Golpe a la República
El pasado 5 de febrero, en el marco del aniversario de la Constitución de 1917, la presidenta Claudia Sheinbaum omitió invitar a la presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), Norma Piña. Este acto, más allá de ser una simple omisión protocolaria, refleja una preocupante tendencia de erosión institucional en México. En un país republicano, la separación de poderes no es solo una formalidad, sino un principio fundamental que garantiza el equilibrio del Estado. La ausencia de la máxima representante del Poder Judicial en uno de los eventos más simbólicos de nuestra historia constitucional es una señal alarmante.
Es evidente que hay diferencias políticas, sobre todo ahora que el Poder Judicial está en proceso de desmantelamiento con esa vacilada de la elección de jueces, magistrados y ministros. Además de no considerar los méritos ni la trayectoria de los aspirantes, se ha optado por una tómbola en la que participan cualquier cantidad de abogados, convocados como si se tratara de una rifa. Ya vimos los resultados en el Poder Legislativo, donde Morena eligió a una parte de sus diputados precisamente por sorteos. El debate parlamentario se ha envilecido y el Congreso se ha convertido en una guarida de porristas y vulgares insultadores.
Desde el inicio de la actual administración, las tensiones entre el Ejecutivo y el Poder Judicial han ido en aumento. Claudia ya había dicho que revisaría el tema, pero luego salió con que seguirían con el proceso tal y como lo ordenó el presidente saliente. La narrativa oficial ha sido clara: los jueces y magistrados han sido señalados como parte de una élite corrupta que obstaculiza los cambios promovidos por el gobierno. Sin embargo, este tipo de confrontaciones, lejos de fortalecer la democracia, la debilitan. La SCJN no es un ente opositor, sino un pilar esencial de la República. Su función es garantizar la constitucionalidad de los actos de gobierno y proteger los derechos fundamentales de los ciudadanos, independientemente de la administración en turno.
La exclusión de la presidenta Piña del acto conmemorativo de la Constitución no solo es una afrenta a la independencia judicial, sino que envía un mensaje preocupante sobre el respeto al Estado de derecho. En cualquier país con una democracia consolidada, la conmemoración de la Carta Magna es un momento de unidad, en el que los tres poderes del Estado se presentan como garantes de los principios republicanos. Había que cuidar al menos las formas, y ni eso hicieron, justo cuando estamos siendo observados y cuestionados por nuestro vecino del norte. En México, este acto se percibe como una clara exhibición de exclusión política, una muestra de que las diferencias ideológicas y las disputas de poder pueden imponerse sobre la institucionalidad.
Y todo ocurre en un contexto de creciente tensión internacional, especialmente con Estados Unidos. La relación bilateral enfrenta desafíos significativos, desde el combate al narcotráfico hasta las disputas comerciales dentro del T-MEC. En este escenario, México debería esforzarse por demostrar solidez institucional y madurez política. Sin embargo, este tipo de acciones nos hacen ver más como una «república bananera» que como una nación con instituciones fuertes y respetables. No se trata solo de imagen, sino de confianza en el sistema político y jurídico del país. Si desde el propio gobierno se menosprecia el papel del Poder Judicial, ¿cómo podemos exigir respeto y reconocimiento en el ámbito internacional?
Es cierto que los conflictos entre poderes no son nuevos en la historia de México. Sin embargo, lo que estamos presenciando es una confrontación sin precedentes en tiempos recientes. La independencia judicial está bajo constante ataque, y la exclusión de la presidenta de la SCJN de un evento de esta magnitud es solo un síntoma de una crisis más profunda. La pregunta clave es: ¿hacia dónde nos dirigimos? Si la tendencia continúa, podríamos estar ante una erosión progresiva de los contrapesos democráticos, lo que abriría la puerta a un poder cada vez más centralizado y menos sujeto a la rendición de cuentas.
Más allá de simpatías o antipatías políticas, la República se construye sobre la base del respeto a las instituciones. Los gobiernos pasan, pero las instituciones permanecen. No se puede gobernar con la lógica de la exclusión, porque tarde o temprano, esa exclusión se convierte en un bumerán que debilita al propio sistema. La lección que deja este episodio es clara: la democracia no solo se defiende en los discursos, sino en los actos concretos. Y excluir a un poder del Estado de una celebración que simboliza la unidad republicana es un acto que, en lugar de fortalecer la democracia, la socava.
Y todo esto sucede ahora que se supone que el país necesita unidad más allá de nuestras diferencias políticas e ideológicas. ¿Cómo atender a ese llamado si se siguen comportando como una partida de rufianes? México no puede darse el lujo de jugar con sus instituciones en un momento de incertidumbre global. La fortaleza de un país se mide por la solidez de su Estado de derecho, y cada vez que se margina a un poder del Estado, se envía un mensaje de fragilidad y división. La pregunta es si están dispuestos a pagar ese precio o si, de plano, no les cae el veinte.