Zinacantan, donde el tiempo se detuvo, pero no por mucho

Es la tierra y cuna de una estirpe que comienza caer en el juego de la modernidad

José Luis Castillejos Ambrocio

[dropcap]E[/dropcap]n el «Lugar de los murciélagos», Zinacantán, el tiempo se detuvo. La gente baja de sus cerros hacia el pequeño valle para refugiarse en la Iglesia de San Lorenzo, su espacio sagrado. Sedientos de amor, de redención, los indígenas se arrodillan ante los santos, se anidan frente a tupidas paredes de flores y racimos de plátanos y otras frutas colgantes.
En el corazón de los Altos de Chiapas, los tzotziles tienen sus creencias, sus vestimentas, y guardan reverencia a sus cerros, el Muxul Vits, Kalvaryo, Sisil Vits, Sankixtoval, Muk’ta Vits (Gran Cerro) o el Huitepec donde practican sus ritos. Ahí descargan su pasado, su presente, y adivinan su futuro. Este pueblo es también conocido como Sots’leb (Lugar de murciélagos) aunque Zinacantán es una expresión de origen náhuatl y fue conquistada por los mexicas al mando de Tiltototl en el año de 1486.
Han sido comerciantes de ámbar y sal desde la época de los mexicas. Hoy venden de todo: frazadas, carne ahumada, elotes (mazorcas de maíz tierno) asados o hervidos, piña con chamoy picante, pescado asado, traído desde la costa, ropa, manteles, flores, vehículos. Todo lo que se pueda comerciar pasa por la mano de los indígenas que llevan a la par actividades agrícolas.
Datos históricos refieren que antes de la llegada de los españoles la etnia zinacanteca abarcaba los actuales municipios de Zinacantán, San Cristóbal de las Casas, Ixtapa, Acala y San Lucas. Los indígenas lucen con garbo y esplender sus trajes, bellamente tejidos y en cuyos telares se retratan flores de época, animales, árboles, valles. La cortesía y el respeto es la principal divisa de este pueblo y son hábiles negociadores en la diplomacia regional.
Desde la llegada de los españoles ellos no se opusieron a la conquista y más bien negociaron y sacaron ventaja de la presencia de los extranjeros en estas latitudes y, por ese motivo, los conquistadores les permitieron, en un inicio, asentarse en el valle de Jovel para fundar lo que hoy es la bella ciudad de San Cristóbal de las Casas. En aquel entonces se le conocía como «Ciudad Real». En Zinacantán no hubo rechazo a la evangelización cristiana sino un sincretismo.

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Los indígenas festejan con gran algarabía a San Lorenzo que es quien cuida el poblado de casas con paredes de ladrillo de lodo seco, otras entretejidas en forma de zarzo y embadurnadas y otras de paredes del jetb’al na o ramas de árbol y de tenel te’ al na es o tablas planas.
En Zinacantán, distante apenas a diez kilómetros de San Cristóbal de Las Casas, los habitantes conservan sus ancestrales trajes y con ellos salen a festejar al Santo Patrono y con esas mismas vestimentas bailan al ritmo de bandas como La Arrolladora, Ak-47, Limón, Cuisillos, Machos o con cantantes como Julión Álvarez, entre otros. Aquí la autoridad no escatima recursos para tener contenta a la gente.
Una autoridad que pide el anonimato revela a La Silla Rota que en estos municipios se gastan muchos millones de pesos en diversión, en padrinazgos de generaciones estudiantiles, o en bodas y fiestas del pueblo. Las obras no importan mucho, el gobierno central lo sabe y deja a los indígenas que bajo el concepto de «Usos y costumbres» hagan lo que les venga en gana. Aquel mito de que los indígenas estaban jodidos, fregados, es eso…. un mito. Muchos líderes indígenas están millonarios, son verdaderos caciques, tienen grandes residencias, poderosas camionetas. «Así que no se deje engañar», recomienda.
Los hombres que visten zarape de algodón tejido en telar llamado pok’u’ul son algo desconfiados. Sus bellas vestimentas contrastan con la dureza de sus expresiones más cuando han consumido posh, el aguardiente de otras zonas de los Altos de Chiapas, que llega aquí y en cierta forma degrada a la sociedad.
Hay mucha viveza e incluso aprovechamiento del desconocimiento de los turistas en las tradiciones del pueblo a quienes les venden ropas como recién confeccionadas a mano cuando en realidad es ropa usada y hecha en máquina. «No se deje engañar», insiste una autoridad que ha vivido en San Cristóbal y que pidió no ser identificada.
Pero al margen de ello, Zinacantán es un bello pueblo en pleno esplendor. Los ciudadanos guardan profundo respeto por los cerros porque es ahí donde están los cementerios, donde se han enterrado a sus familiares, a los jerarcas, a miles de ciudadanos que son considerados los guardianes eternos del pueblo. Las lápidas son revestidas con flores.

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Es domingo cuando visito la Iglesia de San Lorenzo, de origen colonial. Está bellamente remodelada con líneas neoclásicas y las pequeñas capillas de San Sebastián y de Esquipulas están adornadas por miles y miles de lirios, bromelias, rosas, ramas de eucalipto, juncia o pino, y cordones tejidos con enramadas de plátano, maíz, y telares.
Ya no se observan las codiciadas plumas de quetzal ni pieles de jaguar, pero sí joyas de ámbar en algunos santos. Asentada a 2,100 metros sobre el nivel del mar y con apenas 30,000 habitantes, Zinacantán está moldeado con historia, leyendas y rituales y huipiles emplumados que portan las mujeres y que les sirven de abrigo en todas las temporadas del año.
El color púrpura camina por las calles en los trajes de sus indígenas, en su religión maya, en el sincretismo religioso, en la desbordante naturaleza, en los altares de los adivinadores y sacerdotes que en silencio, en medio de una nube de ocote y con velas entran a la Iglesia, se arrodilla, rezan, gimen, lloran.
Este es Zinacantán, la tierra y cuna de una estirpe que comienza caer en el juego de la modernidad.

joseluiscastillejos@gmail.com
@jlcastillejos

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