Adis amor, no aguanto mas

Braulio McMannon encontró el amor en Mónica Levels; todo fue felicidad hasta que la vida obligó a que él tomara una medida desesperada con tal de huir de eso que se había vuelto una pesadilla

Óscar Aquino López / Portavoz

[dropcap]M[/dropcap]ónica Levels sospechaba de su esposo, Braulio McMannon, pues cada vez lo notaba más serio e indiferente cuando platicaban y poco apetitoso en las cuestiones íntimas.
El señor McMannon era un sujeto de 44 años de edad, cuya vida había transcurrido, hasta entonces, de una manera monótona. Su historia era desconocida entre la gente. Desde que cumplió 30 años consiguió un empleo como archivador en las oficinas de una aseguradora internacional. Tenía 14 años dedicándose a ordenar por fecha y alfabéticamente todas las copias de las pólizas que la empresa emitía. Cada final de año, Braulio se encargaba de hacer paquetes con las carpetas de cada mes, para ponerlo todo en un solo y enorme paquete que a su vez terminaba guardado hasta que lo pudriera la humedad, en una bodega solitaria donde la aseguradora tenía apilados todos los enormes envoltorios, de todos los meses, de todas las pólizas que se habían emitido durante los últimos 20 años; documentos que nadie más volvió a consultar.
Así eran los días de Braulio McMannon. Él mismo se cuestionó muchas veces si realmente estaba haciendo algo bueno con su vida o si estaba dispuesto a pasar al olvido como un pobre infeliz.
Nunca tuvo problemas con los jefes del trabajo. Era poco conocido entre sus compañeros. Pasaba de lunes a sábado, encerrado en una oficina, al fondo, en la parte trasera del negocio, de nueve de la mañana a seis de la tarde. Con el paso del tiempo desarrolló cierta destreza para facilitarse la labor de archivar documentos. En el cuarto de archivo, Braulio siempre estaba solo, la única compañía que lo reconfortaba era un pequeño radio con el que podía escuchar música y noticias en sus horas laborales.
A veces, intencionalmente evitaba archivar documentos durante algunos días, lo dejaba todo para el sábado y ese día, cuando estaba cerca la hora de salir, solía apurarse a empaquetar todo contra reloj y anotaba los tiempos que hacía cada vez con tal de mejorarlos a la siguiente semana. Realizó ese ejercicio durante 28 meses.
En general, Braulio McMannon era un hombre poco común. Tenía hábitos que no siempre agradaban a la gente, como limpiarse con la mano los restos de comida a la hora de ingerir los alimentos o usar el mismo par de calcetines por siete días seguidos.
Vivía solo en un pequeño departamento, en las orillas de la ciudad. Aquel era un sitio donde llovía la mayor parte del año y casi siempre hacía frío. Cerca de su hogar estaba el lago Wet House, ahí, para los meses de octubre y noviembre, el hielo comenzaba a cubrir el agua, mientras que para diciembre y enero se convertía en una superficie sólida que jóvenes y viejos aprovechaban para divertirse patinando sobre ella. Los niños, en las orillas del lago, solían jugar a lanzarse bolas de nieve. Todos los que visitaban el lago Wet House en invierno, se llevaban consigo algún momento inolvidable.
En ese lugar era por todos sabido que, hacia finales de enero, había que pensar dos veces la idea de pararse sobre el hielo del lago porque, cuando el invierno comenzaba a alejarse poco a poco, el hielo se hacía frágil y en cualquier momento podría volver a suceder lo que ocurrió años atrás con el vaquero Williamson, quien llegó el 29 de enero al lago. En la orilla se quitó la ropa y sin pensar se paró encima del hielo. A los dos minutos y medio se escuchó un crujido, la superficie helada se quebró. El vaquero cayó hasta lo más profundo. Murió ahogado y congelado.
También había historias con final feliz o al menos momentos que significaron algo en la vida de quienes los vivieron.
