La abdicación
En menos de dos años hemos observado el desmantelamiento y la sumisión de las instituciones al poder de un solo hombre. Lo que tardó tres o cuatro décadas en construirse a base de luchas sin tregua se ha desmoronado como un castillo de naipes. La constitución se está convirtiendo en letra muerta. El ataque ha sido sistemático, selectivo, inmisericorde, represivo, burdo, evidente. Nadie escapa a las diatribas del tartufo de palacio.
La vida de la republica está en franca decadencia. La miseria moral y la cobardía han pavimentado el camino a la autocracia. Voces anatemizadas advierten sobre el peligro que corren la nación. Lo que está en riesgo no es solo la salud, la seguridad o la economía de los mexicanos, sino el ejercicio de sus libertades ante el desprecio absoluto a la ley.
La democracia es falacia. El combate a la corrupción, opresión. Unos aplauden, otros callan, algunos observan y unos cuantos levantan la voz ante la ofensiva de un poder carente de escrúpulos, regido por el odio, gobernado por la sinrazón y las vísceras. La incompetencia nos ha llevado al fracaso y el fracaso a su justificación.
La mayoría legislativa es un leviatán. El único freno a los excesos, presunto garante de la justicia ha renunciado a su deber. Los pocos jueces que se atreven a juzgar con apego a la ley son señalados y cuestionados por el dedo flamígero del faraón tropical. Un régimen de terror, con careta de redentor, que alimenta la animadversión de las masas. Que lucra con la ira social.
Nuestro sincretismo revive entre el medioevo y el ritual a los dioses mexicas que exige sacrificios. El pueblo bueno vive en el flagelo de la peste pandémica de nuestros días, las masas empobrecen ante la crisis económica más profundo en décadas, el estado sucumbe ante las hordas criminales y la turbamulta clama por sangre celebrando cada linchamiento público como un acto expiación y venganza.
El gran Tlatoani construye templos, trenes y refinerías mientras reparte mendrugos anunciando la entelequia de transformación como testimonio y legado de su imperio. Rehúye a la realidad encerrado en su palacio, habla sin cesar, se ahoga en sus palabras. Sus huestes pretorianas sofocan cualquier intento de revuelta. Transgrede los límites impuestos por la ley a los hombres mortales y terrenales. Se proclama como la encarnación del pueblo. Edifica la falacia de su faena estoica ante la decadencia y la degradación. Raya en los límites de la esquizofrenia y nos lleva ¡Oh paradoja! Rumbo al despeñadero.