Justicia constitucional / Eduardo Torres Alonso

En los tiempos políticos que corren, pareciera que la frase bíblica “estás conmigo o estás contra mí” ha tomado cuerpo. No es que antes la preferencia por una persona, un partido político o una ideología no generara diálogos, algunos ríspidos, cuando no francos desacuerdos entre amistades o familiares. La diferencia, acaso, es que hay una intensión muy marcada de anular –al menos, discursivamente–, a aquellas personas que piensan distinto como si eso fuera saludable para la convivencia diaria o, si lo vemos con mayor solemnidad, resultara lo mejor para la democracia y la República.

Es en la forma de gobierno republicana, con la división de poder público en tres ramas (Legislativo, Ejecutivo y Judicial), en donde se hace notoria la existencia de una sociedad diversa, puesto que, de forma notoria, en el parlamento conviven, acuerdan y debaten representantes de distintas formas de ver el mundo. Cada partido es expresión de un segmento social. Ellos se distinguen por sus principios y programa de acción, también por sus estatutos; abrazan un cuerpo de ideas que respaldan sus electores. No se espera la unanimidad en las votaciones legislativas, salvo en temas que son vitales para el país. No todo es prioridad ni para todo hay recursos en el Congreso ni el gobierno. Por ello, los votos diferenciados.

Por supuesto, el partido del Presidente apoyará las iniciativas que de él emanen. Es lo natural, pero quienes se ubican en la oposición tienen que ser eso: un freno que no signifique muralla impenetrable. De nueva cuenta, los partidos en las cámaras se tienen que poner de acuerdo: identificar puntos de convergencia y aspectos que los separan. El poder Ejecutivo, salvo que utilice la fuerza o la intimidación, no puede obligar a los legisladores a apoyar sus iniciativas. Como tampoco el poder Legislativo puede doblar la mano presidencial. Ambos son poderes con facultades claras y autonomía. Un juego de fuerzas es perjudicial para la sociedad. Cuando se advierta su existencia hay que denunciar a los responsables.

El Judicial es también parte integrante de la trinidad laica del poder. No es integrado, al menos en México, de forma directa por los otros poderes, por corporaciones o por el voto popular. Concurren, para nombrar a los ministros y ministras de la Sala Superior de la Suprema Corte de Justicia de la Nación el poder Ejecutivo y el poder Legislativo. Algo similar pasa para integrar el pleno de los tribunales de justicia de las entidades federativas.

Desde su origen, se busca que ningún poder pueda cooptar a sus miembros para que ellos decidan con libertad, objetividad e independencia. Es notorio que, en tanto integrantes del sistema político, las personas que están en la judicatura –con sus propias convicciones y formas de entender la norma– se encuentran atentos a los sucesos y coyunturas, y saben que su posición y decisión influirá en el curso de los acontecimientos; por ello, son objeto de presiones veladas o abiertas, como también de intentos de compra. Lo importante es que sepan resistir en ambos casos.

En un tiempo de concentración de los deseos, apetitos y opiniones en extremos, hay que hacer notoria la existencia de formas diversas de identificar y resolver los problemas. En el caso del poder Judicial, se necesitan ministros con criterios a ratos coincidentes entre ellos y con los actores políticos y, en ocasiones, con criterios opuestos. Esto es así porque tienen, como nosotros, capacidad de discernir.

La Corte, que estuvo en la discusión pública por la renovación de su Presidencia y por un asunto menos honorable, no tiene que ser adlátere de otro poder o persona, pero tampoco su enemigo. Debe resolver con base en la ley. No más, no menos.

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