Uno de esos casos fue el de Braulio McMannon, quien una tarde a mediados de diciembre, poco antes de la Navidad, conoció a una jovial y bella chica llamada Mónica Levels. Esa tarde, él llegó al congelado lago, en la mano llevaba una rosa que no tenía un destino pensado, más bien era, según Braulio, una manera de hacer que alguien por fin en la vida se diera cuenta de su existencia. Quiso llamar la atención por medio de la curiosidad que causaría la flor y el deseo de saber a quién se la entregaría.
Mónica fue la única que se atrevió a acercarse hacia donde estaba Braulio. Él estaba sentado en un pequeño montículo cubierto de pasto y aguanieve. Ella, una chica con aire agreste era un tanto golpeada para hablar, la sutileza le salía a cuentagotas y aún así era encantadora, tal vez por sus ojos verdes, quizá por su sonrisa franca. Mónica se paró enfrente de Braulio. Le preguntó:
-¿A quién le has traído esa rosa?-.
Braulio, consciente de que en la vida no tendría muchas más oportunidades de tener frente a él a una chica guapa, respondió:
-La he traído para ti-.
Mónica sonrió ante lo espontáneo de la respuesta. Braulio le extendió la mano con la rosa, ella la recibió con gusto, la olió brevemente y agradeció el detalle. Después caminaron por un largo rato alrededor del lago congelado. Hablaron de sí mismos, como tratando de contextualizarse mutuamente para poder comenzar una amistad o tal vez una historia amor.
En los días siguientes volvieron a verse. Algunas veces regresaron al lago donde se conocieron, en otras ocasiones fueron a otros lugares. Hasta que un día, él invitó a ella a su casa, ella aceptó, después viceversa.
Así cultivaron una amistad que duró tres años para después convertirse en una relación sentimental. Braulio, en esas fechas, llegó a casa de Mónica por sorpresa. Llevaba unas flores y una bandolina con la que tocó melodías frente a la puerta de la casa. Al escuchar la música, ella inmediatamente salió a ver. Abrió la puerta y ahí estaba él, Braulio, su amigo y enamorado. El hombre del idilio.
Comenzaron un noviazgo en el que cada uno dejó conocer hasta los más profundos secretos de su vida y sus hábitos, costumbres, creencias e ideologías.
Braulio se entregó plenamente al amor que sentía por Mónica. Con el paso del tiempo y de la confianza mutua, él dejó las riendas de la relación en manos de ella. Ese fue el principio del fin.
La relación de novios duró cinco años, tiempo suficiente para que ambos llegaran a la decisión de contraer nupcias. Se casarían y así consolidarían su gran amor, todo el tiempo que llevaban juntos daría sus frutos.
La boda fue algo sencillo, no hubo muchos invitados. Lo más importante, al final de cuentas, no era la fiesta ni los invitados sino los principales involucrados, los personajes centrales de la historia: Mónica y Braulio.
Ambos se fueron de luna de miel a un pequeño poblado de Inglaterra llamado Wellow, un sitio considerado común por los mismos ingleses, pero que para los foráneos resulta un importante atractivo turístico en aquel país.
En las épocas del otoño, prácticamente todo el pueblo puede verse teñido de una amplia gama de colores marrones, cafés y dorados. Las tardes, a veces son tan tranquilas que puedes darte cuenta de que las hojas de los árboles no se mueven en absoluto. Por instantes, Wellow les dio la impresión de que ahí no transcurre el tiempo.
La luna de miel de Braulio y Mónica tuvo de todo. Por el día disfrutaron alegremente los recorridos por todos los sitios que visitaron. Por las tardes acudieron a cafés, pubs y restaurantes donde probaron platillos típicos de la región.
En general, el sueño que estaban viviendo era hermoso. Braulio nunca se imaginó llegar a sentirse así de feliz algún día de su vida. El amor para él tenía un tinte utópico. Siempre lo vio desde lejos y ahora estaba sumergido por completo en un romance inesperado para él, para ella, para todos.
Braulio propuso entonces ir a una de las iglesias más famosas de Wellow, un templo del siglo XIV en el que muchas parejas se han tomado fotografías pues dicen que los matrimonios que visitan esa enorme iglesia aseguran la eternidad de sus relaciones. Al salir de ahí, los dos sintieron una fuerza, una emoción poderosa recorriendo sus corazones.
