Los Escorpiones

«La vida nos trata bien, querida», le dijo Franco a Humberta, con un donaire que a ella se le hizo de mal gusto. «No presumas porque la vida es canija. Hay que dar gracias a Dios por bendecirnos tanto», contestó ella sin voltear a verlo

Óscar Aquino López/Colaboración

[dropcap]E[/dropcap]n su juventud, Franco Mariscal alcanzó el esplendor en todos los aspectos de su vida. Era un hombre moreno claro, apuesto, de cabello corto, siempre bien peinado hacia la derecha, como le enseñó su padre tiempo atrás. Tenía un atractivo porte, con una mayúscula prestancia para caminar y para dirigirse a la gente.
En el amor, la vida nunca le sonrió con más ganas que en aquel entonces. Tres meses después de cumplir veinticinco años de edad, contrajo matrimonio con Humberta Magaña, mujer con la que creció desde la infancia, gracias a la entrañable amistad que sostenían los padres de ambos, don Francisco Mariscal y don Rigoberto Magaña.
Para la boda, las dos familias unieron esfuerzos en conseguir la cena más cara y de mejor gusto. Anduvieron por toda la ciudad, fueron a las ciudades circunvecinas y tras una exhaustiva búsqueda, eligieron el platillo de pechugas de codorniz en salsa de cacahuate. En el gran evento, todos los invitados coincidieron en alabar la delicia especialmente preparada para la ocasión por doña Rosalba Montes, la más experta cocinera de la ciudad.
—La vida nos trata bien, querida—, le dijo Franco a Humberta, con un donaire que a ella se le hizo de mal gusto.
—No presumas porque la vida es canija. Hay que dar gracias a Dios por bendecirnos tanto—, contestó Humberta sin voltear a verlo.
Los dos estaban sentados en las sillas centrales de la larga mesa de honor al fondo del salón donde, en ese momento, celebraban su boda. El salón se llamaba «Los Escorpiones». Era un lugar amplio, con árboles frutales en el jardín de la entrada. Ese sitio era la sede de un club de aristócratas de la época, al cual pertenecía el padre de Franco.
Esa noche, momentos antes, Humberta entró al recinto luciendo un elegante vestido blanco con una enorme cola levantada por una niña y un niño, hijos de unos parientes lejanos suyos. Él, vestido de smoking, entró al salón con paso lento y levantando la cara con gesto de orgullo.
Los padres de Humberta regalaron a la feliz pareja un viaje en crucero por todo el Caribe. Quince días en altamar, con paradas en Cozumel, Varadero y Puerto Rico.
Por su parte, don Francisco Mariscal ofreció a su hijo heredarle la mercería fundada en tiempos antiguos por su abuelo, el licenciado Ángel Miguel Mariscal. La única condición era que Franco debía casarse con la hija del mejor amigo de don Francisco. Franco aceptó con entusiasmo la oferta, en parte porque le interesaba el negocio de la mercería y también porque Humberta siempre había sido la mujer que le llenó el ojo.
Fue una época de plenitud. Cuando Franco y Humberta regresaron del crucero por el Caribe, él llegó pensando en cómo hacer crecer la mercería. Varios días pasó cavilando, atando cabos mentales, buscando direcciones y gente que pudiera contactarlo con las empresas internacionales más importantes en el ámbito de las telas finas y los botones chapados con metales preciosos.
Franco ya tenía establecido un plan para lograr el éxito definitivo. Pensaba, entre otras cosas, reacomodar los estantes y los mostradores de la mercería porque consideraba que la apariencia no llamaba a los clientes, sino que los espantaba. Era un establecimiento de 30 metros cuadrados, adentro de él había un pequeño baño con puerta de metal. Al frente de ese espacio, don Francisco Mariscal tenía dos mostradores de vidrio con una altura de un metro y 20 centímetros cada uno, detrás de los cuales pasó 48 años de su vida atendiendo a las señoras de toda la ciudad.
