Vacaciones en guerra

Alirio López invitó, con mucho orgullo, a la familia de su esposa, a conocer su tierra; les dijo que sería un viaje inolvidable y lo cumplió

Óscar Aquino López/ Portavoz

[dropcap]C[/dropcap]inco años antes, en 1989, Alirio López decidió dejar la casa donde vivía con su madre, doña Ángela Ríos, para buscar una mejor vida en el occidente del país. Se fue con lo poco que logró ahorrar en ocho meses, desde que hizo suya la idea de emigrar del sur.
Al principio, doña Ángela se opuso a la idea de su hijo, principalmente porque no quería quedarse sola en esa casa o tendría que ir a radicar en su pueblo natal, a donde no quería volver por las malas experiencias con el alto nivel de alcoholismo que ya había causado muertes de varias mujeres, quienes cometieron el error de casarse con hombres autoritarios, cargados de razón hasta el punto que cualquier opinión contraria a la suya era suficiente motivo para desencadenar la violencia contra sus cónyuges. Muchas señoras en ese pueblo murieron golpeadas, ultrajadas, rebajadas en su integridad moral. Ángela, por ningún motivo quería volver a ese sitio, a pesar de que ahí vivían sus otros cuatro hijos.
Alirio fue el único que, desde muy pequeño, decidió que no quería crecer en medio de tanta gente ebria, a la que no le importaba nada más en la vida que tener a su lado una botella de aguardiente, de ron o de cualquier licor.
Fue así como, junto con su madre, se fueron de ese pueblo y llegaron a la capital. Ahí, Alirio terminó todos los estudios, se graduó como Ingeniero Civil a los 23 años. Entonces le propuso a su madre ir a buscar mejor suerte en el occidente del país. Él había escuchado en las noticias y por medio de conocidos que aquella zona estaba por convertirse en la más productiva y rica. Pensaba que podría enrolarse en cualquier empresa y aportar sus conocimientos, los cuales eran vastos a pesar de su juventud.
Sin embargo, cuando llegó el momento de partir, no hubo suficiente dinero para comprar los dos boletos. Sólo uno podría irse. Por común acuerdo, fue Alirio quien partió rumbo al destino planeado. Viajó casi 24 horas en autobús. Por momentos sintió como si el horario hubiera cambiado igual que sucede en el otro lado del mundo, donde viven siete horas adelante de nosotros. Extraviado en el tiempo, pudo ver que el autobús pasaba debajo de un enorme letrero verde que con letras blancas tenía escrito: «Bienvenidos a Laguna Negra».
Alirio tuvo un presentimiento, algo en sus adentros le indicó que ese era el lugar en el que debía quedarse a buscar su nueva vida.
En la terminal de autobuses, mientras la unidad hacía una pausa en la que los pasajeros bajaron a comer algo o pasar al baño, Alirio pidió al chofer que le permitiese bajar su equipaje pues se quedaría ahí.
Desde ese día, en 1989, Alirio López se convirtió en un ciudadano de Laguna Negra. Aquel era un pueblo pequeño, pero buscado por mucha gente pues, por su ambiente apacible, les servía como lugar de retiro. Ahí pasaron sus últimos días personajes de la vida pública: Políticos, artistas, escritores y pintores. Pero, sin duda, la máxima figura que tenía ese pueblo era don Carmelo Meyers, un campeón mundial de lucha libre, retirado por una lesión cervical que lo dejó fuera de los cuadriláteros para siempre. En Laguna Negra, el señor Carmelo, después de anunciar su retiro, se dedicó a atender una papelería que él mismo puso con el dinero ganado en la lucha libre. Antes de inaugurar su negocio, mandó pintar la fachada de color verde esmeralda y a rotular con letras doradas: «Papelería Máscara Universal».
Alirio conoció ese negocio por casualidad, una tarde, cerca de las 16 horas, mientras viajaba en uno de los microbuses celestes del transporte público que en el parabrisas tenía escrito: «Presidentes; Refugio; Máscara y Obrera». Todos, menos Máscara, eran nombres de las colonias que recorría esa ruta del microbús. Alirio preguntó el significado de ese nombre y el chofer de la unidad le contó la historia del gran Máscara Universal y de las épicas batallas que lidió contra otro ídolo de esa parte del país, «El Trueno de Oriente».
La historia de los luchadores entretuvo a Alirio en el camino. Ese día salió a buscar alguna vivienda no muy grande y con un precio de renta accesible a sus alcances. Desde el principio se decidió a hacer las cosas necesarias para poder tener una vida tranquila y posteriormente hacer que su madre se fuera a vivir con él, en mejores condiciones.
Por fin, el microbús llegó a su terminal en la colonia Presidentes, en una loma ubicada al sur de aquel pueblo. Era uno de los fraccionamientos más recientemente construidos en Laguna Negra. Alirio recorrió las calles echando un vistazo a las casas, hasta que encontró una con el letrero de «Se renta». Al interior estaba el dueño del inmueble, quien todas las tardes, al terminar su jornada laboral, iba a montar guardias en la casa, en espera de algún eventual cliente que quisiese habitarla.
Alirio fue ese cliente. El dueño le mostró todos los espacios en menos de una hora. El dueño de la vivienda aceptó darle un tiempo máximo de 30 días para firmar el contrato de arrendamiento. Él prometió no ofrecer con nadie más la casa. Alirio se comprometió a cumplir su parte del trato.
En los días posteriores, salió en busca de empleo. Visitó dos fábricas, una automotriz, la otra de productos lácteos, en ninguna hubo vacantes. Después llegó a un almacén de productos agrícolas. En la caseta de vigilancia le informaron que para ese tipo de cuestiones necesitaría ir a las oficinas centrales de la empresa. Le dio la dirección. Era cerca de ahí. No tendría que caminar más de ocho cuadras; se fue, con documentos en mano.
El guardia de la entrada lo cuestionó sobre la razón de su visita, Alirio respondió. Después de algunos minutos dialogando con el oficial, éste por fin lo dejó entrar; le indicó la ubicación de la oficina de Recursos Humanos. Una señorita de ojos nobles, con lentes de aumento, fue quien recibió a Alirio. Él entregó sus documentos y le dijo que estaba en busca de una oportunidad de trabajo. Ella admitió la carpeta con papeles. Revisó una agenda con cubierta de cuero color café, hizo una anotación y volvió la mirada hacia Alirio. Le dijo que lo esperaban dentro de tres días para una entrevista formal con el jefe del área.
Alirio pensó que su buena suerte y la fe que sentía en ese momento, le ayudaron a conseguir esa entrevista. Motivado por la respuesta de la señorita, salió de esas oficinas con rumbo de regreso al hotel donde aún seguiría instalado durante un mes más.
Pasaron los días indicados. Alirio se presentó puntual en las oficinas donde lo entrevistarían. El jefe de Recursos Humanos, Licenciado Marcelino Juárez lo recibió. Conversaron durante casi una hora, tocaron temas diversos; el jefe hizo preguntas sobre el lugar de origen de Alirio, sus estudios, su familia, pasatiempos y sólo hasta la segunda mitad de la entrevista, comenzaron a hablar sobre la propuesta laboral de la empresa.
Alirio recibió una oferta que le pareció atractiva. Se encargaría de coordinar un departamento correspondiente al área de distribución. Su labor consistiría en contabilizar los costales de producto que entraban y salían de una enorme bodega que siempre olía a los químicos con los que ahí trabajaban. No lo pensó mucho, aceptó el trabajo y ahí mismo firmaron contrato por un año.
Después de despedirse del licenciado Juárez, Alirio salió de las oficinas con una sensación de alegría desbordante. Con ese pequeño paso ya había hecho más que cualquiera de sus hermanos. Lo primero que hizo al salir fue telefonear a su madre. Doña Ángela recibió con gran emoción la noticia. A la distancia planearon lo que tenían que hacer en los siguientes días.
Llegada la fecha, Alirio se presentó a trabajar en la Empresa Agroindustrial Santa Fe, en Laguna Negra, como coordinador de recepciones y salidas del área de Distribución.
