Los errantes, el dia de la oscuridad

Una hecatombe obligó a los habitantes de Villa Trigueña a huir de su comunidad con el miedo de volver a ver llegar la sombra; en el lugar que encontraron, la vida cambió y la naturaleza les dio una nueva lección

Óscar Aquino López / Portavoz

[dropcap]E[/dropcap]l rumor se esparció por toda la aldea. Creció la curiosidad generalizada entre los habitantes de La Huasca, no podríamos decir que también en sus alrededores porque estaba asentada en el fondo del valle Biolonche, donde lo único que había en cinco kilómetros y 726 metros a la redonda eran árboles; vida salvaje al natural.
Noventa y ocho años antes, los ancianos de la comunidad, encabezados por el Gran Maestro Antenor, lograron escapar de la ciudad donde vivían, la antigua Villa Trigueña a causa de una hecatombe. La historia señala que poco antes de eso sucedió el Día de la oscuridad. El Maestro Antenor participó a todos sus discípulos acerca de lo que ocurrió aquella fecha:
-El día se volvió noche de repente. Los animales y las plantas se volvieron locos- decía el anciano, siempre con un bastón de madera tallada, con un zafiro atado en el maneral, en la mano izquierda como símbolo de autoridad. Usaba también la piel de un bisonte en forma de poncho; dicen que él mismo mató a ese animal, dándole una clase de cacería experta a tres jóvenes, entre ellos una niña de 14 años. El viejo sabio advirtió que la sombra repentina que había cubierto la Villa Trigueña, era el anuncio de un evento máximo; algo que borraría cualquier huella de lo que ellos fueron y los obligaría a buscar un destino nuevo.
Pensaron que el sol había muerto cuando voltearon a ver el cielo y descubrieron que la luz del astro no estaba; sólo oscuridad. Los gallos se alebrestaron, cantaron como si estuviera amaneciendo; las liebres volvieron a sus madrigueras. El aullido de los perros aumentó el miedo de los niños que también lloraron de sólo ver los rostros incautos de sus padres ante un fenómeno del que no tenían explicación. Algunas mujeres cayeron en pánico al suponer que sus cultivos morirían.
En la aldea, la sensación fue de haber entrado en una noche perpetua. La vida en Villa Trigueña era primigenia, el tiempo no se medía por días o por horas; era cuestión de soles y lunas, los cálculos se basaban en los astros. Tampoco había la costumbre de cuantificar. Es difícil descifrar con precisión cuánto duró la oscuridad, pero se puede decir que cuando terminó y los aldeanos vieron regresar la luz, el ánimo volvió a su estado natural. Sin embargo, en los siguientes soles, algunos sintieron de nuevo el temor de que regresara la penumbra.
Once días después del fenómeno, una fuerte lluvia sorprendió a la aldea. El sol se encontraba en la posición que hoy sería entre las cuatro y las cinco de la tarde. Un aguacero torrencial se prolongó durante dos lunas y un sol. La fuerza de la tormenta convirtió al agua en un enemigo para la vida de los habitantes. Nadie pudo evitarlo, la aldea desapareció debajo de la inundación.
El maestro Antenor supo rápidamente que aquella desgracia era lo que había presagiado el día en que todo se hizo oscuro. Sin decir nada al respecto, se abocó en iniciar la escapada de ese sitio. Pocos pudieron salvar sus vidas, los demás murieron ahogados. La destrucción fue total, la gran inundación arrasó con cuantas casas, gallineros y cultivos encontró en su camino, hasta convertirlos en un enorme amasijo de lodo con trozos de madera y de carrizo. Así comenzó el éxodo.
Los sobrevivientes partieron como apátridas por culpa de la lluvia. Iniciaron un viaje sin destino fijo, sin más por el momento que escapar del terror. Caminaron en línea recta hacia el poniente, pasaron por caminos complicados. A su paso encontraron un sitio donde había una fosa en la que estaban amontonados huesos de diferentes animales, secos, olvidados.
