30 años / Eduardo Torres Alonso

Hay una generación de mexicanas y de mexicanos que no sabe quién fue, en qué México vivió ni cuáles fueron sus propuestas. Solamente tiene noticias de su nombre porque su hijo se llama igual y porque en una plataforma de streaming hay una serie que recrea una parte de su vida o, mejor dicho, de su asesinato. Tal vez, esa misma generación haya visto la película que aborda el mismo tema.

Luis Donaldo Colosio Murrieta fue asesinado el 23 de marzo de 1994. Hace tres décadas el Partido Revolucionario Institucional controlaba la vida y milagros de los actores políticos, del sector campesino, de los obreros, de la burocracia; incluso, de una parte de los empresarios. Todos los sectores de la vida social se encuadraban dentro del PRI. Colosio era el heredero –sí, porque como escribió don Daniel Cosío Villegas, México “es [¿era?] una monarquía, absoluta, sexenal, hereditaria por vía transversal” de un país corporativizado”– de un país que se abría al mundo, pero que cerraba las puertas a la oposición, de un país desigual y violento, como lo sigue siendo hoy, a pesar de lo caminado hacia adelante.

Lo que ocurrió en Lomas Taurinas puso en evidencia la aguda crisis que el país vivía en sus cuatro costados. Había estallado el movimiento zapatista en Chiapas en 1994 y casi un año antes, en mayo de 1993, el cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo había muerto en una confusión entre bandas del narcotráfico al tratar de asesinar al líder de una de estas.

La economía resentía el vendaval político y la incertidumbre reinaba. Como un elefante que tambalea, el sistema político se tropezaba una y otra vez y amenazaba con una caída estrepitosa. Conspiraciones, “madruguetes”, acusaciones veladas, rumores, salida de capitales… el país aguantó. No lo hizo por la clase política que veía por sus propios intereses, sino por la resiliente sociedad mexicana que, en medio de la crisis, se sacrificó (otra vez). Las mujeres y hombres de a pie vieron cómo se les iba el país de las manos no porque estuvieran al tanto de los arreglos de la élite, sino porque los productos subían de precios, se incrementaba la delincuencia y “las cosas no eran como antes”. Los habitantes de las periferias, los barrios y las colonias populares, estoicos y preocupados, aguantaron.

Hace 30 años murió Colosio. En este tiempo, en México muchas cosas siguen igual: violencia, desigualdad, incertidumbre, riesgo, apetitos hegemónicos.

Colosio forma parte de una galería de mexicanos que enarboló la democracia dentro de un sistema cerrado y que criticó al régimen en un tiempo en donde la unanimidad era la regla. Quiso cambiar la casa desde dentro, haciéndole arreglos, no tirándola. Era un reformista. ¿Podía hacerlo? Tal vez.

En las horas trémulas que pasan hoy, el país necesita más y mejor democracia, rechazando, como dijera Colosio, la demagogia, y recordando que: “[La] [c]oncentración del poder [­…] da lugar a decisiones equivocadas; al monopolio de iniciativas; a los abusos, a los excesos.”

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