobre rendimiento académico.
En su despacho, el director Alba recibió con gusto la noticia: 10 de los 13 «Diabólicos» habían sido expulsados de la escuela por sus malos resultados.
—El plan funcionó— pensó el director Alba.
Lo que sucedió es que él mismo, Alba, y todos los maestros del Comité Directivo, planearon el torneo de baloncesto con la intención de hacer que «ese grupo de revoltosos», como solía llamar a «Los Diabólicos», distrajeran su mente del estudio por concentrarse en el baloncesto. Todos cayeron en la trampa. Primero fueron campeones y después se fueron expulsados. El director Alba se sintió satisfecho pues en el siguiente semestre sólo tendría que expulsar a los tres «Diabólicos» que aún siguieron en la escuela. Una vez que consiguió el objetivo, el director René Alba festejó su propia victoria que fue haberse deshecho definitivamente de todos ellos.

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *