Mundo raro / Ornan Gmez

Pelea de lectores

Ximena, a su manera, lee. Coloca el libro entre sus manitas y empieza. Murmura monosílabos y señala con sus deditos imágenes y letras. Pese a que tenga el libro al revés, Ximena lee. No se detiene. Pasa las páginas y sigue murmurando, mientras yo la observo. Cuando me descubre, su rostro se ilumina con una sonrisa que descubre sus dientitos y corre hacia mí. ¡Papá!, grita. Y me tiende el libro, toma mis manos y me conduce a la cama o al sillón. Me pide que me siente y luego intenta treparse. Señala a mi lado, porque quiere sentarse conmigo. La ayudo y sonríe alegre. Me pide que lea en voz alta. Y comienzo. Mientras leo, le pregunto dónde están los árboles, las estrellas, la luna, la casa, el conejo, los ratones, el señor Pug, la casa de estambre, los patitos, los gatos, y ella, con su índice regordete señala cada una de las cosas que le pregunto. Sonrío por lo bajo, porque recuerdo que a esa misma edad —año once meses—, Eduardo era lector empecinado.
Mi pequeño iba al librero, tomaba el primero que encontraba y empezaba a leer. Después tomaba otro, y luego otro y después otros más. Y conforme iba revisando los libros, los iba mordiendo porque era su marca personal para decir que ese libro había sido leído por Eduardo. Ahora que él tiene nueve años, tiene definido algunos gustos. Quiero libros que hablen sobre dragones, dice. Y se los consigo. Eso pasó cuando le compré Bestiario de seres fantásticos mexicanos de Norma Muñoz Ledo.
Días atrás terminó la semana de exámenes, y Eduardo estaba nervioso porque no sabía si quedaría o no dentro del cuadro de honor. Un mes atrás dijo que, si lograba quedar de nuevo, quería un regalo. Y le dije que sí, porque lo veía emocionado. Así que le ayudé con las tareas, y repasamos los temas por las tardes. Y cuando los exámenes llegaron, Eduardo me decía que estaban fáciles. Que todo lo que nosotros habíamos estudiado, vino como preguntas. Pan comido, decía.
Así que esperé a que terminaran los exámenes para saber cómo le fue.
Unos días después de los exámenes, me dijo que la maestra citó a los papás para que diera a conocer los resultados. Le dije que iría. Sin embargo, esa tarde no pude, porque tuve un compromiso de trabajo. Así que llamé a la profesora y le comenté mi situación. Cuando regresé por la noche, Eduardo esperaba en la puerta. ¿Y bien?, preguntó sonriente, mientras los ojos le brillaban. Sin duda estaba pensando en el regalo. No pude ir, ¿me disculpas? Se le borró la sonrisa. ¿Habré quedado en el cuadro de honor? No te apures. Pero es que quiero un regalo, dijo con el gesto compungido. Tranquilo, niño. Y subió a su habitación. Y mientras subía, Ximena, en el sillón, leía El Estambre mágico del señor Pug, de Sebastián Meschenmoser, que le compré la tarde anterior.
Recordé que apenas llegamos a la casa, Eduardo, Ximena y yo, fuimos a leer sobre la cama. Y mientras leíamos, Ximena señalaba los objetos que Eduardo y yo le preguntábamos. ¿Es para ella?, preguntó mi hijo celoso. Sí, le dije. Para ti tengo otro obsequio, pero será más adelante. Luego me levanté de la cama y los dejé solos. ¡Mala decisión! Empezaron a pelear. Eduardo quería mirar las imágenes y leer, pero Ximena decía que no, porque, con gestos, indicaba que el libro le pertenecía. Y como Eduardo estaba empecinado en mirar qué había en las páginas, se lo arrebató, pese a que su hermana empezaba a llorar quedito por la impotencia de verse despojado de su regalo.
Cuando escuché los gritos, supe que los regalos debieron ser parejos. Me volví y los encontré hecho bolas sobre la cama. Eduardo tenía el libro, y Ximena estaba sobre él, mientras gritaba y pataleaba. Me acerqué a ellos, y los abracé. Tomé el libro y me acosté en medio de los dos y empecé a leer, en tanto Ximena se recuperaba del sobresalto. Cuando terminé, Ximena tomó el libro y se fue a otra habitación y siguió leyendo en voz alta. Hasta donde estábamos, a Eduardo y a mí nos llegaban sus murmullos. Yo también quiero un libro, dijo con las lágrimas asomando a sus ojitos. Se ovilló a mi lado, y se puso a llorar. Y yo me sentí feliz y triste. Triste, porque no le traje un libro. Feliz, porque mi hijo quería uno y no un juguete.
Oye, le dije. Tu regalo ya lo tengo. Sólo espero ir por tus calificaciones, dije para calmar su llanto. ¿En serio?, preguntó. ¿Y si no salgo en el cuadro de honor? No importa. Te seguiré queriendo igual, y el regalo será por gusto. Sonrió y me abrazó.
Así que ahora, cuando lo vi subiendo a su habitación, me sentí un mal padre por no traerle un regalo, como a Ximena.
Al día siguiente, fui a LaLiLu y compré Bestiario de seres fantásticos mexicanos de Norma Muñoz Ledo. Luego, cuando Eduardo me preguntó cómo le fue en los exámenes, le dije que le tenía una sorpresa. ¿Qué?, gritó. ¿Tienes mi regalo? Sin más, le tendí el libro. Lo tomó y corrió a su habitación. No fui tras él, porque deseaba ver su reacción. Después de veinte minutos bajó con el libro entre los brazos, y me dijo: Papá, no me gustó, y yo sentí una decepción enorme. Luego remató: ¡Me encantó! Y corrió a abrazarme.
Luego invité a Ximena a subir a la habitación de Eduardo para leer. Y mientras lo hacíamos, ambos pelaban tamaños ojotes ante las imágenes aterradoras con que Miguel Barrón ilustró el libro de Norma Muñoz. Y mientras leía, pensaba que ya había aprendido la lección: Cuando de libro se trate, debo comprar para los dos, para evitar una pelea de lectores.

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *