Cotidianidades / Luis Antonio Rincn Garcia

Hace algunos días la despensa lucía tan vacía, que resultaba casi irremediable ir al supermercado, a menos que aceptara cenar bicarbonato con almendras y pimienta. A pesar de que no es precisamente la actividad que más nos encanta, nos fuimos en familia a esa especie de paseo en el que, en no pocas ocasiones, nuestro querubín de tres años nos ha obligado a correr detrás suyo por los pasillos llenos de frascos de cristal, que para él son murallas colocadas por un alma caritativa que desea la diversión de los niños.
Íbamos contentos, bromeando, tomados de la mano. Mientras cruzábamos el estacionamiento, vimos a nuestra derecha cómo una camioneta blanca se echaba en reversa y luego, quizá alebrestados por la intuición, vimos cómo la conductora aceleraba sin importarle que nosotros estuviéramos en su camino.
Desconozco las razones que tenía para estar tan enojada con la vida, ni creo que le hayamos dado motivos para desquitarse con nosotros. Pudo pasar detrás nuestro, también tenía la opción de esperar tres segundos, en lugar de eso nos echó el auto encima y si no hubiéramos reaccionado correctamente, quizá habría ocurrido una desgracia.
El cerebro, en ocasiones, es muy veloz. Esa noche entre la adrenalina y la rabia comprendí lo que estuvo a punto de pasar, mi enojo empezó a crecer al pensar que esa persona pudo dañar a mi hijo sin otro motivo que sus ganas de desquitar su rabia, impotencia o maldad, y me enfurecí.
Corrí tras la camioneta, bajo la conciencia de que debían detenerse en la esquina siguiente (no es lo mismo echarle el auto a una familia que a otros autos), los alcancé y entonces vi el rostro de la conductora que me amenazaba y recordaba a toda la ascendencia mientras tocaba el auto como enloquecida
Yo le reclamé airado que estuvo a punto de atropellarnos, que entre esos adultos iba un niño, mi hijo, y el escuchar al copiloto decirme que me calmara, me enojó más aún.
No suelo ser una persona violenta, tengo por costumbre evitar la confrontación innecesaria y ante una amenaza física prefiero alejarme, bajo la convicción de que en una pelea todos pierden, además de que nunca se sabe dónde o cómo puede terminar.
Esa noche, sin embargo, amenacé al copiloto y lo invité a bajarse para demostrar si arriba de un auto eran tan valiente como estando al mismo nivel que un peatón. Con seguridad él era el menos responsable de la situación que se dio, aun así, motivado por el machismo (o por cierta conciencia de género), a la mujer sólo la insulté al describirla: era una idiota que punzada por el enojo estaba dispuesta a poner en riesgo la vida de un niño pequeño. De hecho, sigo pensando que es una enferma mental, que encumbrada sobre la soberbia, su neurosis y el egoísmo, cree poder pasar encima de los demás, sin comprender que esos demás tenemos emociones, sentimientos, valor e instinto animal, el cual puede emerger ante una agresión, y que por lo tanto sus actos, así se crea ella muy poderosa, van a tener consecuencias.
Por suerte la situación no pasó a mayores. No obstante, provocó que me sumergiera en un sinfín de reflexiones.
Una de ellas tiene qué ver con el género de quien conducía la camioneta. Era una mujer, y ya sea por la educación que traigo de casa, por convicción, o porque he leído, analizado y hasta discutido alrededor del tema, de pronto me sentí maniatado para responder. A eso se debió que en ese momento de ira, arremetiera contra el copiloto y no contra ella. Incluso, si la situación se hubiera tornado más violenta, ante los ojos de los demás yo habría sido «el malo» de la historia, ya sea porque no tuvieran los antecedentes o porque pareciera que en una confrontación entre hombre y mujer, siempre será ella la que tenga la razón.
Sin embargo, en este caso, por encima de todo el respeto que pueda tener a las mujeres, está el respeto a mí mismo, y mucho, muchísimo más arriba de todo esto, incluso de mi propia vida, está la vida de mi hijo y la de mi esposa, y esa persona las puso en riesgo de manera innecesaria.
Así pues, no estaba yo en contra de ella por ser mujer, ni estaba usando mi posible mayor fortaleza física para agredirla, sino que le estaba reclamando a una persona (permítanme no llamara «ser humano») que no respeta reglas sociales mínimas de convivencia y que ante el poco y momentáneo poder que puede darle un auto, se convierte en una troglodita capaz de poner en riesgo la vida de quienes estén cerca suyo. Me despido deseándoles que no se la topen en su camino. Hasta la próxima.

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *