Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

No fue una semana atípica, al contrario, ocurrió lo de casi siempre, comencé el lunes lleno de energía, con la despensa llena y el espíritu de un entrenador de fútbol americano que no deja de animar a sus pupilos.
Claro que el entusiasmo comenzó a menguar conforme avanzabas los días, y ya para el jueves no sólo me costó levantarme de la cama, sino que además salí de la casa sin tener la certeza de que mi café fuera en la mochila de querubín —quien no dejaba de bostezar mientras que su padre, como casi cada ocho días, le advertía que «hoy si te duermes temprano o ya verás cómo te va a ir»â€”, y estoy casi seguro de que los dos íbamos anhelando la llegada del fin de semana: yo para ilusionarme con la posibilidad de un viernes tranquilo y con levantarme tarde el sábado; él planeando despertarse más temprano de lo acostumbrado para poder ver su programa favorito a todo lo que da el volumen de la tele.
Sin embargo, y a pesar de mis previsiones, los planes se vinieron abajo. De pronto me surgió un par de citas en San Cristóbal de Las Casas —ciudad que me encanta— y debía viajar para allá, de ser posible, desde el viernes mismo y quizá trabajar el sábado entero, lo que significó la posibilidad —eso sí— de viajar en familia.
Así que la tarde del viernes se me fue en armar una presentación, echar ropa a la maleta, organizar las varias valijas del niño, cancelar al teléfono encuentros familiares, ponerle comida a la gatita, revisar las llantas del auto y mandarle un mail a Peña para que mientras dejaba el negocio no me saliera con otro gasolinazo.
Apenas aguantando el huelgo y a punto de la histeria porque ya faltaba menos de una hora para mi cita y yo seguía en casa, salí insultando con la mirada a quien se me atravesara.
Aun así, y todo gracias a un temor añejo disfrazado de precaución, no corrí en la carretera, y hasta debí hacerme a un lado varias veces para dejar pasar a los bólidos que corren como si la vida se les fuera por perder diez minutos (y a veces se les va, lo malo es que en su andar se llevan a otros que ni culpa).
Todo para que, apenas estuviera llegando a mi destino, me avisaran con un mensaje que por cuestiones de salud, mis interlocutores me pedían posponer la fecha del encuentro.
No los mandé a ver a Trump porque soy muy decente.
En ese momento quería azotar la maleta, patear el aire, regresarme de inmediato a mi casa en Tuxtla, y mi hijo, con una sonrisa pícara, sin medir las consecuencias, se atrevió a preguntarme:
—¿Estás a punto de «ya»? —tierno eufemismo que podría ser traducido como «¿estás hasta la madre?».
La dueña de mis quincenas también fijó su mirada en mí, nada más que ella diciendo algo así como: «a ver, enséñalo a ser tan histérico como tú. Ándale, echa a perder al chamaquito y hazlo igual de malgeniudo como tú comprenderás».
–No —le contesté con la mirada turbia y echando chispas por los ojos, aunque conteniéndome—. Estoy de lo más feliz por haber corrido tanto para nada.
—Entonces —dijo él, ahora serio—, te reto a una batalla a espadazos.
En ese momento sacó de la cajuela su espada laser y una inflable —que nunca vi cuándo las empacó—, y como dos amigos que se conocen desde hace casi cinco años, nos dirigimos hacia una placita donde jugamos a que él era Luke Skywalker y yo el malo que más me gustara.
La batalla estuvo llena de risas y accidentes simpáticos, aunque duró menos de lo que calculé, porque a mi joven caballero jedi le dio hambre y se le antojó un esquite. Por si eso no fuera poco, a mi esposa le pareció una gran idea caminar por esas bellas calles tomados de la mano, y a mí se me ocurrió decirles que para disfrutar la ciudad, debíamos subir a la iglesia de Guadalupe.
Mientras avanzábamos sacando la lengua y riéndonos de nuestra pésima condición física, fui dejando atrás el malhumor y la frustración, y nos sentimos contentos, aunque no dejó de causarme un poco de zozobra el comprender que esos momentos de paz, que antes nos resultaban tan cotidianos, en estos días, y por decisiones propias, se han convertido en un lujo.
Cuando caminábamos de regreso el niño se sintió cansado, me pidió que lo abrazara y, antes de ponerse a dormitar sobre mi hombro, me preguntó si al día siguiente podíamos jugar futbol. Le contesté que sí y en silencio le agradecí que de vez en vez me deje volver a ser niño, porque de esa manera me renuevo, me cargo de energía y recuerdo que los momentos más importantes en la vida, poco o nada tienen que ver con el trabajo. Hasta la próxima.

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