La tela de nylon era lo que más se vendía, pero también había buena audiencia para la compra de listones de todos colores y en algún tiempo llegaron hasta niños a adquirir grandes cantidades de botones de plástico, los más baratos de la tienda, que eran utilizados como proyectiles en juegos de guerritas en las escuelas secundarias.
Desde que don Francisco le dijo que la mercería era el legado que le pensaba dejar, Franco puso sus sueños en lo más alto acerca de ese negocio. Su confianza creció con el aumento de ventas que registró la tienda en los dos primeros meses después de cambiar el orden del mobiliario.
Franco pensó que su estrategia estaba funcionando, pero lo que ocurrió en realidad fue que en esas fechas, el gobierno emitió un mandato con el que obligaban a todas las escuelas públicas a abastecer de dos uniformes del diario y dos de educación física a sus alumnos. La medida fue tomada tratando de solucionar el problema del olor a sudor que se regaba en las escuelas a partir del mediodía, hora en que los estudiantes terminaban las jornadas de ejercicio físico. Muchos niños tenían sólo un uniforme y se veían obligados a repetir la ropa de un día para el otro. La sudoración se secaba en la tela de las camisas y el acre olor se esparcía por todos los salones. Por eso, algunos maestros pendencieros ya habían manifestado su intención de hacer una huelga hasta que las autoridades pusieran un remedio al problema de los aromas fétidos.
La situación causó pánico entre todos los directores pues meses antes habían tenido otra amenaza de paro laboral, por la solicitud de un grupo de catedráticos de que en la sala donde tenían sus reuniones aumentaran la cantidad de panecillos para tomar el café.
Además, la producción de uniformes tenía que duplicarse en un tiempo menor al que normalmente, hasta entonces, se usaba en la producción de un solo tiraje.
Los directores y coordinadores se vieron acorralados por la amenaza de huelga. Reordenaron todas las partidas presupuestarias y emitieron la orden de aumentar la cantidad de uniformes en todas las escuelas.
Franco casi no se daba abasto vendiendo la tela de nylon azul que se usaba en los uniformes de 25 escuelas primarias y secundarias de la ciudad; ni con el poliéster beige que usaban las nueve instituciones restantes. Además, se triplicó la venta de tela blanca de algodón por la producción de uniformes de educación física.
Gracias a ese sustancial aumento de ventas en la mercería, don Francisco Mariscal y su hijo Franco lograron importantes ganancias económicas. Con el dinero obtenido, Franco decidió comprar un automóvil. Humberta casi se va de espaldas al ver a su esposo llegar a casa manejando un flamante Oldsmobile convertible de color verde esmeralda, el día que él mismo adquirió el vehículo en la primera agencia de automóviles de la ciudad.
Esa misma noche, don Francisco Mariscal visitó a su hijo en su nueva casa de casado. Aprovechó para felicitarlo por la compra del auto y antes de despedirse le recordó un tema importante:
—¿Cuándo me vas a dar mi primer nieto?—
Franco respondió tranquilo: —Estoy en eso, espero pronto darte la noticia—.
En realidad, Franco y Humberta llevaban tiempo intentando procrear a su primogénito sin tener éxito, pero él no había comentado nada con su padre, porque confiaba en que cualquier día de esos llegaría la ansiada sorpresa.
Al onceavo mes de matrimonio, Humberta sintió algo extraño en su ser. Se lo contó a Franco. Ambos fueron a ver al médico, quien les confirmó la noticia:
—Felicidades, van a ser papás de una niña—.
Franco no cambió de expresión, Humberta lo entendió y tampoco dijo nada. Los dos esperaban que esa criatura fuera un varón porque ambos pensaban tener solamente un hijo y tenía que ser un varoncito para cumplir con la tradición familiar y consagrar la unión matrimonial comenzada 11 meses atrás. Es decir, estaban contentos y preocupados a la vez.
