Falacias / Juan Jose Rodriguez Prats

No necesitan aceptar la mentira. Basta con que hayan aceptado la vida con ella y en ella. Vaclav Havel

Los estudiosos de la mexicanidad destacan nuestra obsesión por los mitos y nuestra condescendencia con las distorsiones de la verdad. Vasconcelos insistía en un ejercicio de depuración para cancelar las reverencias a personajes, no tan solo sin merecimientos, sino culpables de verdaderos estropicios y atropellos.

Un análisis riguroso de las cacareadas transformaciones históricas nos obligaría a corregir muchas de nuestras leyendas, por llamarlas de alguna manera. Enfoquémonos al presente y hablemos de la autobautizada Cuarta Transformación.

Siempre he considerado a López Obrador como un disruptor. No le da continuidad a políticas por más exitosas que sean si no son de su autoría. Es enemigo de las tradiciones y por ende de los procesos de institucionalización. Su gobierno es consecuencia de la transición democrática iniciada y aun no consolidada desde hace décadas.

Hubo tres alternancias del poder del 2000 a la fecha. El periodo denominado PRIAN, sin soslayar sus graves fallas, corresponde a un proceso democrático. Hoy, es evidente el riesgo de colapso. Un fracaso más en nuestra historia y en la aproximación de realidad y leyes que es, en fin de cuentas, nuestro anhelo primigenio.

La actitud del presidente explica la cancelación de una larga lista de proyectos en todas las áreas, desde el nuevo aeropuerto hasta las reformas al sector energía. Para AMLO, las desastrosas consecuencias están fuera de sus consideraciones. Lo grave es que no se sustituye lo destruido.

Ante el anticipado inicio de un proceso electoral y en el afán de superar el actual ambiente de crispación, aventuro algunas ideas.

La expresión se la escuché a una gran luchadora social y prometedora política neoyorkina, Alexandria Ocasio-Cortez: «Lenguaje deshumanizante» para referirse al discurso que envenena, siembra rencor y refleja resentimiento. De ahí la necesaria y añeja tarea de pulir las palabras. Empecemos por superar dilemas falaces.

Izquierdas y derechas. En los inicios de la Revolución francesa, la primera se oponía a los excesivos poderes de la monarquía y dio un giro en el siglo XIX al hacer suyas propuestas estatistas y apoyar ideas de vanguardia. Sus políticas fracasaron. Hoy se resiste a los cambios y se refugia en el impulso a la igualdad sin tener muy claro cómo hacerlo. La derecha ha sido congruente con un principio básico: la libertad económica, sustento del capitalismo que llegó para quedarse. De nada sirve insistir en esas trincheras ideológicas. En su lugar, se habla de republicanismo vs populismo o federalismo vs soberanismo. El debate va teniendo una clara tendencia a la concreción. Entre más se especifican los temas, se diluyen las discrepancias.

Las generalizaciones son obsoletas. Otro dilema se da entre el autoritarismo y el pluralismo. Los sistemas políticos con métodos sumarios en la toma de decisiones pretenden acreditarse como más eficaces y califican a los Estados de derecho como lentos para reaccionar a los grandes desafíos de nuestro tiempo y proponen concentrar el poder. Evidentemente, las tentaciones de su abuso afloran. Se impone alcanzar equilibrios. La experiencia de la remota República romana puede ser útil para superar situaciones de emergencia.

Hay que deslindar lo público y lo privado. Me parece pertinente recordar el artículo quinto de la Declaración de los Derechos Humanos de 1789: «La ley solo puede prohibir las acciones que son perjudiciales a la sociedad. Lo que no está prohibido por la ley no puede ser impedido». Cada vez hay mayor consenso en superar las propuestas estadocéntricas o mercadocéntricas. El principio de subsidiariedad debe prevalecer: «Tanta sociedad como sea posible, tanto Estado como sea necesario». En otras palabras: Tanta libertad como sea posible, tanta reglamentación como sea necesaria.

Algo bueno debe arrojar esta crisis: una indispensable racionalización en la deliberación. Sin ella, la política es barbarie.

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