Al finalizar la luna de miel y cuando volvieron a su nuevo hogar, a la casa de recién casados que no era otra más que el departamento donde Braulio había vivido durante años, la atmósfera de ensueño que vivían ambos al verse a los ojos uno al otro, empezó a cambiar.
Ninguno de los dos tomó en cuenta que el salario de Braulio era suficiente únicamente para mantener a una persona. Los pocos dólares que obtenía por archivar pólizas se volvieron insuficientes, principalmente ante las inexplicables ínfulas que comenzó a mostrar Mónica, pues a pesar de todo se sentía muy presumida y orgullosa porque había conocido Wellow. Cuando platicaba con sus amistades, era lo único de lo que Mónica quería hablar. Decía sentirse «de mundo» por su viaje de luna de miel. Eso la hizo pensar que por el resto de la vida, Braulio le daría lujos y grandezas. Nada más equivocado que eso.
Además de todo, Mónica se convirtió en una mujer comodina, dominadora; Braulio se dio cuenta de ello cuando se volvió constante que ella estuviera acostada, viendo la televisión o simplemente viendo pasar el tiempo. Cuando él llegaba del trabajo, no había comida preparada. Mónica no hacía otra cosa que estar en casa, no tenían hijos y ella podía gozar de mucho tiempo libre aún si hacía las cosas que, por acuerdo, le correspondían hacer en la casa y una de ellas era preparar la comida. Encima de eso, si Braulio hacía algún comentario en tono de reproche, ella inmediatamente montaba su drama, se soltaba a llorar, aunque todos sabían que ese llanto era falso y sólo lo utilizaba hasta que Braulio terminara ofreciendo disculpas por haberla hecho llorar.
Al principio, Braulio hizo acopio de toda su paciencia, intentó no darle mayor importancia a las actitudes que observaba en Mónica. Es posible que por ello mismo nunca le dijo nada, ni siquiera le sugirió que hiciera el esfuerzo de cambiar un poco por el bien de la relación. Tampoco le insinuó la posibilidad de que ella se consiguiera un trabajo y que con su sueldo ayudara a los gastos del hogar. Jamás se lo dijo.
El silencio fue lo que condenó a Braulio, mientras tanto, Mónica aumentó el nivel de exigencia hacia su esposo, al grado en que la convivencia se volvió un auténtico infierno, principalmente para él.
El tiempo continuó su paso y las cosas en la relación de Braulio con Mónica siguieron empeorando. Mientras más esfuerzos hacía él por tener una mejor calidad de vida, a ella le parecía cada vez más insuficiente.
Gradualmente, Braulio fue buscando maneras de pasar el mayor tiempo posible en otro lugar que no fuera su casa. Mónica lo notó y aunque al principio no dijo nada, a las dos semanas comenzó a lanzar comentarios recriminatorios hacia él. A partir de ese día, Braulio se fue a a dormir en la sala, ya no volvió a la recámara que solía compartir con su esposa.
La inestabilidad emocional en esa casa, se volvió un problema también en el trabajo. Braulio, de un día a otro pasó de ser un casi desconocido en la oficina a ser un tipo conflictivo, rechazado por sus compañeros.
Él aún no podía comprender de qué manera aquella ilusión que sintió cuando conoció a Mónica, se había convertido en un irrefrenable deseo de salir huyendo de ahí y no volver a verla nunca más. En ese momento de su vida, Braulio consideraba que lo único positivo de la situación era que no habían procreado hijos.
Sin embargo, no encontraba la manera de expresarle su sentir a Mónica por temor a que ella tomara el camino de los chantajes emocionales para hacer que fuera Braulio quien terminara sintiéndose mal. Mónica manipulaba las verdades siempre con tal de tener la razón. No le importaba más y tampoco sabía escuchar a los demás.
Braulio, poco a poco, se fue ausentando de su hogar. Prefería buscar otros sitios y no tener que volver al infierno en el que se había convertido lo que un día fue su lugar favorito. De tanto buscar, encontró una pequeña taberna en la que casi nunca había gente. Ahí pasaba algunas horas, bebiendo cerveza o whisky sin compañía alguna. Pensaba acerca de todas las cosas que ocurrían en ese momento de su vida y apagaba, de a pocos, con pequeños sorbos, el ardor corrosivo que produce la frustración en el alma de las personas.
Con ese pesar profundo en su espíritu, tenía que volver a la misma casa días tras día a lidiar con la inconformidad enfermiza de una mujer que en algún momento de su existencia llegó a ser para Braulio la imagen más hermosa y la persona que despertaba en él los mejores sentimientos. La cabeza y el corazón de Braulio se sentían al borde del colapso.
Tres años fue lo que duró el infeliz matrimonio hasta el día en que todo cambió por completo. Fue un viernes, Braulio salió del trabajo; ese día no visitó la taberna donde solía esconderse de su realidad, en vez de eso se fue directo a casa. No hizo nada anormal, pero tampoco habló con Mónica, ambos prefirieron la distancia esa tarde y noche.
Antes de irse a acostar en el sofá de la sala, Braulio sacó un poco de ropa del cuarto de Mónica y la guardó en una mochila. En la noche, cuando todos dormían, él se levantó del sofá. Se vistió, se puso una gabardina gruesa que siempre usaba en la época más fría del año, cargó la mochila en la que llevaba su ropa, y salió de su casa, en silencio.
Con una mezcla de añoranza, coraje, amor, decepción y frustración se fue con la promesa que se hizo él mismo de no regresar nunca más a vivir junto a Mónica. Se sentía triste, pero a la vez decidido a buscar la felicidad por primera vez en la vida.
Caminó en la oscuridad hasta llegar al lago Wet House, sitio en el que conoció el amor, y después el horror. Siguió su marcha por la orilla de la carretera mientras iba pensando en el hartazgo que sentía, no sólo por lo gris que se volvió la relación con su esposa, sino por el entorno en general. Estaba cansado de su trabajo, de sus compañeros de oficina, de la monotonía que se respiraba en Wellow; todo lo encontraba negativo. Lo único que quería era continuar caminando hasta donde su cuerpo tuviera suficiente fuerza.
Anduvo largo rato por la noche y la madrugada. Cerca de las tres de la mañana, sintió que ya no podía más, necesitaba descansar para seguir su escapada a la mañana siguiente. Decidió internarse en el bosque de pinos que tenía a su lado derecho, en la orilla de la carretera. En ese momento, era dormir ahí o intentar volver a caminar los 14.2 kilómetros que llevaba recorridos hasta entonces y regresar más fracasado que nunca, a pedirle perdón a Mónica por intentar escaparse. Definitivamente, la primera idea fue la más viable para Braulio.
Caminó algunos metros hasta un punto en el que se sentía lo suficientemente oculto, pero con la posibilidad de tener la carretera a la vista. Junto a un enorme pino, sacó la ropa que llevaba en la mochila y la tendió sobre las hojas húmedas regadas por el suelo ligeramente fangoso. Sobre la ropa se acostó, puso la mochila como almohada y se protegió del frío con la gabardina. Se durmió fácilmente por el cansancio y el desvelo.
A la mañana siguiente, Mónica despertó en su casa. No vio a Braulio durmiendo como todos los días en el sofá de la sala, tampoco vio su ropa. Caminó hacia la cocina envuelta en una sensación extraña. A un costado de la alacena encontró un papel con un mensaje escrito en tinta azul. Con la letra de Braulio, se podía leer: «Adiós amor, no aguanto más».
Fue todo lo que dejó Braulio antes de irse. Él, al despertar junto al pino en el bosque, también tuvo una extraña sensación, una combinación entre la libertad y la tristeza, entre el vacío y el entusiasmo. Minutos después de haber despertado, pudo observar el paisaje al interior del bosque. Los enormes pinos formaban largas hileras hacia la profundidad del bosque. Fue tanta la emoción, que Braulio comenzó a internarse en lo espeso de aquel lugar.
Tras un rato de camino, Braulio se sintió hambriento y con sed. Para su fortuna y contra lo que él había pensado, encontró una pequeña cabaña habitada por un hombre, una mujer y una niña no mayor de ocho años.
Braulio se acercó tímidamente hacia la cabaña. El sujeto, desde adentro, lo vio, pensó que se trataba de alguien perdido en el bosque o de un ladrón. Braulio llegó en son de paz a pedirles un poco de agua. Cuando la familia vio que el visitante era inofensivo, lo dejaron pasar y le brindaron comida y agua. También le preguntaron qué estaba haciendo ahí. Él contó su historia completa, los anfitriones no le creyeron a la primera, pero después Braulio les explicó tan detalladamente las circunstancias que terminaron convencidos de su historia.
El hombre de la casa se llamaba Julián Amber, era leñador, vivía de aprovechar los enormes troncos que caían a menudo en una zona más profunda del bosque. Vendía la madera obtenida, ya fuera como leña o para construcción. De hecho, él edificó la cabaña donde vivía con su familia y le dijo a Braulio que podría ayudarle a construir una para él en cuestión de un mes.
Braulio, encantado, aceptó. Al paso de un mes, ya tenía su casa propia adentro del bosque, donde nadie más que Julián, su esposa y su hija, sabían de él. Era perfecto, aunque Julián le recomendó tener cuidado pues a veces por las noches solían aparecer pumas por la zona.
En su nueva cabaña, Braulio construyó también un horno en el que preparaba sus alimentos. Su dieta cambió considerablemente, ahora tenía frutas como la base alimenticia, pero también cazaba aves, como codornices, pichones. Sólo una vez tuvo la suerte de cazar un jabalí que fue disfrutado por él y por la familia de Julián.
Braulio aprendió de agricultura, carpintería, pesca, a trepar árboles para cortar frutas, también se volvió diestro en la caza.
Mientras tanto, en Wellow, Mónica no daba crédito a lo que estaba pasando. Su esposo la abandonó aquella noche, la dejó sola, sin más explicación que ese papel que aún conservaba y que tenía la letra de Braulio con ese desgarrador mensaje de despedida.
Durante varios meses, en Wellow nadie volvió a saber nada de Braulio, ni porque Mónica denunció la desaparición de su esposo, cosa a la que la policía del pequeño pueblo no puso mayor atención dado que en ese momento estaban tras la pista de un peligroso ladrón de ganado. El cuerpo policial era tan pequeño que sólo alcanzaba para cubrir una cosa a la vez. Así que la denuncia de Mónica tuvo que esperar.
Como en todas las cosas de la vida, el tiempo calmó las ansias de Mónica. Se resignó a no volver a ver a su esposo. Ante la ausencia de Braulio y la soledad en casa, Mónica pasó muchos momentos pensando en las cosas que salieron mal dentro de su matrimonio. En los primeros días su mente le hacía creer que toda la culpa de la ruptura era de Braulio. Pero los días y los meses la hicieron recapacitar.
El tiempo se convirtió en años. Casi sin darse cuenta, Braulio se adaptó a la vida solitaria en el interior del bosque. Tres años después de haber llegado casi sin rumbo, Braulio era un hombre completamente diferente. Le gustaba la naturaleza, gozaba de escuchar el agua corriendo en los arroyos, los cantos de los animales. Una vez tuvo un encuentro cercano con el puma del que le había hablado Julián. Era un animal hermoso, imponente, misterioso como todos los felinos. El puma llegó hasta afuera de la cabaña de Braulio, buscando atrapar alguna gallina o cualquier presa para alimentarse. Braulio lo vio merodeando sin encontrar comida, entonces tomó un pedazo de carne que había adquirido recientemente y se lo lanzó al felino. Este comió con gozo y a partir de ese día, se volvió un nuevo amigo en la vida de Braulio.
Mónica, por su parte, en un intento desesperado por encontrar a su esposo y reconciliarse con él, buscó ayuda con las policías de otras localidades cercanas a Wellow. En todos esos sitios comenzó a circular un poster con la leyenda «Se busca prófugo de su esposa» y una foto de Braulio. No indicaba si darían una recompensa por encontrarlo ni especificaron si lo querían vivo o muerto.
A Braulio le llegó la hora un martes 25 de noviembre, habían pasado poco más de tres años desde que decidió huir de su hogar. La imagen de Braulio en todo ese tiempo cambió radicalmente. Se dejó crecer el cabello y la barba, descuidó en general su apariencia física ante la seguridad de que nadie lo vería más que Julián y su familia, que, a esas alturas, eran las únicas personas con las que convivía en ese lugar.
Un día de esos, Braulio decidió asomarse a la orilla de la carretera, justo por el lugar en el que tres años antes, una noche fría, decidió internarse en el bosque al no tener a dónde ir. Al llegar, vio pasar algunos automóviles que, después de tanto tiempo, lo hicieron sentirse sorprendido. En uno de esos coches, viajaba un habitante de Wellow, quien en algún momento fue compañero de trabajo de Braulio. Al verlo, sintió un asombro nunca antes experimentado.
Al llegar a Wellow, inmediatamente se dirigió a la estación de policía para dar parte del hallazgo que creía haber hecho. Antes de alarmar a nadie, una patrulla de la policía se dirigió hacia el bosque. Los dos oficiales se internaron entre las hileras de enormes pinos, hasta dar con la cabaña de Julián, a quien le preguntaron si conocía el paradero de Braulio. Le explicaron que la esposa, Mónica, llevaba tres años buscándolo desesperada porque pensaba pedirle perdón por los momentos amargos que lo hizo pasar.
Julián les dijo dónde vivía Braulio. Hacia ese lugar caminaron. Lo encontraron acostado en una hamaca atada a dos árboles afuera de la cabaña. Junto a él había una pequeña fogata con la que contrarrestaba el frío y en la que prepararía su cena de esa noche.
Los oficiales abordaron a Braulio con tono sereno. Sin embargo, éste se sintió nervioso, como acorralado. Ambos policías hablaron con él y le explicaron todo lo que estaba haciendo Mónica desde el día en que se había ido. Se lo contaron de tal manera que terminaron por convencerlo de volver o, al menos, de pensar en la posibilidad de regresar a su casa, junto con su esposa, en Wellow.
Braulio dejó pasar dos semanas en las que pensó una y otra vez si volver o no con Mónica Levels. Al final, el corazón se le estrujó con sólo pensar que su esposa, aquella cándida jovencita a la que conoció en el lago Wet House muchos inviernos atrás, con la que había decidido casarse, estaba luchando por recuperar su amor.
Caminando, como se fue, así emprendió el regreso. Lo hizo de noche igual que aquella vez. Caminó los 14.2 kilómetros de regreso hacia Wellow. Durante la madrugada, a las cuatro y media de la mañana, llegó a su casa. Se paró frente a la puerta y tocó suavemente. Mientras esperaba a que Mónica abriera la puerta, sintió un deseo tremendo de salir corriendo y regresar a su querido bosque, pero pudo reprimirlas. Entonces salió ella, despeinada, ojerosa, adormilada. Al verlo, sus ojos se abrieron tan grandes como les fue posibles. No supo cómo reaccionar. En un primer momento sintió deseos de ir por un cuchillo a la cocina y clavárselo en el pecho por haberse ido de una manera tan desgraciada. Pero a la vez, le recorrieron el cuerpo unas enormes ganas de abrazarlo, besarlo y hacer el amor como hacía mucho, pero mucho tiempo no lo hacían.
Braulio tampoco encontró muchas palabras para ese momento. Sólo se limitó a decirle que volvería con ella únicamente si le prometía que las cosas iban a ser distintas a lo que fueron hasta el día en que se fue de la casa y que ambos buscarían un nuevo hogar, en una nueva ciudad, con nueva gente y listos para escribir una historia mejor.
Mónica lo dejó entrar. Los dos durmieron juntos en la cama de la recámara. Ninguno de los dos tuvo otro romance en todo el tiempo de la separación. Cuando se abrazaron acostados, sintieron la misma amorosa calidez que hubo al principio de su amorío.
A la mañana siguiente, Mónica Levels y su esposo Braulio McMannon emprendieron el viaje en autobús con rumbo desconocido. No se despidieron de nadie, sólo se fueron en silencio. La casa donde vivieron tantos años quedó tal y como estaba, se llevaron pocas cosas consigo. En Wellow, nunca más los volvieron a ver.

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *