Sobre el voto nulo y el abstencionismo / Juan Carlos Moreno Guillen

Hace unos días leí ávidamente un artículo de José Antonio Crespo, en el que palabras más palabras menos, apoya la emisión de un voto nulo masivo en las próximas elecciones como una forma de protesta a la actual crisis de credibilidad institucional y en particular de los partidos políticos por la que atraviesa nuestro país.
Difiero en gran medida sobre esta observación y estoy abierto al debate, porque si ha existido una manifestación masiva de desinterés o rechazo sobre la vida democrática en el país, ha sido la abstención misma propia de nuestras elecciones.
En los procesos electorales mexicanos tanto federales como locales, pocas votaciones han superado siquiera el 50 por ciento de la lista nominal de electores (la anterior de Chiapas fue una ejemplo de ello al acudir un gran porcentaje a las urnas). Ello demuestra que el rechazo o desinterés a la clase política ha sido palpable y que un segmento de mexicanos (quienes participan en los procesos electorales) son los que determinan a los gobernantes en los tres ámbitos gubernamentales.
Esto deriva en un consecuente problema de legitimidad, ya que los gobernantes arriban con un apoyo minoritario real por parte de la población. A diferencia de otros países, en el nuestro no existen mecanismos de legitimación como la segunda vuelta electoral o la coaliciones de gobierno o legislativas.
Lo pondré en números, en México se estima que somos 125 millones de mexicanos; de los cuales un poco más de 87 millones están inscritos en el padrón electoral y en la lista nominal de electores somos 82,206,556.
Partiendo de esta premisa, si vota el 50 por ciento de estos electores la cifra arrojada sería 41 millones de votantes el día de una elección. Nuestro sistema es de mayoría relativa, por lo tanto, quien obtenga mayor número de votos independiente del porcentaje que sea, será el incuestionable ganador.
Quiero abordar este tema con un ejemplo probable, que evidencia la gravedad de lo que planteo. Si el presunto ganador de una elección lo hace con un veinte por ciento de los votos, derivado de la pulverización del mismo ante la presencia de un número considerable de partidos, determinamos que ese ganador tendría una votación de 8.2 millones de electores. Lo que significaría que el 10 por ciento de la lista nominal estaría determinando el destino de una nación, o lo que es aún más grave, que el 6.25 por ciento de los habitantes de un país, decida sobre el 93.75 por ciento restante.
Entonces, para centrar mi idea, si de por sí la mayoría de los gobernantes llega con una legitimidad cuestionable, que además, no le ha cobrado ninguna consecuencia en el pensar ni en el sentir de la población y la clase política, peor será si se utiliza una estrategia como esa como forma de protesta, pues será menos el universo de votantes que se necesite para ganar una elección, pues como bien sabemos los votos nulos no contabilizan en el total de la votación válida emitida. O dicho de otra forma, esa estrategia beneficia directamente a quien tiene un voto duro cautivo o una capacidad de movilización electoral suficiente para ganar la contienda de que se trate.
Considero que el mejor mecanismo a impulsar es la implementación de la segunda vuelta electoral, que obliga a los punteros que no obtengan un porcentaje de votos (en algunos países es el 50, en otros menor a eso) a realizar acuerdos y coaliciones que permiten gobernabilidad y una mayor legitimación de los gobiernos con sus pueblos. O la otra, que los ciudadanos que no se identifiquen con partido político alguno, promuevan o participen en candidaturas ciudadanas que incentiven la participación y por ende, incidir en la vida política de nuestro país. Promover el voto nulo, desde mi óptica, no ayuda a solucionar el problema que se quiere evidenciar, sino que lo abona.

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