No se nace hombre, se llega a serlo / Eduardo Torres Alonso

No todos los individuos que están en el mundo tienen la posibilidad de elegir quién ser ni el lugar que habrán de ocupar en una sociedad estratificada. Al mismo tiempo, son objetos y sujetos, situados en contextos y tiempos determinados, atravesados –sin notarlo– por ideas ajenas, prejuicios, sueños, temores, obligaciones, roles y expectativas. De esta manera, objeto y sujeto se impulsan y se frenan mutuamente: en tanto objeto, hay muros edificados por otros que se deben derribar, y en la medida en que son sujetos, se configura la libertad en potencia.

Como miembros de la comunidad, con esa dualidad permanente, se ve, juzga y clasifica a las personas por su origen, condición social, preferencia sexual, identidad de género, religión, idioma, tipo y forma de cuerpo, o por cualquier otro elemento que permita encasillarlas. De esta manera, se determina que quien no es como uno, es «otro» u «otra». Así ha construido el mundo la narrativa androcéntrica: definiendo a las mujeres o a los hombres que no se ajustan a los parámetros aceptados como «otras» u «otros», quienes no forman –ni formarán– parte de lo normal y lo aceptado. Y esto, lo normal y lo aceptado es, de suyo, un problema mayúsculo.

Si Simone de Beauvoir se preguntó ¿qué es ser mujer?, interrogación atemporal, bien se puede cuestionar ¿qué es ser hombre? Mucho se ha escrito sobre la primacía, privilegio y capacidad de dominación del hombre sobre los demás. Todas las explicaciones –que más deberían entrar en la categoría de justificaciones– de esa posición, a la luz de nuestro tiempo, bien pueden ser vistas no como exageradas, sino como irracionales. Eran (¿son?) una manera de perpetuar beneficios. No más.

Vistos así, se puede pensar que los hombres son un grupo homogéneo de opresores. Cierto, el hombre en tanto es, tendrá la capacidad de dominar. Testimonio de ello es el sistema patriarcal que se recrea. Sin embargo, el grupo hombre no es homogéneo o igualitario, ni escapa, en su interior, a relaciones de dominio y violencia. El débil, el que no recurre a la agresión física, el sensible, el pobre, el que es homo, bi o asexual, o no tiene una pareja o parejas ni descendencia, es visto como extraño o sospechoso, cuya membresía en el mundo de los hombres existe, pero tiene otra calidad. No es miembro de pleno derecho.

Beauvoir escribió que «La mujer no es una realidad estática, sino un devenir.» En ese sentido hay que entender al hombre, como posibilidad permanente de ser algo distinto. No hay destino manifiesto. «No se nace libre, se llega a serlo», dijo Alfred Fouillé, de quien la filósofa se inspiró. Así, «no se nace hombre, se llega a serlo» y la libertad para ser hombre, uno distinto al hegemónico, se conquista. Quienes sostienen que la modificación de la conducta tradicional del hombre es algo que no está ocurriendo o, bien, que sólo se registra en algunos pocos lugares, tienen un velo que les impide ver el acelerado cambio social.

La idea de un ser insensible y permanentemente en alerta, heterosexual, que descuida su estética y su salud física y mental, que es irresponsable con «su» mujer o pareja y familia, como modelo de hombre en el 2022, es anacrónica. Las nuevas generaciones están demostrando que ser un hombre diferente es posible. Claro, los estereotipos y los roles asignados a cada sujeto, permanecen introyectados. No se ha dicho que desmontarlos será rápido.

Hoy, son cada vez más los hombres que aman –sin los arrebatos del «macho» (celoso, pero mujeriego; devoto de su madre, mas maltratador de su esposa)– a otros hombres, a mujeres o a personas no binarias, que tienen responsabilidad afectiva, que desechan tipos y colores de ropa para ellas y para ellos, que viven su masculinidad como les place y disfrutan de su cuerpo.

Todavía, hay que reconocerlo, los hombres tienen ventajas y camisas de fuerza que los constriñen. Hay que modificar las reglas del juego para que todas las personas, sin importar nada, puedan llegar a ser lo que quieran ser, dejando de ser objetos y siendo sujetos plenos.

Simone de Beauvoir murió el 14 de abril de 1986. Con cuarentaiún años de edad, cimbró el mundo con El segundo sexo. A ella –junto con otras más– le debemos agradecer que, recordando a Rosario, exploremos «Otro modo de ser humano y libre».

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