A Estribor / Juan Carlos Cal y Mayor

La violencia

Desde niño, luego adolescente, y ya en la universidad, no acostumbré decir groserías ni palabras altisonantes delante de mis compañeras de aula. Así me educaron. Se me hacía una falta de respeto tan sólo pronunciarlas. En mi vida profesional y política jamás he gritado y mucho menos insultado a ningún colaborador. Aprendí a manejar mis discrepancias argumentando, objetando y en el peor de los casos ironizando o recurriendo al humor negro en la delgada línea de no agraviar. Aún así puede haber personas a las que insulte la forma de pensar de otros, como sucede hoy en las redes sociales, denotando intolerancia lo cual es otra forma de violencia.

Hoy observamos, cada vez más horrorizados, el fenómeno de la violencia contra las mujeres, fenómeno aparte, a los crímenes del narcotráfico. Apenas vi una película: «Las Olas» donde un joven afroamericano mata «accidentalmente» a su novia producto de una agresión que le provoca un golpe en la cabeza al caer al piso. El joven era un deportista ejemplar, pero coexistía en una sociedad familiarizada con los insultos. A la más mínima provocación se encolerizaba. Se trata de un botón de muestra de una realidad que no nos es ajena. Muchos de nuestros niños crecen en un entorno donde la violencia se manifiesta de muchas maneras y se aprecia con cierta normalidad. Nadie se detiene a pensar en el daño psicológico que eso provoca.

En la defensa de lo que se considera justo existen dosis diversas de violencia. Por eso los jóvenes toman las instalaciones de sus escuelas, por eso pintarrajean, bloquean y queman autobuses, «porque luchan por lo justo» creen muchos. Nunca ves a los padres de familia diciendo si están o no de acuerdo con el comportamiento de sus hijos. Se infiere que sí. Pero qué podemos esperar, si los maestros que imparten la educación pública hacen gala de excesos en sus manifestaciones, suspenden clases, pintarrajean, bloquean o agreden a la policía. Y el cuento es de nunca acabar, sus demandas son justas y por eso pueden hacer lo que se les da la gana. Hemos normalizado la violencia.

En política hoy más que nunca estamos inmersos en una fratricida guerra de insultos. Noroña insulta a sus compañeros diputados, pero también a cualquiera que en la calle ose incomodarlo. Como la «derecha» es hipócrita se merece eso y más. Son apátridas por pensar diferente. Se insulta a los periodistas, a quien disiente. La tolerancia no asoma. Todo mundo se ofusca, se irrita a la menor provocación. Y perdón que lo diga, pero el presidente no contribuye en nada por esa costumbre que tiene de partir en dos a los ciudadanos. Quizás ni cuenta se da, pero, siendo la máxima autoridad, ofende a muchos al ponerles etiquetas como letras escarlatas por el hecho de no compartir la visión que tiene del país. Millones no estamos de acuerdo y no merecemos toda esa serie de epítetos que a diario prodiga con cierta carga emotiva. Y no, no por eso tiene la culpa de los feminicidios. Nadie lo está señalando. A nadie se le ha atravesado la idea de confabular pensando que fue «el estado» como ellos inventaron con Ayotzinapa y ahora no saben a donde se fugó el «estado».

El movimiento feminista que cada vez suma más adeptos ha manifestado su impotencia y coraje. En cambio, han recibido muestras de indolencia. Y llama la atención de un gobierno que se dice de izquierda y que debería estar abrazando este grave malestar social. Lo que más irrita a las feministas es que se diga que el llamado a protestar de una manera simbólica el nueve de marzo próximo, está orquestado por la derecha. Ese fantasma complotista que recorre la 4T y no los deja dormir. Más que politizar o partidizar se debe retomar el tema con toda seriedad. Pensar en el diseño de políticas públicas a corto, mediano y largo plazo. El machismo, en esencia, es producto de una cultura dominante que hoy prevalece en nuestra sociedad.

No se puede tener un enfoque meramente punitivo. No basta con penas más severas. Agravia que las conductas violentas sean hasta cierto punto socialmente aceptadas. Los vemos en los hinchas del futbol, en las series televisivas que idealizan a los narcos, en las redes sociales que linchan y se insultan en un gregarismo cavernario. La raíz está en la violencia. Ésa que pasa por nuestras narices todos los días disfrazada. Ésa a la que contribuimos voluntaria o involuntariamente. Se trata de educar, de corregir, desde la formación en la infancia. De erradicar la violencia intrafamiliar. De utilizar los instrumentos del estado para inculcar valores y principios. De persuadir conductas antisociales y denunciarlas. De que las instituciones del estado o de la sociedad civil, porque no todo lo puede el estado, contribuyan a fomentar el respeto, la tolerancia y la no violencia. Es una paradoja que hoy estemos enfrascados en un agrio y violento debate discursivo contra la violencia feminicida.

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *