Aires rancios de revolucin / Rodrigo Ramn Aquino

Foto: papelrevolucion.com

Nací en Tuxtla Chico, Chiapas, durante la primera mitad de la década de los 80. Hasta la preparatoria estudié ahí y de vez en cuando mi nombre aparecía en el codiciado cuadro de honor. No había mucho de donde escoger. Se dice que en tierra de ciegos el tuerto es rey, es absolutamente cierto.
Me fui de mi casa a los 17 años, y al llegar a Tuxtla Gutiérrez, sin conocer a nadie, la realidad educativa me golpeó en la cara (además de otras muchas realidades, la económica, la social, la laboral, la amorosa). Inmediatamente me volví miembro de las filas ciegas. Un alumno con evidentes deficiencias formativas, frustrado por el disfrute y rendimiento de sus demás compañeros universitarios.
Claro que no viví las mismas condiciones que allá en mi pueblo, donde mi madre, aunque sin lujos, me resolvía prácticamente todo con su trabajo de burócrata. En la capital mis prioridades cambiaron. Ya no fueron sólo sacar diez de calificaciones y ver mi fotografía en sitios meritorios. Ahora eran tener, primero, un techo sobre mi cabeza, comida en mi barriga y no reprobar materias porque definitivamente no me alcanzaría para exámenes extraordinarios.
Me fui de mi casa, repito, y como todo fugitivo, uno no tiene más que situarse en la realidad, por más frustrante que por momentos pueda llegar a ser. Y así es como personalmente me propuse solventar mis deficiencias formativas, me llevaría años, sin duda, pero todo era mejor que sentirse el burro de la clase.
Este breve recuento sirva para pincelar un poco nuestra compleja realidad educativa en Chiapas. Que si bien sabemos estamos en la cola del aprovechamiento y desempeño a nivel nacional, hay lugares al interior de nuestra entidad en los que se está en la «la cola de la cola». Los capitalinos podremos ser muy vivos respecto de otras regiones, pero no dejamos de estar en desventaja con otras capitales del país.
Nuestros maestros tienen deficiencias, claras deficiencias, enormes deficiencias, pero por supuesto. Un gigantesco número de docentes ni lee, ni se actualiza, ni trabaja. Están ahí no por vocación, sino por lo bien que pagan y lo fácil que era entrar al magisterio con plaza y garantías de jubilación.
Los propios maestros lo saben. Conozco a muchos que se quejan de sus iguales por su pésimo desempeño, pero con buenas relaciones políticas que les hacen ganar muchísimo más que los que verdaderamente han dejado su vida en las aulas y no han dejado de actualizarse.
Razones para quitarles tantos privilegios sobran (la maestra Elba Esther es sólo la cereza más vistosa). Pero al intentar hacerlo como se pretende, al prácticamente amenazarlos con despedirlos si no son bien evaluados, tanto los buenos como los malos maestros se han unido en una causa muy legítima: oponerse, cueste lo que cuesta, a la reforma educativa.
Pero el problema de nuestro paupérrimo nivel educativo no radica sólo en el docente. Porque si bien me he referido a los malos, también abundan los buenos, los que tienen más de una carrera, los que estudian posgrados, los que sin exageración son lumbreras, los que han ofrendado su vida en el altar de la Educación, convencidos que un mejor país es posible.
No obstante, la mayor de las veces sus enormes esfuerzos se reducen a prácticamente nada (quizá sólo a la semilla esperanzadora del cambio en cada uno de sus alumnos). La realidad de desigualdades sociales, políticas, económicas, de servicios, acentuadas en nuestro Chiapas por una enorme deuda histórica que todos conocemos, impiden que esos buenos maestros, con todo y su enorme vocación, logren los cambios significativos y necesarios.
Las desigualdades, la corrupción y la impunidad de la clase gobernante, de los políticos, le hace mucho más daño a la educación que los malos maestros. Por eso mucho tendrá que cuidarse el magisterio, el verdadero magisterio, de algunos de sus líderes, ya bien identificados, que pactan con el enemigo. También deberán cuidarse de activistas y opositores al actual régimen, «ideólogos» oportunistas en su mayoría, que buscan diseminar y hacer halago del germen de la violencia revolucionaria.
La respuesta se halla en la política (que no en los políticos). ¿Queremos mejor educación? Sí. ¿Queremos que haya un proceso permanente de evaluación e incentivos por resultados para los docentes? Sí. ¿Queremos escuelas de calidad y estrategias para evitar la deserción escolar? Sí. ¿Queremos que despidan a los docentes que no logren la idoneidad? No. Y quizá, lo más importante en este momento, ¿esto se logrará con violencia y represión? Nunca.
En lo personal, no soy partidario de la vía revolucionaria, predicada por tanto libertario contumaz de escritorio o tomador de casetas, sino de la transformación gradual y pacífica hacia una democracia plural y moderna. Los pensadores, los intelectuales, los príncipes de la comentocracia aldeana, bien pueden servir, sin renunciar a sus ideas de cambio, de palanca para ello.

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