Sólo de noche se detenían en sitios donde pudieran pernoctar y continuar la marcha a la mañana siguiente.
Después de 73 días y 72 noches de andar entre senderos y montañas repletas de color verde, detuvieron su paso. El maestro Antenor dio la orden de hacer un alto en ese punto. Primero pensaron que estarían sólo un momento; tal vez se refrescarían con el agua del gran lago que acababan de encontrar y seguirían su camino. Cuando llegaron, la tarde languidecía; el sol estaba a punto de sucumbir ante la noche.
Mientras todos dormían, el maestro Antenor siguió despierto. A oscuras recorrió pequeños tramos hacia los cuatro puntos cardinales. Nadie lo vio. Después regresó para sentarse a descansar al pie de un roble. Antes de que amaneciera, cuando el cielo aún estaba a oscuras, el anciano maestro Antenor despertó a todos con el anuncio de que en ese lugar fundarían su nueva comunidad y sus nuevos hogares. Sin muchas explicaciones, terminó su mensaje con una frase determinante e irrefutable:
-Aquí quiero morir-.
Ese fue el día en que fundaron La Huasca. Además del maestro, había cinco mujeres adultas, siete hombres maduros, nueve jóvenes varones y once mujeres, además de cuatro niños, los más pequeños de la aldea. Todos ellos, menos el pequeño Jonás, caminaron el largo recorrido por más de setenta días. Jonás nació dieciseis horas antes de llegar a La Huasca. Su madre, la joven Mirtha, dio a luz tirada sobre una roca plana y blanca. Los demás vieron el parto y lo celebraron. El padre de Jonás no pudo estar en ese momento entrañable; él fue uno de los muchos muertos bajo el agua en la inundación.
En el pequeño Jonás quedó representado el inicio de una nueva vida para todos ellos. El maestro Antenor ungió al bebé con una mezcla de jugo de bayas comestibles, agua y tierra de ese sitio; fue una ceremonia formal en la que el recién nacido heredó el mando de la comunidad.
En ese contingente de tunantes también iba Malín, a quienes todos llamaban la niña de los animales. Ella alcanzó a rescatar una gallina de su casa antes de que todo quedara sumergido bajo el agua. Durante la travesía, se llevaron una sorpresa: la gallina estaba clueca y a punto de poner sus huevos. Fue un pequeño bálsamo de optimismo en medio de la desgracia.
Malín acudía diariamente a clases de cacería con el maestro Antenor; demostró habilidades sobresalientes para atrapar animales pequeños y escurridizos como las liebres.
Con las pocas cosas que salvaron, llegaron por fin al sitio donde fundaron La Huasca. Como pudieron fueron instalando sus viviendas, cercanas unas a las otras, junto al enorme lago. Con ramas caídas de los árboles, con las hojas que hallaron en el suelo, agua y tierra, se ingeniaron para construir pequeñas chozas donde guarecerse. Dormían encima de pieles disecadas de los animales que ellos mismos cazaban.
Malín, 341 soles después, volvió a sorprender a todos con la noticia de que la gallina salvada del desastre, estaba clueca de nuevo. Parecía poco probable porque ese animal se veía avejentado, con pocas probabilidades de procrear. Sucedió que la niña mantuvo bajo cuidados especiales a esa vieja gallina y a sus polluelos, de tal manera que cuando el primero de ellos estuvo en capacidad de reproducirse, lo hizo con su propia madre. Ese sistema incestuoso animal de reproducción, que después se hizo entre polluelos hermanos, les dio una fuente segura de alimento. La gallina vieja acabó sus días echada casi sin aliento en su gallinero. La edad le quitó las ganas hasta de comer; murió tranquila y con su cuerpo se alimentaron los aldeanos.
Al paso de 462 soles, La Huasca había cobrado un ritmo normal de vida. Aquellos que una vez salieron despavoridos de sus casas por la inundación, ahora estaban tranquilos, habían construido sus propias casas y tenían alimento suficiente porque en esa región abundaba la vida animal, tanto en tierra como en el agua del enorme lago.
El transcurso natural de la vida trajo consigo las muertes de los más viejos de la aldea, entre ellos, el Gran Maestro Antenor, cuya larga existencia alcanzó para ver salir el sol treinta y siete mil veces. Al partir el hombre más sabio, el rumbo de La Huasca quedaría en manos de Jonás, pero su cortísima edad le hizo imposible asumir el mando.
Al morir, el cuerpo del Gran Maestro Antenor, vestido con su piel de bisonte, fue lanzado por otros dos hombres adultos adentro del lago. Al paso de veintidós soles, el agua adquirió una coloración roja que perduró por largo tiempo sin afectar la vida de los animales ni las plantas que en él vivían. Por el contrario, la vida floreció aún más. Para la aldea, eso fue la herencia que les dejó el Maestro Antenor.
Los habitantes de La Huasca vivían de forma sencilla, en un sitio recóndito donde nadie más sabía de ellos ni había necesidad de hacer contacto con el resto del mundo. En general tenían resueltas las más básicas necesidades para sobrevivir.
Al paso de dieciocho mil 250 soles, siendo Jonás un hombre completamente formado y habiendo asumido el mando y la máxima autoridad de La Huasca, nombró a Malín como encargada de entrenar a los más jóvenes en las artes no sólo de cazar a los animales sino de intuir dónde se escondían las presas más fáciles. Ella también había crecido, era una mujer adulta experta en cacería y una guerrera si hubiese necesidad de ello. Ambos se convirtieron en la autoridad de La Huasca.
Doña Pascuala Cusqui, una señora que acostumbraba habitar ella sola una choza de lodo y carrizo, era conocida por sus facultades predictivas y por su amor a los peces; consideraba que esos animales acuáticos esconden en su silencio la verdad sobre la vida y sus secretos. Algunas personas la consideraban extraña, lunática por sus creencias. Más dudaron de ella desde la primera vez que mencionó la próxima llegada de un nuevo día negro.
-La sombra caerá sobre nosotros y acabará con todo lo que somos- gritaba doña Pascuala caminando entre las chozas de La Huasca azuzando a los animales y causando miedo entre los más pequeños de la aldea. La gente adulta los tranquilizaba diciendo que doña Pascuala, desde niña tenía ideas raras, discutibles, difíciles de creer. Estaba loca desde pequeña.
En la luna número 905 después de haber llegado a La Huasca, sucedió algo que sembró temor hasta en los más valientes. Durante la noche, comenzaron a verse largas culebras de luz atravesando el cielo negro, iluminando por un momento el mundo para después cimbrar la tierra con retumbos. Pensaron que el cielo se abriría en dos. Las culebras blancas de luz siguieron apareciendo una tras otra durante buena parte de la noche.
Al amanecer, el mundo y la vida volvieron a ser normales, o casi normales. La señora Pascuala Cusqui fue encontrada sin vida adentro de su choza. No tenía marcas de lesión ni de nada que pudiera incriminar a alguien por su deceso, simplemente estaba tendida encima de la piel de una cabra, con los ojos abiertos.
La tristeza invadió cada choza de la aldea. El cuerpo de doña Pascuala, igual que el del Gran Maestro Antenor, fue arrojado al lago; ahora estaba junto a esos animales que tanto amaba: los peces.
Entre los habitantes estaba don Toribio Loge, él huyó de la inundación siendo apenas un niño. Ahora era un hombre dedicado a sus parcelas y a la observación del cielo. Él fue quien hizo correr el rumor de que doña Pascuala Cusqui estaba acertada en sus predicciones acerca de la nueva llegada de la penumbra, y también inició el boca en boca con la sospecha de que la señora había sido asesinada por el jefe Jonás. Don Toribio habló con la mayoría de los adultos de La Huasca, menos con el jefe Jonás y su inseparable Malín. A ellos los acusaba de haber orquestado el crimen de la señora Pascuala como una medida tajante de parar los rumores pues éstos ya habían causado cierta conmoción entre los demás habitantes.
En la choza de doña Pascuala, cuando fue encontrada sin vida, los curiosos descubrieron que en el suelo de tierra estaba plasmado un dibujo. Por muchos esfuerzos que hicieron, no lograron descifrar el mensaje pictórico.
Soles y lunas pasaron después de aquel triste suceso. En la mañana 629 posterior, cuando el sol apenas asomaba por el Oeste, la comunidad entera despertó con un sobre salto provocado por la forma en que se sacudía la tierra. El suelo se movió de un lado al otro con gran fuerza; derrumbó tres chozas de La Huasca, una de ellas aplastó a seis de los siete polluelos que había en un gallinero.
En la historia de La Huasca y de Villa Trigueña nunca se había vivido algo así. Las mujeres de la comunidad se sintieron aterradas, los niños quedaron mudos del susto.
Jonás interpretó el fenómeno como un aviso. Tal vez desde el más allá, los ancestros intentaban enviar algún mensaje para salvarlos. El jefe sintió que fue una amenaza en su contra; sólo él podía saber si en su vida había hecho algo malo, algo en contra de su gente; pero sintió miedo y como siempre, le contó su sentir a Malín.
Don Toribio siguió con su campaña de desconfianza en contra del jefe Jonás y de Malín, los culpaba de haber provocado la sacudida de la tierra y la aparición de serpientes de luz en el cielo; con eso se encargó de mantener viva la predicción hecha por doña Pascuala, a la que casi nadie prestó importancia.
Las cosas empeoraron 51 soles después cuando el señor Toribio, al ir hacia el lago, descubrió a cientos de peces flotando en la superficie del agua. Estaban muertos.
-Se acerca el fin- dijo don Toribio en sus adentros, aludiendo a los mensajes previos de doña Pascuala.
Jonás quiso calmar a la aldea, pero el miedo estaba desbordado. Algunos aldeanos pidieron iniciar un nuevo éxodo con tal de salvar sus vidas igual a como lo hicieron al huir de la inundación. 163 soles después, ocurrió lo esperado.
El sol, en posición cenital, se fue cubriendo por una sombra circular que lo ocultó por completo. A la memoria de algunos habitantes llegó el recuerdo de la sombra que cubrió Villa Trigueña antes del diluvio y la inundación.
Mientras la sombra iba abarcando el ambiente, Jonás dio la orden de que todos recogieran sus cosas pues en ese momento se iban de La Huasca en busca de un sitio más seguro para vivir. Así lo hicieron, antes de que apareciera la luna salieron caminando de su pequeña aldea con rumbo al norte. Después de un rato, la luz regresó y aunque muchos sintieron alivio al ver los rayos del sol, nada pudieron hacer para regresar a sus casas.
Caminaron durante 189 días sin encontrar dónde poder asentarse. En el camino, una enfermedad debilitó a Jonás. Se le cayó el cabello y los dientes; después se quedó ciego y por último, murió. No llegó a vivir el mismo tiempo que el Gran Maestro Antenor, quien mucho antes lo ungió para nombrarlo el nuevo jefe de la comunidad.
Jonás murió sin ser muy respetado. Malín se quedó completamente sola pues el grupo la dejó en el camino. Ella se quedó junto al cuerpo sin vida de Jonás. La comunidad de La Huasca desapareció con la erosión del terreno donde fue asentada. El resto de la comunidad siguió su paso decidido en busca de otro sitio seguro para vivir. Sólo llegaron los más jóvenes. Entre ellos construyeron una comunidad más unida, sin jefes absolutos ni herencias sagradas, simplemente viviendo en armonía y tratando de entender los fenómenos que los hicieron convertirse en personas diferentes y habitantes de una nueva tierra.

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