Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

Con tal de ahorrarme unos minutos y para ir ganando tiempo, me lancé a trotar sin realizar el calentamiento previo. Honestamente no aguanté mucho, es más, me vi obligado a detenerme antes de lo planeado y asumí que todo se debía a mi inconstancia con el deporte.
Eso sí, después de haber trotado un par de kilómetros, me creí merecedor de una dieta libre de restricciones, así que apenas llegué a la casa de mi suegra, me senté a despacharme sin remordimientos unos tamalitos chiapanecos, varias tazas de café y una buena porción de pan tuxtleco.
Ya estaba yo echándole el ojo a la calabacita en dulce y a unos suspiros de yuca que había en el altar, cuando mi esposa, en un vano intento por salvar mi imagen pública, me retiró el plato y con el dedo índice trazó una curva en el aire como diciendo: «vámonos papacito, antes que dejes sin comida el refrigerador de mi madre».
Obediente me apresté cumplir la orden y, en ese momento, comenzaron mis problemas. Intenté levantarme, lo juro, sólo que sentí como si me hubieran dado un golpe en la espalda baja, muy cerca de la columna, y quedé estático, en una posición incómoda porque ya no estaba yo acomodado en la silla pero tampoco me había incorporado del todo.
Claro que mi esposa, con una ternura sin medida, se apresuró a decirme:
—Ya deja de estar jugando a la estatua viviente y apúrate, que todavía hay que ir al mercado.
Quise responderle, pero no pude, porque además me había quedado sin aire y sólo fui capaz de decir: «ahorita voy», nada más que en lugar de emitir las palabras, fue como si las dijera para adentro.
Fue el querubín quien detectó que estaba yo muy blanco para ser tan moreno, y entonces los demás dedujeron que algo extraño estaba ocurriendo conmigo.
En un segundo intento por explicar que tenía un dolor agudo en la espalda, emití sonidos ininteligibles. Para mi desgracia, justo era 1 de noviembre y como se supone que en esos días muchas almas comienzan a llegar para andar entre nosotros, la señora que ayuda con la limpieza dedujo que estaba siendo poseído por un espíritu chocarrero. Así que sin pedir permiso entró a la escena salpicando tequila por la boca y dándose gusto con sus golpes de albahaca.
Me dieron ganas de devolverle el favor con el matamoscas que encontré en un esquinero, lo malo es que el dolor en la espalda me impedía moverme con la gracia y agilidad acostumbrada. Aun así llegué al arma que sería mi defensa, pero cuando logré voltear, en lugar de la señora del aseo estaba ahí una ancianita delgada, bajita y de mirada dulce.
—Es una vecina —explicó mi esposa con voz tierna—. Ella nos va a ayudar.
—Se te metió un aire en la espalda —me dijo la frágil ancianita—. Pero no te preocupés, hijito, ahoritita lo arreglo con una frieguita con cebito.
Mientras me acostaban boca abajo para que la señora me sobara, le advertí que no pudo haber entrado aire alguno en esa región del cuerpo, pues traía yo el pellejo bien cerrado, e incluso tuve tiempo de pedirle a mi esposa que cuidada a la sobandera samaritana, no se fuera a romper solita.
Entonces, la sobada comenzó.
Méndiga señora.
Debe tener pacto con las fuerzas del inframundo o se le metió el espíritu del Hijo del Perro Aguayo. Me ha soltado unos manotazos, que Bruce Lee habría sentido envidia del poder de esas manos.
Yo intenté defenderme, pero el castigo era fuera de este mundo y la señora resultó sorda a mis ruegos (luego me contaron que en realidad era sorda a todo y que le explicaron mis problemas en la espalda a base de señas).
No me quedó de otra que arrastrarme hacia la cabecera de la cama —supuse que como en la lucha libre, al tocar cuerdas el referí me libraría de mis oponentes—. Nomás que entonces entró en acción la dueña de mis quincenas, quien tomándome de las manos me dijo:
—Ya pues, cielito, aguántate, que el querubín está viendo y no puedes ser un mal ejemplo para tu hijo.
Ahí, llorando sin lágrimas mi desgracia, aguanté con un estoicismo memorable esa sobada rompe almas.
Siglos después, la señora terminó el tratamiento, se despidió rápido y amenazó con volver esa misma tarde para darme «otra buena friega».
No quise esperar a que cumpliera su promesa. En cuanto pude escapé corriendo (es decir, tan mal no hizo la chamba) y terminé en un consultorio médico, que si bien me gustan las tradiciones, para algunas cosas soy bastante posmoderno. Hasta la próxima.

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