Mundo raro / Ornan Gmez

Casos perdidos

Tenía mirada nerviosa, el cabello sin peinar y barba de días. Cada que llegaba al salón de clases, lo hacía con un marlboro rojo que tiraba en el jardín. Y mientras hablaba sobre Montesquieu, los ojos, que le bailaban en las cuencas, lo hacían ver como al Telúrico, personaje de Alejandro Suárez. Y en tanto decía esto y lo otro, dejaba caer: «chingada madre, hay que desapendejarse leyendo». Y lo aplaudimos, porque era el primer maestro que no escribía en el pizarrón. Que no decía que el examen y los apuntes valdrían puntos. Aquí se lee, dijo. El que no quiera hacerlo, le pongo diez y que se vaya a su casa.
Durante años, los maestros que traté, se creían dioses. Había que hablarles con respeto: maestro X, por ejemplo, ¿me permite ir al baño? Si decía que no, te aguantabas o te orinabas en el pantalón. Y cuando el maestro X llegaba de mal humor, aparte de negarnos el permiso, dictaba parrafadas que ni él mismo entendía. Y luego, como si no fuera suficiente, nos ponía a resolver ejercicios matemáticos. Y, para acabar, decía que debíamos leer, y escribir un resumen. Y luego nos soltaba una regañina porque, decía, éramos unos «casos perdidos». Jamás llegarán a ninguna parte con esa actitud. Y por allí seguía el maestro X, al que debíamos celebrar el quince de mayo.
¿Por qué? ¡Quién sabe!
Y todos, con los nervios de punta, recitábamos que, gracias a él, nuestra vida había cambiado, porque con su sabiduría, el mundo era más luminoso. Que gracias a él, y a sus palabras sabias, las tinieblas de la ignorancia que se cernían sobre nosotros antes de su llegada, se habían disipado. Que, sin él, que lo oyera el mundo, nuestra mísera existencia carecía de sentido, porque él, señores y señoras, era el maestro de maestros.
Y mientras decíamos esas cosas, el maestro X se relamía los labios, porque estaba mirando las piernas torneadas de la maestra Y. Después del programa cultural, los maestros se trepaban a sus autos y se iban a algún botanero, donde bebían cervezas, mientras hablaban de política, futbol y mujeres. Y, ya borrachos, algunos, como el caso de mi maestro W, entre lágrimas, confesaba que le gustaban los hombres. Otro, que se había casado con la mujer equivocada, y por eso se consolaba con la señorita J, secretaria de la escuela. Otro, que su mujer lo dejó, porque descubrió que no era el amor de su vida. Pero que allí, bebiendo, los problemas no le hacían mella a la felicidad de cada uno. Y después de litros de cervezas, cada uno se iba emborrachando. Sólo al maestro X le quedaba ánimos de llevarse a una muchacha al hotel, donde seguiría bebiendo. Y al otro día, con la sangre ardiente por la juerga, tenía que presentarse a trabajar.
Y allí estábamos los alumnos, con mirada espantada ante el rostro amoratado del profesor X, que con sus ojos inyectados de sangre nos atravesaba. No griten, decía. Resuelvan la página tal. O salgan al campo. Y si no obedecíamos, el maestro estallaba. Gritaba que guardáramos silencio, porque a él le dolía la cabeza. Y entonces, uno a uno salíamos del salón.
Así que cuando llegó el maestro nuevo, hablando sobre filosofía, la vida adquirió otro sentido, porque él no se andaba con chingaderas organizando festivales de ningún tipo. Y por primera vez, supe que en la escuela se podía ser feliz. Y es que todos, al menos los más rebeldes que no teníamos cabida en el mundo, amábamos a aquel maestro que llegaba con la camisa sin planchar y fumando. Los «bien portados» no sabían qué hacer, porque no había trabajos ni examen qué resolver. Aquí se viene a hablar de la vida y de libros, decía. Y yo empecé a leer algo sobre marxismo, porque cuando él llegaba al salón, lo primero que decía era que el marxismo estaba generando dolor de cabeza a muchos poderosos. Y por allí seguía. Así que quien no hubiera leído nada, se quedaba en la luna.
Gracias a él supe que los maestros no eran dioses, sino hombres y mujeres con defectos como cualquiera. Y había de todo. Los exigentes, que daban importancia a la puntualidad, al uniforme limpio, sentarse «correctamente» en las sillas, a los exámenes y apuntes, a la lista de asistencia, al dictado y un sin fin de cosas que inventaban. También estaban los moderados, como la psicóloga que, más que exigir, trataban de saber por qué no cumplíamos con las responsabilidades. ¡Ah!, y estaban los rebeldes, como El telúrico que, con sus lecturas, mandaba a la chingada las formalidades, porque, decía, lo mejor era el desarrollo intelectual y no las apariencias. Y eso se conseguía leyendo. Quizá por eso empezó a hablarnos de cine, música, pintura y literatura.
Así que ahora, cuando se acerca el día del maestro, yo pienso en mis maestros que, como sea, me enseñaron algo. Sé que algunos viven solos, y en su soledad lloran su tristeza. Y con esa nostalgia se presentan ante un grupo de niños. También sé que otros, ya mayores, no se perdonan que no atendieron a sus hijos, porque estaban atendiendo a otros niños. Y justo eso, me hace pensar que el día del maestro debe servir para pensar la vida y lo que se hace en ella. Algo así como cuando mi maestro Telúrico se puso a llorar frente a nosotros, porque, dijo, recordó a sus hijos que no veía desde hacía años. Y ese día, los casos perdidos, como nos llamaba el maestro X, nos acercamos a él y lo abrazamos como muestra de cariño.
Años más tarde, mientras bebía una cerveza con mi maestro Telúrico, le presenté mi primer relato. Él sonrío y siguió en silencio.

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