Galimatias / Ernesto Gmez Panana

Redes todo incluido

El final del siglo XX nos trajo el internet y los primeros años del XXI catapultaron a las «benditas redes sociales», convirtiéndolas en medio de difusión y comunicación, pero también en plataforma para identificar preferencias, hábitos de consumo, aficiones y aversiones. Las redes nos hacen creer que somos usuarios cuando en realidad somos mercancía.

Hoy día, nos enteramos y enteramos a otros a través de Facebook, Instagram, WhatsApp o Twitter, y damos por sentado que son plataformas «libres» en las que la censura no solo no existe, sino que no debiera permitirse que exista. El asunto es, en mi opinión, algo más complejo.

Ayer a media tarde, nos enteramos que el proceso para enjuiciar a Donald Trump no logró los dos tercios del senado estadounidense y la iniciativa fracasó. Trump lo celebró y señaló que esto «apenas comienza», su intención es clara y preocupante: un nuevo partido al cual llevarse a sus millones de seguidores y desde ahí, buscar la reelección.

Semanas atrás, poco antes de dejar la presidencia, Trump se quedó sin su mayor herramienta política. Le fue suspendida su cuenta en Twitter. Primero de manera temporal y poco después definitivamente. El expresidente insinuó censura y se especuló en torno a la idea de crear una nueva red social (de por sí sus seguidores ya utilizaban algunas herramientas propias, en particular aquella denominada Parler)

Trump hoy es un Trump sin Twitter, pero continúa siendo un peligro, un actor que desafía la estabilidad del sistema político norteamericano. Por la Casablanca pasaron Nixon y el Watergate, Clinton y el caso Lewinsky, W. Bush, su frágil victoria y su profunda ignorancia del contexto mundial. Todo lo resistió el sistema. Es tal vez la principal cualidad en su diseño: garantizar la estabilidad interna y contener los excesos. Trump y su Twitter desafiaron al sistema y volverán a desafiarlo. Soy de los que piensan que los dueños de Twitter hicieron bien en expulsarlo de la red. Y no, no santifico las redes ni creo que lo hayan hecho solo como un acto de generosidad o bonhomía. Vuelvo a mi punto.

En las redes sociales -todas-, comunicarnos es un hecho adjetivo. Cuando creamos una cuenta en Twitter o en cualesquiera otra de ellas, firmamos electrónicamente un contrato aceptando que toda nuestra actividad se monitoree y se registre -este es el objetivo sustantivo de las mismas- y a cambio podemos postear nuestras fotos y compartir cadenas y memes. Pero ninguna de estas redes es un templo de la verdad ni un santuario de la libertad de expresión. Son antes que eso un negocio. Uno acepta las reglas -casi nadie las lee pero las firmamos- y una de esas reglas es que el dueño de la fiesta está en derecho de decidir quien se queda y quien se va. La decisión de twitter de cancelar la cuenta tiene que ver principalmente con su interés corporativo de más largo plazo.

El siglo pasado, la comunicación masiva la conocimos en cadenas de correo electrónico, las redes sociales eran el Hi 5, el ICQ y los mensajes llegaban por Beeper. Nada de eso existe hoy. Así se irán el Facebook y el Twitter y llegarán otras redes más «modernas» pero con igual mecanismo: una empresa a la que entregamos nuestra información a cambio de likes o caritas. Somos la mercancía.

Oximoronas. Quien haya ido a Cancún, conoce de estos desayunos gratuitos a cambio de escuchar una oferta de terrenos y de dar nuestro número de tarjeta de crédito.
El desayuno sale caro, y si no nos gusta pues simplemente nos retiramos, no intentamos callar al vendedor. Trump, o nosotros -o cualquiera- al entrar, acepta las reglas. Punto.

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