Mar adentro analgico

En el amanecer del 2016 un fenómeno marcó un antes y un después en los menesteres de la comunicación en México: el cambio de televisores analógicos a digitales. El próximo 21 habrá que reconfigurar todos los canales de televisión abierta. Dado el contexto del tema, a ello obedece que publiquemos hoy esta crónica inédita

a Mercedes España

Jorge Mandujano / Colaboración

La noticia la dio ese señor que a diario aparecía al filo de las 10:30 de la noche en el otrora Canal de las Estrellas (y las barras, añadirían los chavos en las redes): «En breve, quienes no tengan pantallas planas, no podrán ver televisión, ya que desaparecerá la Tv analógica, para dar paso a la digital».
Como ya se está haciendo «costumbre», no fueron pocos quienes le recordaron –una vez más- a su progenitora, al tiempo que se preguntaban qué había querido decir. Extrañaban a aquel señor calvo de ojos verdes, quien siempre «tradujo» lo que el señor Presidente de la República «había querido decir».
—¿Entendistess lo que quiso decir el famoso «tícher», vos Yolita?, increpó la tía Chata. «Nooo, para nada. Es más, no sé si «analógico» quiera decir, por ejemplo: ¡a chingar a su madre la lógica anal! Y lo de «digital», en consecuencia: te va a doler pero te va a gustar».

***
No me preguntes cómo pasa el tiempo, reza uno de los más bellos poemas de José Emilio Pacheco. Es el último día de 2015 y, ¡¡¡minguen a su chadre!!!, dice Carlos Monsiváis. —Está bien. Yo no bebo pero veo tele. O sea, de cualquier manera me apendejo, pues.
Ahora recuerdo. A mi pueblo no llegaba aún la señal de TV. Sin embargo, Don Aníbal León había comprado un televisor más grande que la virgen de Guadalupe que aguardaba en el rincón de la sala de su casa. El pueblo tenía escasos 3 mil habitantes: 2 mil 999, luego que decidí venir a vivir aquí, con ustedes, a platicarles estas acaso tristes historias que a lo largo de los años he ido pepenando como caracoles en la vega de los ríos.
Así es que los hijitos de Don Aníbal León subían a las tejas a mover la antena, para intentar una posible imagen en la Tv. Mientras, los demás niños nos apostábamos sobre la banqueta, acariciando la esperanza de que adviniera una posible imagen a la pantalla. Llegada la hora de dormir, y en la total frustración, nuestras madres iban por nosotros, como a una guardería callejera nocturna. Tristes pero esperanzados, partíamos a casa con esa imagen de millones de asteriscos que se asemejaban a multitudes aplaudiendo. Pixeles que luego guardaban nuestras almohadas a la hora bendita de soñar. Sí, a la hora bendita de soñar.
Cuando todo parecía que la hiperposmodernidad había llegado, que había que educar nuestras retinas para lo digital, un fenómeno comenzó por sacudir descomunalmente al pueblo, luego a la ciudad, luego al país entero, que ni siquiera estaba preparado para un evento de esta envergadura: los parroquianos comenzaron por sacar sus televisores «analógicos» a las esquinas donde pasaba el camión de la basura, el mismo que, llegado «el momento», se vio imposibilitado para «cargar» con tantos aparatos.

Imágenes que daban pánico soñar se fueron configurando en todas las esquinas de manera desordenada. Cientos de televisores fueron impidiendo el libre tránsito de los vehículos. El transporte público no fue la mejor opción. En un país con 55 millones de pobres, los pepenadores terminaron por soslayar tanta tristeza electrónica acumulada. Recorrer la ciudad desde el aire estigmatizó a una autoridad que nunca pudo evitar «lo peor»: una iniciativa de ley ante el Congreso, que terminó por sentenciar que, ante tantos millones de televisores analógicos que poblaban las otrora amplias avenidas de las grandes y bellas ciudades, no quedaba de otra que «tirarlos al mar».
Así lo hicieron en interminables días con sus noches, hasta quienes nunca tuvieron un televisor. Tal vez a ello obedezca que ahora, mi hijo, mi tan querido pescador, cada vez que se zambulle en altamar, una grosera —por desaliñada- sucesión de viejas imágenes intentan decirle a sus retinas: —Aquí estamos. Yo me llamo Yolanda Vargas Dulché. Yo soy Germán Valdéz «Tin Tan». Yo soy Chespirito. Soy La Doña, pinche mujerujo. Nada, nadie, porque él, con la ausencia de luz en sus ojitos, jamás vio la TV, menos, mucho menos, la Analógica.

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En un país con 55 millones de pobres, los pepenadores terminaron por soslayar tanta tristeza electrónica acumulada

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