Una capilla del Estado / Eduardo Torres Alonso

En los años del desarrollismo, entre 1950 y 1970, el Estado mexicano –no fue una condición exclusiva de él– participó con determinación en muy variadas áreas de la vida económica: impulsó la industrialización, alentó las manufacturas propias y buscó la autosuficiencia. Hacía bicicletas y administraba centros de espectáculos nocturnos. Compró empresas y negocios para evitar el desempleo. También adquirió una capilla.

Hacia el final de ese modelo económico, el gobierno de la República publicó el decreto por el cual una propiedad privada pasaba a ser patrimonio nacional. Con cargo al presupuesto de la Secretaría de Educación Pública, el inmueble, con una superficie aproximada de 252 metros cuadrados, marcado con el número 122 de la apacible avenida Benjamín Hill, cerca del desaparecido cine Lido –hoy, espléndida librería del Fondo de Cultura Económica– se volvió un bien público, aunque ya lo era, en algún sentido: la Capilla Alfonsina, «símbolo vivo de la cultura mexicana contemporánea», como dice el decreto del 13 de junio de 1972, que había sido el espacio en donde surgió la literatura mexicana de mediados del siglo XX, tal como lo han expresado quienes estudian la obra de don Alfonso Reyes.

Por acuerdo del presidente Luis Echeverría y con la aquiescencia de los familiares de don Alfonso, «maestro indiscutible de las letras mexicanas» –reza el decreto invocado–, la biblioteca-casa junto con parte de los libros, obras de arte, papeles y correspondencia serían resguardados por las instituciones estatales.

La Capilla, último hogar de don Alfonso a la conclusión de sus misiones diplomáticas, fue construida expresamente para albergar su biblioteca y ofrecer resguardo a la familia Reyes Mota, pero las amenidades y servicios propios de una casa son modestos. Lo importante era que esa extensión del cerebro y la genialidad humanos, los libros, encontraran un lugar donde estar. Fue bautizada como la Capilla por Enrique Diez-Canedo y Manuel Toussaint, por ser el cenáculo de la cultura nacional y santuario del conocimiento. No había adoración sino al arte, en su definición más amplia.

La biblioteca-casa fue diseñada por el autor de México en una nuez (1937) y pronto se volvió el sitio de reunión, diálogo y, a ratos, desencuentro, de la inteligencia más mexicana como de la venida más allá de los mares, y se convirtió en el lugar de visitas de los escritores latinoamericanos que, al llegar al país, religiosamente, hacían una escala en la propiedad inaugurada en 1939.

Galería, biblioteca, museo, lugar de estudio e investigación, centro de inspiración y devoción, la Capilla sigue cumpliendo su función resguardando los materiales del maestro e inspirando a las generaciones noveles de escritores y escritoras.

El Estado mexicano tiene una responsabilidad con la cultura y las artes. Ambas no son actividades ociosas o exclusivas de gente sin ocupación; al contrario, son manifestaciones de lo que distingue al ser humano de la máquina: su discernimiento y creatividad.

Como hace medio siglo, cuando se expidió el decreto que adquirió la propiedad de Reyes y cuando también, el mismo día 13 de junio, se publicó el acuerdo para adquirir las pinturas, dibujos y grabados pertenecientes al Dr. Alvar Carrillo Gil y Carmen T. de Carrillo Gil e instalar una pinacoteca sobre la avenida Revolución, en la Ciudad de México, las autoridades del país deben impulsar un plan integral y robusto que ponga a la educación, la cultura, las artes y las ciencias en el centro del desarrollo, porque en una crisis civilizatoria como la que se vive, en donde las relaciones sociales están fracturadas y grupos delincuenciales le disputan al gobierno la capacidad de decidir, sólo lo inasible, lo que se encuentra en el espíritu imaginativo de la persona, salvará a la especie o, al menos, sus integrantes no tendrán una vida tan desgraciada.

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