Mundo raro / Ornan Gmez

El robo perfecto

La ciudad flota dentro de una bruma espesa. Sus luces, apretadas por la niebla que baja de alguna parte, hace que la Comitán se vea como un barco en la borrasca. Y mientras observo, la noche se hace más intensa, en tanto más allá, en ese valle que hay a mitad del bosque de robles que cercan mi casa, las ranas y los sapos toros croan desde los charcos, que la lluvia formó hace un momento. Y mientras croan con ese sonido grave, opaco, que rebota en el silencio de la oscuridad, pienso en «Macario», el cuento de Juan Rulfo. Y luego, acicateado por la sensación de abandono que me produce toda esa niebla que brota de la tierra, y que termina aplastando a la ciudad, también pienso en Pedro Paramo. Quizá lo hago porque fue uno de los libros que me deslumbró cuando empecé a leer con ese afán de lector empedernido y que, además, robé.
Esa ocasión, en compañía de alguna novia, entré a un centro de maestros, que son espacios de formación académica para profesores, y que tienen bibliotecas con libros nuevos y de calidad literaria pero que, la mayoría de ellos, ni los mismos encargados de esos espacios leen.
En esa época me gustaba embriagarme los fines de semana, mientras me repetía que algún día sería escritor. Quizá por ello, a donde fuera, siempre llevaba algún libro. De los que recuerdo, sobresalen El diario de la Riva de José Martínez Torrez, Pregúntale al polvo de Jhon Fante, Memorias de mis putas tristes de García Márquez. Y después de leerlos, los acomodaba en un rinconcito de un mueble, donde mi madre tenía el televisor.
Y en esa ocasión, apenas vi la biblioteca, me puse a revisar los anaqueles. Y mientras miraba, sentía que un calor se apoderaba de mis dedos. Luego imaginé que los libros me hablaban. Amigo, llévanos de aquí. Libéranos de este encierro polvoso. Y yo asentía indeciso, como tratando de no hacer caso a la vocecita que resonaba en mi cabeza. ¡Anda, cabrón!, no te hagas el disimulado, que ya notamos eres amante de lo ajeno. ¿Así nos llevamos? Me defendí.
Muchos de los libros eran nuevos, pasta dura, y editados por editoriales de renombre.
Anda, qué te cuesta. Estira la mano y cógenos. Prometemos no hacer ruido al salir. ¡No puedo!, me resistí. Podrían descubrirme, y entonces sería el hazme reír de todas estas personas que están aquí. Se imaginan que me atrapan y me dicen: ¡Con que iba a robarse esos libros!, ¿no? Qué diría mi novia. No. Estense quietos. ¿Acaso te crees eso que acabas de decir? Y recordé que una tarde entré a La ceiba, en pleno corazón de Tuxtla y, como si nada, me llevé algunos libros del poeta Sabines.
Me acerqué más al estante de donde, creí, nacía la voz, y leí: Pedro Paramo, El llano en llamas y El buen lector no nace, se hace. Los dos primeros de Rulfo. El tercero, de Felipe Garrido a quien conocería años más adelante y relataría esta experiencia. Los tomé y empecé a hojearlos. Al momento saltaron sobre mi Juan Preciado, «Diles que no me maten», «Macario», «No oyes ladrar los perros», «Nos han dado la tierra», y algunos pasajes de Garrido. Cuando leí las primeras frases de cada libro, sentí que ya me pertenecían. Que estuvieron esperándome por años. Ya vez, te lo dijimos. Y te hacías del rogar, creí escuchar la voz de Rulfo. Pero te gusta hacerte el importante. Ahora acomódanos bajo tu axila, y sal como si nada. Antes de salir, platicas unos segundos con el encargado. Así no se dará cuenta de nada. Para ayudarte, le velaremos los ojos al cegatón ese. El encargado, algo viejo, llevaba gafas.
Los puse en mis axilas y caminé a la salida, mientras la vocecita repetía: Gracias por rescatarnos. Ya estábamos hasta la madre de este pinche encierro. Antes de salir, intercambié un par de palabras con el encargado, que no se dio cuenta de nada. Para mi sorpresa, también yo me olvidé de los libros. Cuando salí, estaba feliz. ¿Era un robo? No, respondí. Salvé los libros del olvido. Y cuando por la tarde, en un barcito, empecé a leer El llano en llamas, supe que había cometido el robo perfecto.
El viento fresco mueve el follaje de los robles recién bañados por la lluvia. Más allá, entre las calles oscuras de mi colonia, un perro ladra y su ladrido se pierde en la oscuridad y el silencio. Los faroles son como ojos parpadeantes entre la niebla que baja de los cerros. El más alto lo llaman El tío beli, porque, me contaron, cuando vine a esta ciudad, allí tenían la escultura de Belisario Domínguez, que ahora está a la entrada de la ciudad. Y fue allí, a esa montaña que ahora luce deforestada, la que visité apenas llegué a Comitán. Y como hoy, ese día, el cerro estaba cubierto por niebla espesa.
Ocho años, me digo despacio, enfatizando en cada palabra porque allí se encierran muchos recuerdos en esta ciudad. De pronto, las ranas, los sapos y los perros se callan. Sólo el viento se mueve en los árboles. ¿De dónde nace el silencio?, pienso, mientras un pájaro nocturno canta entre los árboles. Dentro, mis hijos corren y gritan. Rita andará por allí. Sonrío porque desde que me llevé Pedro Paramo, El llano en llamas y El buen lector no nace, se hace, han pasado muchas cosas. Tengo hijos, esposa, una casa que encierra nuestros sueños, y un espacio donde están los libros que he comprado desde entonces. Ahora ya nos lo pido prestado ni me los llevo, porque, pienso, alguien con la misma necesidad que tuve hace años, irá por ellos.

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