Mundo raro / Ornan Gmez

¿Aquí queda Moyos?

Las luces del bocho no traspasaban las nieblas que subían de los barracos, porque eran demasiadas espesas. Gerson, Karolina y yo, experimentamos miedo. Un temor sordo, espeso como la melaza con que alimentan el ganado de esa región. Era un miedo que, como iguana, reptaba sobre nuestra espalda clavando sus garras ganchudas. Y no era para menos, porque cuando descendíamos aquellas colinas donde la carretera serpenteaba como anaconda hambrienta, recordamos que, meses atrás, los periódicos anunciaron que unos asaltantes acribillaron a tiros a unos policías para arrebatarles el dinero que llevaban a esas comunidades hablantes de la lengua chol. ¿Y si de la oscuridad salían los mismos fulanos? Seguro se llevarían una decepción al encontrar en las maletas libros de pastas de duras, además de los muñecos que Gerson usa en el espectáculo de cuencuentos.
Asaltan a promotores de lectura, y les arrebatan libros y muñecos, dirían los diarios. Sonreí por lo bajo al imaginar la sorpresa en los ojos de los asaltantes.
Más allá, entra la niebla espesa, una luna redonda y amarilla ascendía tras las serranías. ¿Qué necesidad de andar aquí?, preguntó Gerson con recelo. Y tenía razón. ¿Qué hacíamos entre aquel montón de oscuridad, cerros y nieblas que nunca habíamos visto? ¿Y si el coche no frenaba a tiempo, e íbamos a terminar a un barranco? Vale la pena, le respondí, porque al hacerlo quería convencerme de que, en efecto, valía la pena estar allí. Si no lo hacemos nosotros, ¿entonces quién? Nadie vendrá a estas tierras a compartir talleres de lectura con estudiantes, argumenté. Y Gerson, sumido en la oscuridad del asiento trasero, asintió. No vamos a ganar dinero, pero seguro que más de un estudiante o padre de familia nos recordará, reforcé, mientras Gerson soltaba un bostezo.
Meses atrás, el profesor Roque Vizael nos invitó como Acción Magisterial Artística a su escuela. Y ahora íbamos allí, con el miedo en la lengua y en los ojos que no lograban mirar más allá de tres metros. Y mientras descendíamos a Sabanilla, que es un pueblo rodeado de montañas y de calles rectecitas, nuestros corazones golpeaban con fuerza nuestros pechos, porque, sin decirlo, deseamos volvernos por donde habíamos venido. Pero eso jamás, porque nuestro principio es no quedarle mal a nadie. Además, el profesor Roque nos esperaba.
Y entonces, como si una mano invisible moviera algún interruptor, una lluvia espesa nos calló encima. ¿Y ahora?, creí que todos nos preguntábamos. Y disminuí la velocidad a diez kilómetros por hora, porque no veíamos nada. Y Karolina y Gerson se quedaron en silencio, porque seguro pensaban en sus familias. Y el silencio de ellos me hizo pensar en «No oyes ladrar los perros», de Juan Rulfo. Y para romperlo, comenté a Karolina en lo que venía pensando. Pero ella seguía hundida en ese mutismo que le congeló el rostro. Karolina, trata de ver si no se asoma alguna luz que indique ya estamos cerca del pueblo. Y Karolina, callada, negó. No veo nada, dijo. Y recordé el diálogo con que Rulfo abre el cuento:
—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
Y Gerson, desde atrás, decía que quizá dejamos el crucero kilómetros atrás, y que ahora nos dirigíamos a quién sabía dónde.
Era posible, porque en esa oscuridad todo era posible. Y mientras discutíamos, más descendíamos hacia alguna parte. ¿Y si estábamos bajando los círculos del infierno, tal como lo exponía Dante Alighieri en La divina comedia?
Pero Ornán, qué cosas piensas. Deberías rezar, pecador. Quizá haciéndolo, el pueblo se asome. Pero no sé rezar. Nunca me preocupé por aprender. Debes hacer un esfuerzo, cabrón. Estás en tierras desconocidas y cualquier milagro es bueno. Imagina que de esa oscuridad y lluvia te salen cinco caníbales y dan cuenta de ustedes. No es para tanto. No pasará nada. Y la lluvia seguía cayendo con una furia propia de la selva.
Y entonces, con un grito cargado de alegría y esperanza, Karolina anunció que vio luces. Y tenía razón. Kilómetros más allá se divisiva un pueblo rodeado por una oscuridad apretada. Y aceleré, porque el deseo de salir de las sombras era inmenso. Y cuando llegamos, el pueblo lucía abandonado. Las calles vacías y las casas en silencio. Es un pueblo fantasma, Ornán. Es Comala, me decía en voz baja. E imaginé que, envuelta en rebozo negro y con la voz tenebrosa, saldría a recibirnos Dolores, personaje de Rulfo en Pedro Paramo.
Pero nadie se apareció. Sólo el silencio.
Atravesamos el pueblo sin decir una palabra, hasta que casi al finalizar, apareció un fulano de sombrero y algo briago al que preguntamos dónde quedaba Moyos. Siga derecho, dijo. Ya están cerca. Y aceleré el Volksvaguen con la esperanza de que ya estábamos cerca. Sin embargo, apenas salimos del pueblo, la oscuridad espesa y la lluvia volvieron a engullirnos, mientras el miedo reptaba sobre nuestra piel como una iguana de garras filosas.

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