Cotidianidades… / Luis Antonio Rincn Garcia

En días pasados tuvimos la suerte de recibir en casa a una amiga de mis épocas universitarias. Ella, acostumbrada a no llegar con las manos vacías, nos trajo distintos manjares que compró en el mercado de Cholula, ciudad mágica donde viví más de cinco años.
Es increíble cuántos recuerdos pueden caber en una cemita de milanesa o en un taco árabe.
A la algarabía que generó el reencuentro siguió una conversación llena de nostalgia, en medio de la cual de pronto creí ver entrar a Paco y Pepe Cordero—mis antiguos compañeros de casa—, a mis amigos Pepe Brito, Tonatiuh, Paty y Gigi, e incluso recordé a una pareja de ancianos que vendían comida corrida en un departamento de los edificios «Joyas Arqueológicas», quienes solían recibirnos a partir de las dos de la tarde con música de los 70″s, la cual brotaba de un tocadiscos tan antiguo como la misma música.
La charla irremediablemente giró al pasado, y mis compañeros de aventuras de aquellos años llegaron a estar tan presentes, que no dudé pudieran materializarse, e incluso caí en la tentación de brindar con ellos.
Mi esposa tomó mi mano para preguntarme si me gustaría regresar a esos años, y en mi silencio creyó encontrar una respuesta afirmativa, sin considerar que en realidad apenas estaba yo echándole un ojo al pasado.
Acababa de cumplir los dieciocho cuando dejé Tuxtla en un autobús ADO. Me fui llorando, porque acá se quedaba familia, amigos y mi primer amor platónico, y porque tenía la conciencia de que hay viajes de los cuales no se regresa (muchos que partieron por esas mismas fechas nunca volvieron a vivir en esta ciudad y con los años hasta se fueron más lejos), pero seguro de que era una gran oportunidad, adecuada para mi formación profesional y como persona.
Claro que valió la pena el llanto y la distancia.
Me divertí de lo lindo, hice amistades entrañables que se mostraron solidarias en momentos complejos y tuve la fortuna de conocer a seres humanos extraordinarios, que se movían por la Tierra con una sencillez que no se rendía a las alabanzas ni ante los múltiples intentos por colocarles aureolas de sabiduría.
Recuerdo varios momentos chuscos, como la vez que se metió un ratón al cuarto de un amigo y éste intentó matarlo a gritos, mientras reventaba una escoba contra las piernas de otro de compañero, que tuvo la mala suerte de que el roedor le pasara entre los pies; pero también fue en ese entonces que debí enfrentar la muerte de amigos tan cercanos, que con alguno de ellos llegué a compartir cervezas y comidas de estudiantes.
Fueron años en los que cometí errores graves que durante algún tiempo dolieron sólo de recordarlos, pero también fue cuando me carcajeé con más ganas, cuando le apostaba al futuro sin miedo y con una fe inquebrantable, y cuando desde la ingenuidad creía que todas las decisiones e incluso el amor eran irrevocables y para siempre.
Muchas veces he creído que la mayor parte de cosas que recordamos del pasado son invenciones que nunca terminan de transformarse. En primer lugar, porque los olvidos y la nostalgia suelen jugarle trampas a la memoria; y en segundo lugar, porque nosotros y nuestro entorno no deja de cambiar, y cada vez nos va siendo más difícil comprender y justificar las razones románticas —y a veces peligrosas— de aquellos veinteañeros del siglo pasado que alguna vez fuimos, y a quienes ahora en algunos casos les doblamos la edad.
Por otro lado, cada tramo de la vida tiene sus dosis de alegría y de dolor. Pasarlos, por lo general, te hace crecer, y aunque se haya tenido momentos divertidos, a casi nadie le gusta caminar hacia atrás, y son menos todavía quienes aspiran a pasar por el mismo dolor dos veces.
Además, a pesar de que la incertidumbre es una constante en la vida, muchas de las preguntas que tenía en aquel entonces, despacio y a pesar de mi impaciencia, las he ido respondiendo.
Por eso ahora sé que si bien en la universidad viví situaciones increíbles y felices, ninguna se acerca a la magia que me provoca ver a mi hijo sonriente y corriendo hacia mí sólo porque quiere un abrazo.
Partí de Tuxtla Gutiérrez hacia Cholula el 10 de agosto del 91, y además de despedirme de mis amigos, aproveché para decirle adiós a mi primer amor platónico, bajo la certeza de que nunca la volvería a ver.
Sin embargo, y por los azares del destino, hallé los caminos de vuelta al terruño, me reencontré con mis amigos de siempre y veinte años después de ese viaje, aquel primer amor dejó de ser una ilusión para convertirse en una realidad presente, que de ninguna manera cambiaría por el pasado, y a la que día a día le apuesto por que se convierta en un largo futuro. Hasta la próxima.

 

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *