En defensa de la libreria  / Eduardo Torres Alonso

Una ciudad sin librerías es un lugar gris. No porque se carezcan de espacios de recreación o porque no se puedan conseguir libros por otros medios, sino porque una librería no vende sólo esos objetos tan aclamados –y despreciados a ratos, como ocurrió con la inenarrable quema de libros por los nazis (nombre, por cierto, que se mantiene lamentablemente para algunas celebraciones de fin de curso de nivel superior–, sino porque ofrecen una experiencia entre la persona y el libro. Una librería es un punto central de la vida comunitaria.

Quienes desprecian la cultura, lo que significa despreciarse a uno mismo, verán en las librerías espacios ociosos, sustituibles e improductivos o, con suerte, sólo como una empresa. Nada más alejado de eso. Ese lugar de compra y recomendación de libros es un punto de reunión entre los que se conocen y los que no. La librería, como sitio de coincidencia, es una politizada, por eso, los regímenes autoritarios las cierran. Libros + revistas + diálogo = pensamiento crítico. Una persona que lee es peligrosa.

La librería es para quien sabe qué quiere y para quien está aprendiendo a decidir. Para aquellos que tardan horas revisando portadas y leyendo contraportadas, como para los que van con una lista determinada o sólo por un título. Para aquellos que prefieren a Peter, de apellido Pan, o a Remedios, la bella. En el mundo hay muchas personas amables y diligentes, entre ellas se cuentan quienes trabajan rodeadas de libros. Claro, no son todas, sino aquellas que adoptan la tarea del librero o de la librera más allá de un trabajo remunerado. Ellas y ellos, conocedores de datos curiosos, nombres de lugares fantásticos y de autoras para cada estado de ánimo, sugieren lo que podría gustar, descartan opciones, rastrean ejemplares. Su trabajo es una historia sin fin.

Ahora bien, las librerías se enfrentan a un problema: comprar un libro no es barato y los estímulos fiscales gubernamentales para hacerlo asequible no son suficientes. Se necesitan más. Cuando hay crisis, lo último que se piensa es en ir un libro. Ahí el papel relevante de la autoridad para estimular a la industria.

Otro tema aparece cuando se piensa es los espacios librescos. Los grandes sellos editoriales monopolizan el mercado dejando en un lugar marginal a las editoriales independientes, pero ellas tienen a sus parroquianos. La calidad de sus libros y su catálogo autoral es destacable: Ediciones Sin Nombre, Almadía, Malpaís, Sexto Piso, Aldus, Fictia, Nitro Press, entre otras. Y las que desde el ámbito local van contra viento y marea dando voz a mujeres y hombres cuya razón de ser son las letras.

Quienes apuestan por tener una librería, como centro hospitalario, de puertas abiertas, en donde el café o el trago están al alcance, se enfrentan a los atavismos y le apuestan al futuro.

La librería es un símbolo de humanismo; tal vez, el último campo de batalla contra la barbarie que acecha cruzando la calle. Defendámosla.

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