El embarazo fue un secreto entre Franco y Humberta hasta que las evidencias físicas en el cuerpo de ella, volvieron el silencio insostenible.
Don Francisco se percató de la realidad. Una tarde al pasar por la mercería, vio a su nuera colocando las cajas de listones en los estantes, ella llevaba un vestido amplio, liso, de color azul. Don Francisco vio entonces la panza sietemesina de Humberta.
El viejo ya sospechaba que la pareja le ocultaba algo y cuando confirmó sus teorías, se preguntó por qué no le habían dicho nada. Quizá, pensaba, estaban guardando el momento para cuando tuvieran en brazos a su nieto recién nacido. De cualquier forma se sintió contento y esperanzado de poder mantener viva la estirpe de los Mariscal con la llegada de su nieto.
Al mismo tiempo de sentir el júbilo por la noticia, cuando se quedaba solo en casa, don Francisco Mariscal se ponía triste y pasaba horas pensando en cómo confesar a su hijo un secreto que tenía guardado desde tiempo atrás.
El día que Humberta Magaña dio a luz en el hospital, don Francisco y Franco fueron sus únicos parientes en la sala de espera. Mientras los médicos hacían su labor en el quirófano, padre e hijo se enfrascaron en una plática llena de matices.
Don Francisco le manifestó a Franco su alegría porque estaba a punto de conocer al nuevo miembro de la familia, el perpetuador del linaje de los Mariscal.
Franco respondió:
—Tengo algo que decirle, papá. Lo que está a punto de nacer es una niña—.
Se hizo un breve silencio entre los dos que fue interrumpido por un sonido extraño al interior del quirófano. Parecía el llanto de un bebé, pero se escuchó diferente, sin potencia ni claridad. No lloró como lloran todos los bebés al nacer.
El viejo Francisco tosió de la sorpresa. No lo podía creer. Sólo hasta entonces comprendió a qué se debió toda la secrecía de Franco y Humberta en los primeros meses del embarazo.
—Esa que lloró es su nieta—, le dijo Franco a su padre.
El viejo seguía incrédulo, emocionado y decepcionado por igual. Con un tono más de resignación que de entusiasmo, respondió:
—Felicidades, hijo—.
Y de inmediato continuó.
—Yo también tengo un secreto que contarte: me estoy muriendo—.
Franco no entendió por completo lo que su padre acababa de decir; él le explicó:
—Me detectaron un cáncer muy poderoso en el hígado hace algunas semanas. Ayer fui con el médico y me dijo que la enfermedad se está regando por todo mi cuerpo. Me queda poco tiempo de vida—.
En efecto, 12 semanas después de confesar su enfermedad y de que naciera su nieta Natalia Concepción, don Francisco Mariscal falleció de un paro cardiorespiratorio mientras dormía en su casa de siempre. Franco fue el primero en enterarse. Fue un duro golpe en su ánimo. Se sentía atormentado por el duelo hacia su señor padre y por no haber podido cumplir la promesa de darle un nieto varón.
Sin embargo, el luto duró poco y Franco enfocó sus ganas de vivir en la crianza de Natalia Concepción.
Cuando la niña cumplió seis meses de vida, Humberta la llevó al doctor para una revisión de rutina y porque quería una explicación científica a la falta de sonoridad en el llanto de la pequeña pues cada vez que lloraba, hacía un sonido extraño, como de cabra estrangulada. El doctor Esquivel, con su habitual amabilidad y por la confianza que existía con la familia de Franco y Humberta, dijo:
—Tenemos que hacer una serie de estudios para confirmarlo, pero sospecho que Natalia es sordomuda—.
La que se quedó muda fue Humberta al oír al médico.
Días después, Franco Mariscal notó que las ventas en la mercería se habían reducido gracias a que la euforia de los uniformes escolares se calmó; eso hizo que las ganancias bajaran considerablemente. Pero cuando Humberta le contó a Franco el problema de la niña, él, sin titubear dijo que pondría todo lo necesario para atenderla y que la ciencia le diera voz propia y oídos sanos a Natalia Concepción.
En cuestión de un año, Humberta y Natalia viajaron seis veces a la capital del país, donde un grupo de altos especialistas examinaron de una y mil maneras a la niña; le hicieron pruebas de reflejos nerviosos, auditivos y hasta le aplicaron toques eléctricos con tal de hacer que, aunque fuera por medio del dolor, le saliera por fin un grito fuerte como señal de que estaba recuperando la voz.
Mientras madre e hija anduvieron por la gran ciudad, Franco se quedó a tratar de hacer que la mercería volviera a ser un negocio fructuoso. Pero en esas épocas llegó el primer gran almacén de ropa a la ciudad; muy rápido se apoderó de la venta de uniformes escolares y de prácticamente todos los productos que también se vendían en la mercería. Los clientes de Franco y los que habían sido clientes de don Francisco, dejaron de comprar con ellos y comenzaron a frecuentar el almacén porque les parecía de más clase.
Ese año, Franco cambió en cuatro ocasiones el acomodo de los muebles en el local; la última consistió en poner todo exactamente como estaba al principio. Las ventas no mejoraron. Franco adquirió deudas con los proveedores y prácticamente todo lo que tenía de dinero lo empleó en la atención de su hija.
Como medida desesperada vendió el Oldsmobile casi sin haberlo usado porque el auto consumía demasiada gasolina y cuando el dinero se fue haciendo menos, Franco tuvo que volver a la costumbre de andar a pie. Por meses, el coche se quedó como un lujoso adorno en la casa de los Mariscal Magaña, por lo que para ellos se volvió más útil estando en las manos de su nuevo dueño.
Con lo obtenido por la venta del auto, Franco pudo saldar deudas y mantener a su familia durante algún tiempo, pero sabía que el dinero se acabaría pronto y aún quería encontrar la manera de recuperar el negocio familiar.
Los médicos de la capital repitieron por última vez a Humberta que Natalia Concepción padecía un mal congénito e incorregible. Era sordomuda de nacimiento y no se podía hacer nada más que enseñarle a comunicarse por lenguaje de señas.
Humberta Magaña se marchitó en poco tiempo. La noticia fue tan desmoralizante para ella que olvidó el hábito de estar siempre bien arreglada, comenzó a descuidar su imagen personal, casi no salía de casa y pasaba el tiempo tratando de enseñar a su hija a comunicarse. También veía a su esposo que había pasado de ser el hijo de un aristócrata, a ser un hombre común y corriente que buscaba con desesperación ganar algo de dinero para alimentar a su familia.
Franco asumió su papel de padre con Natalia Concepción y también dedicó tiempo a ayudarla en el aprendizaje del lenguaje de señas, aunque compartía sus horas con la necia necesidad de hacer triunfar el negocio que desde hacía tiempo ya había dejado de servir. Franco quería a toda costa volver a los grandes años de la mercería, pero en la ciudad ya se habían instalado otros dos enormes almacenes de ropa y frente a ellos, su local quedaba como una simple tiendita de la esquina. Las únicas cosas de valor que le quedaban a Franco eran su familia, su casa y la mercería.
Natalia Concepción cumplió cuatro años de edad. Apenas comenzaba a expresarse por señas, cuando su madre, Humberta Magaña, fue hospitalizada por una fiebre de 39.8 grados que ya llevaba horas, que no se había bajado con pastillas ni con remedios caseros y hasta le había provocado delirios.
En esos trances, Humberta vio a su hija convertida en una señorita alegre, jovial, dueña de una sonrisa sonora y una voz dulce; pero algo en lo más recóndito de sí misma, quizás en el último reducto de la conciencia que la mantenía con vida, sabía que no era posible porque su hija, la real Natalia Concepción, seguía siendo sordomuda. Humberta sufría por la fiebre y el dolor intenso de cuerpo, pero también por el padecimiento de su hija.
Entre el dolor y la tristeza le arrancaron hasta la última parte del recurso vital que es la esperanza y Humberta murió una noche, en medio de un lapsus delirante en el que creyó escuchar a vírgenes del cielo con ángeles diciéndole que debía regresar a seguir viviendo en la tierra.
La muerte de su esposa terminó de derrumbar los últimos rescoldos en el ánimo de Franco Mariscal o lo que quedaba de Franco Mariscal, porque ahora se veía desgarbado, con la mirada perdida y sin un ápice de la personalidad y galantería que antes lo caracterizaron.
Por la muerte de Humberta, Franco tuvo que desembolsar lo último que le quedaba de dinero, sin saber qué más tendría que hacer para mantener a su hija Natalia.
En esas tardes, mientras caminaba rumbo a la vieja mercería, Franco se encontró al contador Gómez, un amigo de su difunto padre y miembro más joven del club de «Los Escorpiones», el sitio donde Franco se casó con Humberta.
El contador escuchó de la propia voz de Franco, la historia completa de lo que había pasado en su vida después del día de la boda.
—¡Pero si se veían tan bien!—, exclamó el contador.
Franco le respondió: —Porque entonces estábamos bien, pero ahora véame—.
El contador Gómez ofreció hablar con los demás miembros de «Los Escorpiones» para ver de qué manera podían ayudar a Franco y a su hija. También le propuso vender el local de la mercería, pero Franco se negó rotundamente:
—Antes vendo mi casa que el negocio de mi familia—, dijo al escuchar la propuesta.
Aquello fue como una premonición porque al poco tiempo, Franco Mariscal vendió la casa y se quedó con la mercería.
Antes de cerrar el trato por el inmueble, trasladó algunas pertenencias al local, que a partir de entonces se convirtió en su nuevo hogar. Se llevó una cama matrimonial, en la que pasó sus noches junto a Humberta; también cargó consigo un ropero vacío, al cual le tenía una alta estima por los recuerdos que le evocaba de su difunta esposa y los tiempos felices que una vez vivieron. Llevó también una silla mecedora, un poco de ropa suya y de Natalia Concepción, un joyero musical que a la niña le gustaba ver por la muñequita de cuerda que bailaba cada vez que se levantaba la tapa. Natalia nunca supo que la bailarina se movía al ritmo de una melodía.
Pasaron pocos meses, Natalia y Franco aún no terminaban de acomodarse en su nuevo e improvisado hogar, cuando el contador Gómez llegó de visita para decirle a Franco que tenía una propuesta.
—Entre todos «Los Escorpiones» te vamos a dar el trabajo de vigilante del club. Vas a vivir en donde era la bodega, ya la mandamos limpiar. Ahí se pueden acomodar con tu hija. Te queremos ayudar, pero tú tienes la última palabra. Debes vender este local y con el dinero puedes acondicionar tu nueva casa en el club—.
Franco siempre supo que en su familia no había nada más preciado que la mercería y nunca pasó por su mente la idea de venderla o deshacerse de ella. Pero tampoco se imaginó el vuelco tan violento y dramático que daría su destino.
Le resultaba doloroso aceptarlo pero tenía la sensación de que en su vida las cosas empezaron a ponerse mal el día que nació Natalia Concepción.
El entredicho en el que estaba le dejó pocas alternativas. Franco no tuvo más que vender el local de la mercería, pero decidió quedarse con los productos, así que el día de la mudanza, que fue mejor dicho una tarde, llegó al club de «Los Escorpiones» acompañado por Natalia Concepción. Llevaban las mismas pertenencias que sacó Franco cuando vendió su casa y la niña le ayudó llevando las pequeñas cajas blancas de cartón donde se guardaban los carretes de hilo, los prensapelos y los listones multicolores.
El contador Gómez los condujo hasta el cuarto donde vivirían, el mismo que antes fue la bodega del club. Al entrar, Franco y Natalia Concepción quedaron asombrados por las condiciones de ese sitio. Era un cuarto oblongo, con piso de tierra negra. En él sólo encontraron una pequeña mesa redonda con dos sillas. Al fondo estaba la puerta de metal que conectaba con el patio del salón.
—El baño ya lo conoces, es el del salón—, explicó el contador Gómez. —Podrán utilizarlo siempre y cuando no haya evento—.
Franco se sintió acorralado al tener que escoger entre eso y nada. No dijo una sola palabra, pero su silencio fue más que elocuente. Después comenzó a colocar las pocas pertenencias en el cuarto. Con el ropero dividió en dos el espacio, de un lado quedó la habitación, con la única cama que llevaron y la silla mecedora. Del otro lado del ropero improvisaron una cocina y dejaron el comedor raquítico.
A base de aguantar y de ver pasar el tiempo, Franco se acostumbró a la miseria. Su deterioro físico y moral fue muy rápido. Se convirtió en un viejo solitario, el rostro se le llenó de grietas; comenzó a usar lentes de aumento y por poco hasta olvida cómo hablar pues la mayor parte del tiempo, la única compañía que tuvo fue Natalia Concepción, su hija sordomuda.
Hubo una época en la que Franco se vio obligado a dormir sentado en la silla mecedora para que Natalia durmiera en la cama mientras se recuperaba de una infección que la tenía retorcida de dolor y fiebre. Debido a los estertores y a todos los síntomas, Natalia no podía pararse de la cama ni reaccionar al sentir el deseo de ir al baño y terminó excretando sobre la cama hasta dejarla inservible.
Días antes de la Navidad de ese año, el contador Gómez llegó a visitarlos, llevó comida y una botella de ron. Franco y él bebieron el licor y dieron la comida a Natalia Concepción. Desde algún tiempo atrás, el contador se había vuelto un frecuente visitante de Franco. Ambos se hicieron amigos, el joven contador Gómez escuchaba con atención todas las historias que Franco platicaba de su infancia adinerada y de las aventuras de su padre, el aristócrata.
En la Navidad, Franco y Natalia Concepción se tuvieron que quedar encerrados en el cuarto mientras afuera, en el salón, todo el club de «Los Escorpiones» estaba reunido con sus familias en una enorme fiesta llena de gente rica, gente que había olvidado por completo la presencia del hijo del difunto don Francisco Mariscal, uno de los más influyentes miembros del club. Desde el cuarto, Franco escuchó la música del salón. Por momentos quiso decirle a Natalia Concepción que escuchara el ritmo y la algarabía, pero no tenía caso.
Para finales del siguiente enero, el contador Gómez llegó al cuarto de Franco pasando el mediodía. Llevó consigo un pollo frito y una botella de ron. Tocó la puerta y nadie le respondió. Supuso que Franco y Natalia habrían salido.
En realidad, esa mañana Franco Mariscal ya no vio la luz del día. Murió durmiendo, se fue de este mundo sin decir nada. Natalia Concepción lo descubrió muerto, con los pies tapados y con un gesto de paz. La niña corrió a dar aviso con un vecino, quien le pasó la noticia al contador Gómez. Éste, de inmediato organizó el funeral en el salón de fiestas.
En el mismo sitio donde años antes estuvieron sentados Franco Mariscal y Humberta Magaña la noche de su boda, ahora estaba él solo, tendido, sin vida, adentro de un féretro. Las únicas personas que acudieron al velorio fueron Natalia Concepción y todos los miembros del club.
Tras la muerte de Franco Mariscal, la niña vivió muchos años sola en el cuarto al lado del salón de fiestas, hasta que la vida se agotó en su eterno silencio, sin haber sido amada. En las venas de Natalia Concepción se extinguió el linaje de la dinastía Mariscal Magaña.

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