Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

Finalizaba la década de los 50´s del siglo pasado, cuando mis abuelos decidieron dejar su casa en el ejido Julián Grajales, municipio de Jiquipilas, para irse a vivir a Tuxtla Gutiérrez, la capital del estado.
Cuentan que mi abuela no pudo dejar de llorar las cinco horas que duró el viaje. Atrás quedaban sus padres, un patio de árboles frutales que ella ayudó a plantar, sus comadres que en realidad eran amigas de toda la vida y un montón de costumbres y tradiciones que le daban sentido a su existencia, porque desde ellas se construyó a sí misma y aprendió a ver y comprender el mundo.
Dicen que su desolación creció al descubrir que su nuevo hogar (que ni siquiera iba a ser de su propiedad) sería minúsculo, y no había suficientes recursos para terminar de hacerlo habitable. Sin embargo, con ese carácter férreo que la caracterizó, se sobrepuso a la tristeza y con voz imperiosa lanzó órdenes a sus hijos para que el lugar al menos estuviera limpio la primera noche que pasarían ahí.
En aquel entonces mi padre tendría poco más de diez años, se recuerda sorprendido al descubrir la ciudad en el horizonte y entusiasmado por conocer ese nuevo mundo que se abría ante ellos y que de alguna manera, en ese momento, se le antojaba más interesante que su pueblo sin luz eléctrica.
Claro que no la tuvieron fácil, el poco dinero que traían se utilizó, en primer lugar, para las inscripciones y los útiles de la escuela, y luego para ir subsanando las carencias que nunca terminaban de ser satisfechas, lo que obligó a los niños a desperdigarse cada mañana por distintos rumbos, con el objetivo de ganar algunos centavos y así ir sobreviviendo en el día a día.
Desde siempre me ha llamado la atención cómo mi padre y mis tíos evocan esos años con un romanticismo limpio, desbordante de cariño y buenos recuerdos. No lograba entender esas expresiones llenas de nostalgia, porque al mismo tiempo me hablaban de una pobreza económica constante e invencible, que haría difícil la vida de cualquier persona, y sólo después de muchos años he comprendido que ellos compensaban esas carencias estando unidos, resguardándose de los malos momentos con el amor de familia y afrontando el desafío de la vida como si se tratara de una aventura excitante. Aún ahora que han conocido otros tipos de comodidades y placeres, si se les pregunta, dirán que tuvieron una infancia feliz.
Mi padre, en su momento, tuvo una duda que lo acompañó varios lustros: ¿Por qué su madre decidió trasladarse a la ciudad? En el lugar de origen no les faltaban alimentos, no tenían deudas ni enemigos y, por otro lado, los pocos momentos de ocio familiar los gastaban en evocar a la gente y las anécdotas de su pueblo. Entonces, ¿qué los expulsó de esa tierra que para ellos era lo más cercano al paraíso?
Trabajando y estudiando, y respaldados principalmente por su madre, varios de mis tíos lograron hacerse de una profesión. Mi padre, en su momento, eligió estudiar en la Normal del Estado, se graduó cómo un estudiante regular y después de un examen de oposición consiguió plaza como maestro de primaria en un pueblito de San Luis Potosí.
La noche previa a su partida, mi abuela le pidió hablar a solas. Estoy casi seguro que mi padre esperaba un discurso de nostalgia adelantada, varias lágrimas y miles de bendiciones. En cambio encontró una advertencia en tono de regaño, que a su vez explicaba los motivos de la migración. Sin pretender ser textual (lo cual sería imposible) y de acuerdo a una charla que tuve con él, mi abuela le dijo algo más o menos así:
—Ya te vas para ser maestro. Ya te vas a ir a dar clases a un pueblo como en el que vivimos. Fíjate bien lo que haces, fíjate bien cómo enseñas, porque tú no puedes ser un mal maestro. Tú no tienes permiso para dar malas clases. Nosotros vinimos aquí porque allá en el pueblo no había buenos maestros, y yo sabía qué para que ustedes hicieran algo bueno en la vida debían estudiar. Ahora, cada vez que sientas flojera, cada vez que te pese enseñar, recuerda cuánto sufrimos al dejar nuestra casa para que ustedes tuvieran buena escuela, y evítales ese sufrimiento a los niños de ese lugar. No los obligues a irse de su pueblo, no hagas que pasen las penas que nosotros pasamos. Recuerda que si tú no sabes ser un buen maestro, ellos tal vez tengan que ir a buscar uno mejor, y yo te consideraré culpable de todo lo que ellos sufran.
Varias décadas después mi padre sigue en servicio activo y como desde el principio, trabajando principalmente en zonas humildes. Es un hombre inteligente, que constantemente está leyendo y charlando sobre educación para responderse distintas preguntas: ¿Cómo lograr una enseñanza efectiva? ¿Qué hacemos mal los maestros cuando no logramos que nuestros estudiantes mejoren su nivel de vida? ¿Cómo conseguir que a partir de la educación, niños y niñas de zonas marginadas se transformen en hombres y mujeres que promuevan el desarrollo?
La enseñanza de vida de mi abuela fue contundente. Estoy convencido de que mi padre ha sido un profesor comprometido con su labor (desde niño lo recuerdo pasar horas preparando sus clases), y varias veces he dicho que si pudiera volver a elegir, él optaría de nuevo por la educación. También estoy seguro de que en su trayectoria profesional, ha tocado para bien el corazón y la mente de muchos de sus estudiantes.
Va pues esta «Cotidianidad…» como una felicitación a las mamás que han formado hijos que con su actuar pretenden crear un mundo más bonito, y una felicitación adelantada a los buenos maestros que tienen la conciencia de que su buen desempeño puede transformar vidas. Hasta la próxima.

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