Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

¿Quién no ha sufrido los embates del olvido? Si no es el celular en casa, son las llaves dentro del auto, esa palabra que tienes en la punta de la lengua, llamar a tu hermana el día de su cumpleaños, la fecha en que se vencía el recibo de luz o, incluso, la idea que estabas expresando cuando de pronto fuiste interrumpido.
En todos los casos, el sujeto que ha olvidado hace una mueca como si tuviera un fugaz y doloroso ataque de estreñimiento, mientras escarba entre la memoria tratando de encontrar los caminos de vuelta a los recuerdos precisos.
Más doloroso resulta, sin embargo, cuando eres tú el objeto de ese olvido. Si bien está el caso de aquellos que tienen padres con Alzheimer, nos es más frecuente encontrarnos con antiguos compañeros de escuela que —previo gesto de ataque de estreñimiento— te dicen: «la verdad que no me acuerdo de ti», y más frecuente aún es cuando pides un favor y a cambio recibes un desesperante: «chín, se me olvidó».

Pero hay olvidos más profundos

Hace poco mi esposa y algunos de sus alumnos decidieron organizar una carrera pedestre. Aquel que quisiera inscribirse, debía cooperar con un paquete de pañales de adultos y un kilo de alimentos para los ancianos de asilos públicos acá en Chiapas, a cambio recibiría una playera, brazalete y su número de corredor.
La respuesta de la población fue motivadora. Algunos llegaron a donar por el gusto de hacerlo, otros pagaron al doble su inscripción y hubo quienes durante la carrera lanzaron pañales y alimentos al camión guarda equipaje.
Los organizadores, para estar seguros de que las donaciones llegaran a sus verdaderos destinatarios, pidieron estar presentes en el momento de la entrega a las instituciones correspondientes.
Tengo la impresión de que llegaron para cumplir con una tarea final y obtener pruebas fotográficas de que se había logrado el objetivo, en cambio se encontraron con los gestos y palabras de agradecimiento de los ancianos, con el dolor y la angustia que produce en ellos el olvido total de ese mundo al que de jóvenes pertenecieron, y también se encontraron con la certeza de que los nervios, el desgaste y las noches de desvelo previos a la carrera, muy bien valieron la pena, porque como dijo una señora del asilo, más allá del enorme beneficio que les significaba la donación por sí misma, les halagó sentirse recordados.
Las emociones vividas fueron bastante fuertes y el ambiente dicharachero se volvió silencioso, pues varios de los que llegamos hacíamos un esfuerzo sincero por no llorar.
Con mi esposa decidimos festejar a nuestro modo el éxito de la carrera y compartir lo vivido esa tarde en el asilo, para ello elegimos un café sencillo donde brindaríamos con un capuchino y algún postre.
Estaba convenciendo a mi hijo para que probara un trozo de pan, cuando dos niños de cara sucia se deslizaron al interior del café. Uno de ellos fue hacia nosotros y, sin dejar de ver el pan, nos ofreció unos muñequitos que vendía.
Le dije que no le compraría, casi al mismo tiempo pensé en entregarle el pan pero mi reacción fue lenta, o al menos más lenta que la del mesero que llegó a sacarlos. Uno tiene la convicción de que está viviendo una situación injusta y a pesar de que la ha vivido en otras ocasiones, no termina de comprender cómo remediarla. En esos niños también vi los rostros del olvido.
Supongo que el mesero tampoco estaba conforme con su papel, pues en tono de disculpa nos dijo:
—Si les damos de comer, luego vienen muchos más muchachitos y ni cómo darle de comer a tantos.
Salí a la calle para buscar a esos dos niños y ya no los encontré, en cambio, y como si se estuvieran burlando, en carteles y lonas vi los rostros sonrientes de candidatos políticos ofreciendo de nuevo lo que nunca han cumplido.
Es fácil preguntarse cuantas bandejas de pan se podría comprar con cada espectacular y lona sin sentido que se pagan con nuestros impuestos, pero no se trata sólo de repartir comida (es decir, del asistencialismo barato que reparte despensas de hambre), sino de un compromiso sincero para promover el desarrollo a partir del conocimiento para generar riqueza para todos, del trabajo honesto y de una visión de un futuro que desborde —y por mucho— los timoratos intereses personales.
No encuentro estos atributos en los hombres y mujeres que se están candidateando. La caballada no está flaca, sino famélica. Mi impresión es que de ellos sólo se puede esperar que engrosen un poco el círculo de los nuevos ricos y, al mismo tiempo, amplíen con generosidad el número de olvidados que deambulan por nuestros pueblos y ciudades. Hasta la próxima.

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