Al transcurrir el primer mes, Alirio pudo, por fin, rentar el departamento en la colonia Presidentes. Cuando fue a firmar el contrato de arrendamiento, pasando por la lomita que conduce a ese sitio, volvió a ver la fachada verde con letras doradas: «Papelería Máscara Universal». Al ver el letrero sintió algo muy parecido a la nostalgia sin que pudiese explicarlo con precisión.
Al tercer mes de trabajo, se sintió en condiciones de pagar el boleto de autobús y llevarse a su madre a vivir con él. Le giró un dinero en la oficina de correos; una semana después de recibir el giro, doña Angélica estaba subiéndose a una unidad de la línea de transportes terrestres Estrella mexicana. Tras 24 horas de viaje, ella también pudo ver el enorme letrero verde que con letras blancas dice: «Bienvenidos a Laguna Negra».
Eso fue apenas el principio en el cambio radical que experimentaría la vida de Alirio López en Laguna Negra. Primero el trabajo, después el departamento, ahora la llegada de su madre. Todo pintaba bien, además, se acercaba la Navidad. En general, tenía suficientes motivos para estar contento.
Pero, sin duda, la consolidación del buen momento que estaba atravesando sucedió en enero de 1990. Un sábado por la tarde, él tenía descanso del trabajo; doña Ángela propuso ir a conocer la enorme iglesia del siglo XVI que lucía imponente a un costado de la plaza central de Laguna Negra, que, por cierto, era un pueblo donde se vivía con un catolicismo muy intrincado.
Ahí, bajo el cuidado de los santos, en la Iglesia de Santa Brígida, Alirio vio por primera vez a Magdalena Sánchez Muñoz, una hermosa joven, quien dos años antes ganó el cetro de Señorita Laguna Negra. Era alta, delgada, de tez blanca y unos ojos de un café claro capaces de hipnotizarte con su ternura. Mientras Magdalena rezaba el Credo, Alirio se acercó a ella. Le preguntó la hora porque no supo qué más decir. Magdalena, extrañada, lo vio y le dijo que eran las seis de la tarde con 12 minutos. Ese fue el comienzo verdadero de la historia.
Magdalena Sánchez Muñoz rondaba los 20 años; era la hija menor de don Briseido Sánchez y doña Auxilio de María Muñoz, quienes habían procreado a dos varones y dos mujeres más; cinco hijos en total. Era una familia tradicionalista. Todos declarados católicos por convicción; cada fin de semana acudían a escuchar la misa en la iglesia de Santa Brígida.
Ese templo se convirtió en el punto de reuniones semanales entre Alirio y Magdalena. Él se sintió seguro de sus buenas intenciones hacia ella, por eso nunca se escondió de los señores Briseido y Auxilio de María; siempre se presentó ante ellos con gestos amables y educados que causaron buena impresión. También doña Ángela conoció a Magdalena y a sus padres.
Inexorablemente, la amistad desembocó en algo más fuerte, muy parecido al amor. A los seis meses de eso, por ahí del mes de julio y después de muchos encuentros en la iglesia, Alirio pidió a Magdalena comenzar juntos una relación de pareja, un amorío basado en la confianza y el respeto; la comunicación y el cuidado de Dios. Ella no le dio una respuesta ese día. Cuando terminaron de hablar se fue hacia su casa, dejó a Alirio sentado en la banca de la iglesia sin decirle nada más. Eso fue un sábado. El domingo, a la misma hora, Alirio regresó al templo. Ahí estaba Magdalena, al saludarse en la puerta, ella le aclaró que, para poder comenzar a ser novios, él primero tendría que pedir permiso ante toda la familia de ella, porque así era la tradición en Laguna Negra.
La convicción de Alirio acerca de ese amor era tal que no dudó ni un instante en aceptar reunirse con los familiares de Magdalena. La cita quedó para el día 15 de agosto. La casa de los Sánchez Muñoz estaba en el fraccionamiento El Refugio, cerca de una pequeña iglesia llamada igual, casi a un costado de las vías del tren.
La noche indicada llegó. Alirio y doña Angélica, vestidos de la manera más elegante que pudieron, llegaron a la casa de los Sánchez Muñoz. Toda la familia de Magdalena estaba ahí. En la sala, alumbrada por bombillos instalados en un candelabro pegado al techo, se veían los amplios y acolchonados sillones cafés; al centro había una mesa en la que dispusieron panecillos y tazas de café. La velada fue agradable, sin contratiempos. Al final, ambas familias estuvieron de acuerdo con formalizar la relación.
El noviazgo duró casi dos años. A principios del año 1993, Alirio y doña Ángela volvieron a ser invitados en casa de los Sánchez Muñoz, pero ahora era para cumplir el protocolo de pedir la mano de Magdalena en matrimonio con Alirio. Él tenía prácticamente todo planeado; durante esos dos años pudo ahorrar suficiente dinero; además, obtuvo un ascenso en su puesto de trabajo. Siempre soñó con poder llevar a Magdalena y su familia a conocer los lugares más bellos que había en aquel lugar del sur, de donde era originario.
Para ese entonces, toda la familia de Magadalena ya sabía que Alirio había nacido en una familia numerosa, cuidada, casi siempre, por la señora Ángela. También supieron que fue el único capaz de salir del pueblo donde nacieron y era el que más lejos había llegado.
Ese mismo año, en el mes de abril, Magdalena Sánchez Muñoz y Alirio López contrajeron nupcias. Los dos, tomados del brazo, entraron en la iglesia. Caminaron sobre la alfombra roja, sintiendo el aroma de todos los alcatraces colocados en la orilla del pasillo nupcial. Se veían felices y elegantes.
Alirio, por la ocasión, desembolsó una parte de sus ahorros con tal de pagar los pasajes de sus hermanos. Todos asistieron a la boda. Cada uno de ellos terminó igual de borracho aquella ocasión, y entre su euforia etílica invitaron a Magdalena y a toda su familia a pasar las vacaciones decembrinas en el sur, en aquella tierra lejana y hermosa donde nacieron. Para convencerlos, aseguraron a don Briseido y doña Auxilio de María que vivirían experiencias inolvidables.
En diciembre de ese año, Alirio, junto con su familia, tenían todo listo para el ansiado viaje hacia su tierra natal. Esta vez regresaba ahí como un hombre diferente, en pleno camino hacia el éxito financiero y oficialmente casado bajo todas las leyes.
En total, de Laguna Negra salieron nueve personas en dos coches, en uno viajó don Briseido con los cuatro hermanos de Magdalena; en el otro vehículo iban Alirio como conductor, Magdalena de copiloto y las señoras Angélica y Auxilio de María, estas últimas pasaron largos ratos hablando temas de religión, citando pasajes bíblicos y rezando Padres Nuestros y Aves Marías.
El viaje duró casi un día completo hasta llegar a una ciudad antes del poblado al que se dirigían. Todos decidieron que lo mejor sería quedarse unos días en ese sitio para que la familia de Magdalena tuviera oportunidad de conocer más lugares a su paso. En esa ciudad pasaron la Navidad.
Dos días después, llegaron al pueblo donde los esperaban los hermanos de Alirio. Todos vivían en una enorme casa con un gran patio frontal por el que había que caminar para llegar al inmueble. En ese entonces, aquello era una de las pocas casas construidas con concreto que se veían en ese pequeño pueblo hundido en la pobreza y prisionero de una epidemia de alcoholismo que había enfermado hasta a los niños. Era una zona siempre olvidada por los gobiernos; con pocas oportunidades de mejorar sus condiciones de vida. La casa a donde llegaron fue construida gracias a que uno de los hermanos de Alirio, años atrás había sido candidato a presidente municipal. En ese proceso electoral recibió mucho dinero, algunos dicen que vendió su derrota en las elecciones, otros dicen que le dieron efectivo para evitar que denunciara delitos cometidos por miembros del partido que resultó ganador. Como haya sido, con ese dinero construyó la casa. El 28 de diciembre, las dos familias completas salieron de paseo rumbo al rancho «Los Gavilanes», propiedad del mismo hermano de Alirio.
Disfrutaron visitando la laguna artificial y pescando en ella. Montaron a caballo y otro de los hermanos de Alirio preparó comidas tradicionales, incluso les mostró a los visitantes el procedimiento para preparar un platillo de carne en su jugo, desde el inicio del proceso, cuando se encarga de matar al borrego. La escena fue grotesca, pero tuvo su parte ilustrativa.
En eso, un conocido, habitante de un rancho cercano a donde estaban, comenzó a correr la voz alertando a los vecinos sobre la presencia de guerrilleros por toda esa zona de ranchos. Les llamó a tomar precauciones. Pocos atendieron en serio el mensaje pues nunca se había escuchado sobre guerrillas por ahí.
El 31 de diciembre, las familias de Alirio y Magdalena se reunieron en la gran casa familiar de los López. Cerca de las nueve de la noche, estuvieron todos en la sala. Comieron bocadillos, bebieron whisky, otros, tequila; otros simplemente agua.
A las diez de la noche, Alirio pidió a Magdalena acompañarlo a saludar a un doctor, antiguo amigo suyo, quien vivía a una cuadra y media de ahí. Sería una visita muy rápida y regresarían antes de la media noche para compartir el abrazo de año nuevo con sus familiares.
Ambos fueron a la casa del doctor Paniagua, quien los recibió, junto con su esposa e hijos, con gran entusiasmo pues hacía mucho tiempo que no se veían. Alirio presentó a Magdalena ante todos ellos. Después comenzó una conversación tan amena y divertida que nadie se percató de la hora.
A las 23:55 horas, Alirio y Magdalena seguían en casa del doctor Paniagua. A esa hora, por la calle se escucharon pasos de gente trotando sin hablar. Estaban a punto de salir de regreso a la otra casa, a cuadra y media; únicamente tenían que pasar enfrente del mercado, cruzar la esquina, caminar unos pasos y llegar en punto a la media noche para el abrazo de año nuevo.
A las 23:57 se estaban despidiendo. Un momento antes de que el doctor abriese la puerta, afuera, en la calle, comenzaron a escucharse disparos. Ráfagas de fuego, su sonido inconfundible congeló la sangre de todos en esa casa. En instantes, aquella avenida se llenó de gente corriendo y gritando órdenes. Más al fondo, se escuchaban los estallidos.
Alirio y Magdalena se quedaron pétreos, sin reacción. De entre el tumulto que se escuchaba afuera, alguien gritó:
-¡Está entrando la guerrilla!-
Otra voz gritó:
-Son los que traen pañuelos en la cara. Vienen armados-.
Magdalena no sabía qué estaba pasando y se lo preguntó a Alirio, pero éste tampoco supo dar alguna respuesta convincente. Nadie sabía lo que sucedía. Al doctor Paniagua sólo se le ocurrió acercarse a la puerta de su casa para poner seguro por dentro. En ese momento, las ráfagas se escucharon más cercanas; una bala impactó en la puerta de metal. El doctor, alarmado, gritó:
-¡Todos, tírense al suelo. Están disparando!-.
Afuera de la casa, todo sonaba a caos. Se escuchaban gritos de hombres y de mujeres, también se oían los balazos y cerca de ahí también se percibieron golpes metálicos, como si estuviesen tratando de romper las puertas del mercado. Nadie se acordó del año nuevo. La fiesta terminó y comenzaron las horas de angustia.
En la otra casa, las familias de Alirio y Magdalena sufrieron al doble. Ahí también tuvieron que tirarse al suelo. Por un lado, los más grandes de edad entraron en crisis nerviosa al darse cuenta de la dimensión que tenía el revuelo y el fuego cruzado afuera de la casa. Por otra parte, todos estaban con la angustia de no saber en dónde estaban los recién casados.
A las dos de la mañana, los disparos eran incesantes. Al parecer, a esa hora comenzó a llegar el Ejército a combatir a este grupo de desconocidos que irrumpieron a fuego y sangre la tranquilidad del año nuevo. Se escuchaban cristales romperse, Alirio supuso que eran ventanas de alguna casa que fueron alcanzadas por las balas.
Todos, pecho tierra, tuvieron que pasar la noche de año nuevo completa. Una fecha que por ningún motivo olvidarían en el futuro. No podían saber cuándo terminaría aquel infernal intercambio de plomo. Tampoco sabían si sus familias estaban bien y asomarse a ver lo que estaba pasando afuera era casi un suicidio por el alto riesgo de que alguna bala perdida pudiera impactarlos.
La madrugada transcurrió fría y angustiante. El revuelo duró un rato más. Fue antes de las cinco de la mañana que los disparos dejaron de escucharse, casi en su totalidad, pues algunos todavía se percibían a lo lejos, en las faldas de las montañas que rodean al pueblo por su costado norte.
La aparente calma hizo que Alirio se asomara por la ventana. Era la primera vez en seis horas que podría tener una idea de los estragos causados por las ráfagas mortales. Efectivamente, cuando abrió la puerta, se llevó la impresión más horrenda de toda su vida. La calle estaba tapizada con cuerpos sin vida. Todo el ambiente olía a sangre recién vertida. El líquido rojo semi espeso se veía en las canaletas a los dos costados de la calle. Alirio salió de la casa, pero antes les pidió a los demás que permanecieran adentro y agachados; alertas.
Caminó unos pasos esquivando cuerpos, aunque le fue imposible poner los pies, aunque fuera de puntitas, sin que pisara la sangre revuelta de esos hombres a los que no conocía y no conocería nunca porque, además de estar muertos, tenían sus rostros tapados por paliacates rojos.
Se dirigió hacia el mercado. Las puertas fueron vencidas a balazos. Entró en el primer pasillo, a su lado izquierdo pudo ver algo muy parecido a una barricada, pero hecha con cadáveres de los que aún escurría la sangre fresca. No había ninguna persona viva en ese sitio.
Alirio salió horrorizado de ahí. Siguió caminando cuesta arriba por la avenida. Llegó a la casa de su hermano. Todos se sorprendieron y conmovieron hasta el llanto cuando lo vieron entrar. Alirio vio que en la puerta había cinco impactos de bala y en la ventana dos más. Pero al ver a sus familiares se sintió aliviado. Lo recibieron como si no lo hubieran visto en años y sólo habían pasado seis horas y media desde que salieron con Magdalena a visitar al doctor Paniagua. Don Briseido y doña Auxilio de María preguntaron por su hija. Alirio les respondió que ella estaba bien, en casa del doctor. Sólo estuvo ahí unos instantes y volvió a salir, se fue de regreso a donde estaba su esposa. Ahí, se despidieron del doctor y de su familia. Regresaron a la casa del hermano de Alirio en lo que, para Magdalena, fue el infierno. Nunca podría olvidar la sensación de náuseas y miedo que tuvo al caminar entre decenas de cadáveres y ver a varios de ellos con los ojos aún abiertos, aunque de sus cuerpos estuviesen saliendo gruesas franjas de sangre.
Una vez estando reunidos con las dos familias completas, nadie se acordó del abrazo de año nuevo, solamente hablaron sobre la intensa balacera de la madrugada. Aunque a esa hora, por ahí de las siete de la mañana, los balazos se escuchaban esporádicamente y lejos, en todos ellos persistía el estado de alerta. Don Briseido, casi sin haberse recuperado del susto, dijo que se irían inmediatamente de ese lugar y que no quería volver a él jamás en su vida. Pero nadie le hizo caso.
Doña Ángela propuso que alguien encendiera la televisión, donde podrían buscar noticias del tema. Sin embargo, era demasiado pronto para que las televisoras hubiesen desplegado sus coberturas informativas sobre aquella masacre de la que no sabían más que lo vivido esa noche. Nadie de ellos supuso que aquel asunto se volvería un tema de vuelos mundiales y sería cubierto por medios de todo el planeta.
Ese día, un poco más tarde, los soldados del Ejército recorrieron el pueblo dando la indicación de que durante tres días se establecería toque de queda para evitar que la población civil corriese peligro ante un eventual contraataque de los encapuchados.
Ninguno de los miembros de esas familias pudo decir nada en contra de la indicación dada por el soldado. Además, en el pueblo era evidente el despliegue de fuerzas de seguridad. Había varios hombres cargando fusiles en cada cuadra, todos uniformados con trajes camuflados. Algunos cargaban en sus espaldas equipos de comunicación. Eran unas enormes cajas negras de las que salían largas antenas y una bocina de teléfono.
Durante los próximos tres días, las dos familias permanecieron adentro de la casa del hermano de Alirio. Por la TV pudieron ver a los encapuchados entrando por la fuerza en casas de todo el pueblo y zonas cercanas. Los equipos de reporteros llegaron al lugar el primero de enero por la noche.
Al cumplirse los tres días, los mismos soldados anunciaron que se levantaba el toque de queda, por lo que todos podían salir de sus casas a las calles que ya se veían limpias y sin rastro de la horrible escena con la que recibieron el año nuevo.
Alirio con doña Ángela y Magdalena con sus padres, salieron de ese pueblo un cuatro de enero rumbo a la ciudad donde pasaron la Navidad. Ahí, doña Ángela visitaría a unos amigos.
Llegaron a la casa de los amigos de doña Ángela. El anfitrión se llamaba Eduardo, su esposa era la señora Flor Ofelia. Ambos esperaban la visita desde el primero de enero, pero supieron del problema que hubo esa fecha en el lugar donde estaban. Los dos ofrecieron la casa para que todos pasaran ahí la noche ya que a la mañana siguiente iniciarían el viaje de regreso a Laguna Negra. Los visitantes aceptaron la propuesta. Ahí pasaron una noche muy agradable, entre tragos de ron, una plática nutrida acerca de la irrupción de ese grupo armado en aquel pueblo al que don Briseido no quería volver nunca.
Todos se fueron a dormir cerca de las once de la noche. Alirio, quien todo el tiempo fue como encargado del viaje, puso su despertador a las ocho de la mañana. Tenía pensado salir de esa ciudad a más tardar a las once del día.
A las seis de la mañana, Magdalena abrió los ojos sin alguna razón aparente, simplemente se despertó; su sueño se vio interrumpido súbitamente por algo similar a una premonición. Sin embargo, vio que afuera aún estaba oscuro y se volvió a dormir.
A las siete de la mañana con 33 minutos, un estruendo despertó de golpe a doña Auxilio de María. Las paredes crujieron y el suelo comenzó a moverse. Fue un sismo de intensidad 6.2 que a la señora le provocó una crisis nerviosa y a don Briseido lo dejó sin decir una palabra por un largo rato, por efecto del susto.
Magdalena le preguntó a Alirio qué había sido eso. Ella ni sus padres habían sentido antes un temblor de tierra pues vivían en un sitio donde esos fenómenos nunca ocurren. Cuando pasó el alboroto del temblor, los padres de Magdalena empacaron sus cosas y dieron la orden de salir inmediatamente de ahí.
Así lo hicieron, abordaron su vehículo; en menos de media hora estaban en la carretera de regreso a Laguna Negra. Se fueron en ayunas, el sismo les quitó el hambre matutina; comieron algo hasta un rato después, en un pequeño comedor en la orilla de la carretera.
Durante todo el viaje, don Briseido casi no habló. Quería decir muchas cosas sobre lo que vivieron. No sabía si culpar a Alirio por el ataque armado y por el sismo, aunque, él cómo podría ser culpable de cosas así. Lo único seguro para él era que no regresaría a esos lugares.
Unos años después, Alirio fue nombrado director general de la empresa donde trabajaba. Construyó una casa enorme con espacio suficiente para él, su esposa, los dos hijos que tuvieron y su madre, doña Ángela. Alirio fue feliz después de haber estado a punto de morir.

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